POR LUIS EDUARDO MARTÍNEZ ARROYO
La historia es más larga, pero bástenos aquí con ofrecer un sumario relato de las más recientes ofensas a la dignidad de millones de connacionales. Después de haber fraguado el enfrentamiento bipartidista de finales de los cuarenta, comienzos y mediados de los cincuenta del siglo pasado, del que manó a borbotones la sangre de fervientes contrincantes, sus gestores se dieron a la labor de pacificar el país mediante un pacto de caballeros o de facinerosos, según sea el ente calificador al que le corresponda hacer ese juicio. En una nación, en la que a cada momento se invoca la majestad de la justicia para amenazar o para disculpar, dependiendo de quién sea el objeto de la acción jurisdiccional, esta tropelía mereció de nuevo la impunidad.
Como corresponde a las grandes gestas, sus consecuencias sancionatorias no deben lastimar las raíces fundamentales de quienes las idean ni sus intereses, y eso es independiente de si ganaron o perdieron. Ha sido así en las guerras mundiales que hemos conocido, es también de esta manera en nuestro caso. El experimento frentenacionalista que dejó por fuera de la acción política a numerosos actores y sectores políticos y sociales, varios de los cuales tenían fuertes nexos con los protagonistas de la oficialidad del mismo, y garantizó la tranquilidad de éstos, concluyó su periplo con un sospechoso y turbio resultado en las elecciones de 1970. Un nuevo grupo insurgente apareció en la escena nacional como reacción a este por millones de colombianos llamado fraude, según sus líderes.
Las preocupaciones norteamericanas y de ciertos dirigentes liberales por sacar avante tímidas reformas en el campo, destinadas sobre todo a mitigar el influjo de la Revolución cubana, conocieron honras fúnebres de la más baja categoría durante el sub júdice gobierno final del Frente Nacional. Los gremios de la agricultura y la ganadería y los industriales decidieron en Chicoral (Tolima), de consuno con los partidos Liberal y Conservador, cancelar los experimentos en torno a la materia. En adelante sería la gran empresa agroindustrial la que llevaría la voz cantante, mientras hacía coexistencia con inmensos latifundios improductivos y pervivía la ganadería extensiva. El llerismo perdió su apuesta con el economista canadiense, nacionalizado colombiano, Lauchlin Currie. Miles de campesinos que buscaban ser propietarios, como lo esperaba el expresidente liberal, emigraron a las grandes ciudades a trabajar en la industria de la construcción, como lo aconsejó el asesor canadiense. El sector financiero de la economía se adueñó de la actividad viviendista. El espurio gobernante pagó así a quien lo llevó al poder. Pero derrotó sobre todo a los campesinos.
El hacer de la actividad económica un negocio, sin tradiciones redistributivas hacia quienes le producen riquezas, ha llevado a los dueños del país, es decir de los negocios, a que vean siempre con alarma cualquier medida existente que quiera lograrlo o algún proyecto con similares propósitos y no han vacilado en exigir revocarlos. Nada más propicio para llevar a cabo tal cometido que buscar los buenos oficios de un patrono que oficie a su vez como gobernante.
Las “chucherías y abalorios”, como el personaje de la doble condición denominó a la retroactividad de las cesantías que con tanto esfuerzo habían logrado los trabajadores, sufrieron serios embates de éste, ya desde la Presidencia de la nación, ya desde su expresidencia y como comentarista de la política nacional. La Ley 50 de 1990, con ponencia de quien asestaría el más rudo golpe a la Constitución de 1991, coronó la vieja aspiración empresarial y sumó una nueva afrenta a los trabajadores y miles de hogares y familias colombianos. No mejoró el empleo formal ni nacieron nuevas fuentes de trabajo, que era el sonsonete empresarial y oficial justificatorio.
Desapariciones de detenidos y torturas de los mismos en los gobiernos comprendidos desde 1978 en adelante, así como incumplimientos de los Acuerdos de paz y exterminio de partidos políticos, nacidos a la luz de esos acuerdos, y otros movimientos opositores; maridaje abierto entre el dinero proveniente del narcotráfico y sus agentes con la empresa privada y la dirigencia política, son ya noticias de un periódico de ayer y el hecho ha sido tan notorio que el “expresidente que ponía a pensar al país”, hubo de reconocer un día que representaba el 4% del PIB nacional y que había entrado por la “ventanilla siniestra del Banco de la República”.
No sólo eso, un alto mando militar debió admitir que mientras la mitad de su ejército se dedicaba a perseguir al capo de los capos del negocio de la cocaína, la otra se empeñaba en protegerlo. Para dar de baja a éste hubo necesidad de que el mortal enemigo situado en la orilla opuesta del perseguido, brindara su valiosa colaboración a las fuerzas estatales, empresa en la que también estuvo la campeona mundial agencia contra la droga ilícita. El corolario, si existe uno solo, fue la financiación de las campañas presidenciales siguientes.
El bajo mundo se entronizó en la nación colombiana. Hubo gobernantes con manifestaciones y expresiones francamente gansteriles, que hicieron notorias en sus conversaciones telefónicas con personajes de conducta turbia, sin que los verdaderos dueños del país dieran muestras de descontento por esas faltas a la investidura presidencial. Total, siempre ha sido así: después de que en sus negocios les vaya bien no hay fronteras éticas, morales y políticas que los detengan. Y le apostaron a la reelección. De todos estos avatares quedó un desequilibrio institucional, el imperio de la ley del atajo, el odio cerval al opositor político hasta propinarle la muerte si así se estimaba necesario.
El resultado natural de este orden de cosas es un país del primer mundo (OCDE-OTÁN), con todas las características de uno del tercero. Tanto es así, que los alcaldes de las principales ciudades colombianas, cuando personajes de importancia global como el papa Francisco las visitan, dan la orden de cercar con hojas de zinc puestas de modo vertical los barrios que constituyen cordones de miseria.
Para que el contraste sea mayor, los seis o siete grandes grupos económicos nacionales representan el 43,6% del PIB; de la inversión directa extranjera (IED) en la región la colombiana representa el 38%, a 2011. De esta inversión, los grupos económicos mencionados aportan el 76%. Abundancia de capitales para invertir en el exterior, pero poco o nada para nuevas empresas en el territorio propio. ¿Patriotismo económico o integración latinoamericana?
Los resultados del pasado 19 de junio tienen algo que ver con esto. De seguro que tendremos ocasión de hacer referencias al respecto.
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