POR XULIO RÍOS
El fortalecimiento de China en las últimas décadas ha discurrido en paralelo a una potenciación de las relaciones con los países del Sur Global. Ese incremento de la presencia china se ha visto favorecido, además de por su nuevo estatus, por la crisis del modelo neoliberal. A pesar de sus desequilibrios internos, la alternativa representada por China ha suscitado interés allá donde anteriores fórmulas no han sido capaces ni de impulsar el crecimiento ni de hacerlo más equitativo.
En consecuencia, China ha logrado hacerse un sitio multiplicando sus relaciones comerciales, inversiones, etc., pero también las visitas de sus más altos dirigentes, plasmando políticas y proponiendo instrumentos varios que trasladan a sus interlocutores una actitud más pragmática, empática y flexible.
Al desafiar la lógica liberal como único modelo de desarrollo, aunque el suyo no es fácilmente imitable, aporta otra experiencia que contrasta con las exigencias habituales a los países del Sur de instituciones como el FMI, Banco Mundial o el Tesoro de EE.UU. que reclaman unas reformas estructurales que, a la postre, refuerzan la dependencia. China no impone condiciones ni modelos a cambio de ayuda o inversiones y se erige como referencia tanto para superar las crisis como para auspiciar cambios estructurales construyendo puertos, carreteras, presas, ferrocarriles o centrales nucleares, contribuyendo a reducir brechas en materia de infraestructuras, logística o conectividad, e instando la plasmación de cadenas de valor regionales. Incluso durante la reciente pandemia, China destacó en los países en desarrollo por el nivel de su respuesta interna pero igualmente por su capacidad para prestar ayuda cuando los países ricos acaparaban las vacunas sin tener en cuenta una distribución igualitaria y en condiciones accesibles.
Todo ello le ha permitido aumentar su influencia. Y eso explica también que tantos países del Sur Global hayan colocado en el centro de su agenda la ampliación de los vínculos comerciales con China y la apertura a sus inversiones. La profundización de las relaciones con China se presenta como un destino irrevocable. ¿Qué tanto puede transformar de esa relación, de matriz esencialmente económica, en capital político para un hipotético frente pro-chino en su actual pugna con EE.UU. y Occidente? Puede que no mucho porque lo logrado se ha construido sobre la lógica precisamente contraria a la política de bloques y sobre la base de la preservación de la heterogeneidad y diversidad en todos los sentidos.
En su historia contemporánea, China fue durante un siglo un país semicolonial y semifeudal oprimido por las potencias imperialistas. A diferencia de la URSS, que nunca se posicionó como parte integrante del Tercer Mundo, la identificación de China con este bloque es una constante en la definición de su política exterior y en la relación con muchos países afroasiáticos y latinoamericanos.
El Sur Global es hoy también parte de su política de equilibrio del poder de EE.UU., ganándose simpatía a través del reforzamiento de la cooperación y mostrando su apoyo en cuestiones de interés reciproco. El desarrollo económico, el bienestar social y la no injerencia son los pilares de su estrategia.
Por todo ello, China, asegura la narrativa oficial, pertenecerá siempre al Tercer Mundo y compartirá el destino de los países que integran ese grupo, al que seguirá perteneciendo, siquiera emocionalmente, aún cuando llegue a ser la potencia más poderosa y próspera.
De los tres mundos a la reforma y apertura
La China maoísta se autodefinía como parte integrante del bloque de países oprimidos por el imperialismo. No obstante, tras la muerte de Mao y la adopción de la política de reforma y apertura (1978), Beijing dejó de apoyar a los movimientos revolucionarios y de liberación nacional para priorizar una inserción internacional acorde con su ambición de lograr la plena modernización económica.
La China que participó en la Conferencia de Países Afroasiáticos en Bandung (1955) abrazaba el internacionalismo. Zhou Enlai presentaba entonces los cinco principios de la coexistencia pacífica con el denominador común de preservar a toda costa la soberanía nacional frente al intervencionismo político y militar de otras potencias. Esa independencia se sustentaba, entre otros, en la negativa a permitir inversiones extranjeras o a aceptar préstamos del exterior, algo que le diferenciaba de los demás países en desarrollo. El contraste con el denguismo posterior fue absoluto.
En los años 60 y 70, la China de Mao pugnaba por establecer un amplio frente unido contra el hegemonismo de las dos superpotencias de la época, Estados Unidos y la URSS. Aquella China concebía su política exterior como expresión de la solidaridad con los países y pueblos coloniales oprimidos. En esa retórica se abriría una profunda grieta con la breve guerra de 1962 con India, poniendo en jaque el movimiento iniciado en Bandung. El apoyo de la URSS a la India influiría en la ruptura pública con Moscú en 1963.
En sus Ocho Principios para la Asistencia Económica y Técnica (1964) estableció las orientaciones de su ayuda a los países recientemente descolonizados con base en la igualdad y el beneficio mutuo. Este marco serviría de impulso a obras míticas como la construcción del complejo ferroviario Tanzania-Zambia, que contó con la participación de cientos de ingenieros y técnicos chinos.
