
POR RODRIGO BORJA
En el mes de mayo de cada año se junta en algún lugar del mundo un centenar de grandes banqueros e industriales, jefes de gobierno, líderes políticos, economistas, presidentes de compañías transnacionales, científicos, académicos y dueños de los grandes medios de comunicación para discutir a puerta cerrada los temas globales de la geopolítica y geoeconomía planetarias. Acuden miembros de la realeza europea, representantes personales de los gobernantes norteamericanos, aspirantes a la Casa Blanca, jefes de gobierno y ministros europeos, pensadores políticos, economistas prominentes, académicos, magnates de los mass media y allí se reúnen con los directivos del Chase Manhattan Bank, Goldman Sachs, Banca Morgan, Barclays, Société Générale de Bélgique, UBS, Daimler-Chrysler, Volkswagen, Xerox, France Telecom, British Telecom, Microsoft Corporation, Royal Dutch/Shell, Fiat, Danone, Danish Oil and Gas Corporation, Heineken N. V., Coca-