En la teoría de los Tres Mundos, identificaba a dos superpotencias imperialistas (EEUU y la URSS) como el primer mundo, convertido en el enemigo de los pueblos, siendo Moscú más peligroso. El segundo mundo estaría integrado por las potencias intermedias que tanto oprimían a otros como eran a la vez víctimas de la subordinación a las grandes potencias hegemónicas. El tercer mundo aglutinaría a los demás países que emergían como consecuencia del proceso de descolonización y que se adscribían mayoritariamente al movimiento de países no alineados. La formulación fue planteada por Deng Xiaoping ante la Asamblea General de Naciones Unidas en un famoso discurso pronunciado el 10 de abril de 1974. La novedad destacable es que la columna vertebral de la división propuesta era principalmente económica y no ideológica.
La política de reforma y apertura en los años 80 derivó en consecuencias importantes en este enfoque al materializar un claro cambio de prioridades: lo sustancial ahora sería la búsqueda de la inserción en la economía internacional. No significó del todo el abandono de la relación con los países en desarrollo pero la optimizó en función de las necesidades de su propio crecimiento. Las posiciones antiimperialistas del maoísmo fueron objeto de una progresiva subalternización, supeditándose al objetivo de aquella modernización que le reportaría una posición relevante en el orden económico y mundial vigente.
La China de Deng dejó de apoyar a los movimientos comprometidos con la derrota del imperialismo. Había que facilitar un contexto internacional estable y pacífico. Los países en desarrollo pasaron a ser socios de su estrategia, con especial atención a su papel como proveedores de insumos y destino de sus bienes industriales e inversiones, especialmente a partir de finales de los años 90.
El ingreso en la OMC fue paralelo a la demanda de un nuevo rol en la sociedad internacional con un perfil menos modesto. El mundo armonioso y la evocación de la multipolaridad exigían una multiplicación de sus vínculos exteriores, muy especialmente con las principales potencias y su propia vecindad. En relación a los países en desarrollo, esto supuso, en lo económico, la promoción de los contactos comerciales -en ocasiones a través de TLCs- y, en lo político, la participación activa en mecanismos internacionales ya asentados (ASEAN) o concebidos por ella misma (OCS, BRICS, foros regionales con África, América Latina y el Caribe, Oriente Medio…).
Xi Jinping vuelve la mirada hacia los países en desarrollo. La China del siglo XXI sigue declarando su pertenencia a los países en desarrollo, aunque en ello algunos advierten más retórica política que realidad empírica.
El deterioro de las relaciones con EEUU, cuya normalización acompañó la apertura de los años 80, y el agravamiento de las tensiones generales con Occidente que amenazan con desatar una nueva guerra fría, aconsejarían un giro reactivo. Su exponente es la Iniciativa de la Franja y la Ruta, fundamentada en un triple ariete: una nueva lectura de los cambios mundiales, la constatación de que sus intereses son globales y necesita arbitrar fórmulas de protección, y el arbitrio de un entramado de relaciones que plasman tanto alianzas plurifuncionales (como los BRICS o la OCS y sus estructuras anexas) y las asociaciones estratégicas con países y regiones que contribuyen a establecer áreas de influencia en todos los continentes bajo el denominador común de propiciar un “destino compartido”.
Xi quiere convertir a China en una potencia global con una influencia reconocida tanto a nivel económico como político y estratégico. Necesita para ello contar un espacio económico vital estable y áreas de influencia estratégicas susceptibles de asegurar la satisfacción de esas necesidades. Frente al propósito de Occidente de aislar y contener a Beijing, la opción del Sur Global ha ganado relevancia como necesidad vital.
Teoría y praxis
El discurso chino de compromiso activo con los países en desarrollo afronta, sin embargo, el importante reto de la praxis.
Así, en lo económico, comercial e inversor, la insistencia en la complementariedad, el beneficio mutuo, el ganar-ganar o preceptos similares, no oculta la dificultad de establecer una relación que permita agregar valor a las capacidades productivas de estas economías para no consolidar la especialización primario-exportadora que, en gran medida, ha caracterizado el auge de los intercambios en los últimos lustros.
El objetivo prioritario para Beijing es asegurarse la provisión de materias primas y alimentos, lo que lleva a hablar de reprimarización económica dependiente de las necesidades del desarrollo industrial de China.
El carácter de estos vínculos es objeto de polémica por cuanto afecta a la naturaleza de las relaciones y a las implicaciones en términos de desarrollo y de modelo de inserción internacional en atención a la reproducción o no de viejas dinámicas, tradicionalmente repudiadas por China. Quizá por ello, trascendiendo lo usual, la propuesta de Xi Jinping incorpora objetivos no solo de alcance comercial sino la coordinación de estrategias de desarrollo con base en la mejora de la conectividad o el intercambio tecnológico.
En lo político, China presume de haber desprovisto de ideología sus relaciones, estableciendo fuertes asociaciones que no tienen en cuenta los regímenes políticos ni el estatus de las clases dirigentes y demás elites con las que puede entenderse pragmáticamente.
Esta dinámica le confiere una creciente relevancia geopolítica ante un gran número de países, posicionándole en el centro de un hipotético nuevo orden mundial. El catalizador de este vínculo de China con el Sur Global puede ser el grupo BRICS, que Beijing ansía transformar en símbolo de una alternativa estratégica, financiera y económica al G7, compensando la pérdida de influencia global de EEUU con una propuesta de gobernanza que sólo puede basarse en una multipolaridad en proceso de gestación.
Es grande su potencial, ciertamente: aunque en valor nominal no ajustado por paridad de poder adquisitivo (PPA) el PIB de los BRICS en riqueza global sigue siendo muy inferior al del G7 (43,7% contra 26%, según fuentes del FMI), su peso en el mundo no ha dejado de crecer. En términos de PPA, los BRICS ya superan al G7 (31,5% frente a 30,7%). Entre 2021 y 2022, su contribución al crecimiento mundial fue del 31,2% frente al 25,6% del G7.
China defiende la ampliación. Hasta diecinueve países habrían manifestado su interés de formar parte de este grupo. Su propósito es seguir construyendo influencia diplomática para contrarrestar el dominio global del G7, promoviendo un mayor peso de los países del Sur. El hándicap es la repetición del error europeo de confundir ampliación con potencia, mas aun cuando la homogeneidad interna es extremadamente frágil.
La visión de Xi
El sueño de Xi Jinping de la revitalización de China afronta la dificultad creciente de la resistencia de un EE.UU. cada día más dispuesto a cortarle el paso. La propuesta de “doble circulación” toma nota de las dificultades que aguardan con un mundo desarrollado arrastrado a las dinámicas de tensión y desacoplamiento. En este contexto, el interés por los países del Sur, objeto de seducción por parte de unos y otros, ha aumentado de valor.
La China de Xi quiere afirmarse en el mundo como una gran potencia de un orden multipolar. Esto es difícilmente conciliable con esa otra identidad asociada a un país del Tercer Mundo o en vías de desarrollo. Pero el vínculo persistiría a través de la defensa de una sociedad internacional más equitativa, apelando a tener en cuenta en mayor medida las necesidades y aspiraciones legítimas de los países atrasados, alentando una globalización inclusiva.
Que China forme parte del grupo de potencias centrales plantea el debate acerca del modelo de cooperación y de relaciones con los países en desarrollo que difícilmente puede ser considerado Sur-Sur dada la disparidad de los actores involucrados y la capacidad a su disposición para hacer primar sus intereses en cualquier negociación.
En lo económico, China puede seguir afianzando su presencia e influencia en estos países, pero tiene como reto lograr un intercambio que evite contribuir a la reprimarización de las estructuras productivas, con una praxis que promueva la superación de la condición periférica de los países en desarrollo. También cuenta el compromiso de las elites locales.
Para China, las relaciones estratégicas con los países en desarrollo tienen como contenido preferente la complementariedad comercial y la cooperación Sur-Sur. La relación actual contribuye a modernizar China pero ¿desarrolla a los países en desarrollo? Es lo que debe demostrar para que su modelo sea otro. La Iniciativa de Desarrollo Global de China presentada por Xi en marzo de 2023, puede plasmar un mayor empeño en la promoción de otras dinámicas al uso amortiguando la asimetría de poder.
¿Un Sur Global pro-chino o una prosperidad compartida?
China se reitera como el país en desarrollo más grande del mundo, condición que le niegan ya los países desarrollados de Occidente. Esa retórica, con reminiscencias históricas, le ha permitido establecer fuertes vínculos económicos y políticos con gobiernos de perfil muy variado del Sur Global y auspiciar con ellos una vía potencialmente soberana de desarrollo al margen del Occidente representado por EE.UU. y potencias afines. El interés en la exploración de esta vía alternativa no debe confundirse con una afinidad ideológica o política. Se trata, esencialmente, del aprovechamiento de nuevas oportunidades que desean gestionar sin tener que elegir contra terceros.
Las propuestas e instrumentos y la red de asociaciones estratégicas tanto bilaterales como multilaterales construidas por China plasman un carril para potenciar sus vínculos con los países en desarrollo. Su complemento es la reclamación de “un nuevo modelo de relación entre grandes potencias” para gestionar la rivalidad con EE.UU.
Es un país emergente pero también ya una gran potencia económica y política. Es deseada pero también algunas de sus prácticas son objeto de cuestionamiento por no diferir mucho de las aplicadas durante décadas de colonialismo o neocolonialismo por potencias occidentales. Para los críticos, no basta la subsistencia de una terminología procedente de una etapa histórica anterior que hoy es lejana aunque le provea de un capital simbólico fuera del alcance otras potencias. Podría tener los días contados si la hipocresía determina su praxis.
En un mundo en fase de inflexión, China puede encontrar en los países del Sur importantes aliados para sustraerse a las tensiones con el Occidente desarrollado. Las claves no pueden ser las del maoísmo y cualquier posibilidad de un frente común debe ser descartada. El compromiso con el desarrollo le granjea una oportunidad en muchas capitales que también ven en ella un contrapeso deseable de la influencia económica, política y militar de EEUU y un impulso amparado en una lógica equilibradora.
Vanguardia Dossier No. 89, octubre-diciembre 2023.
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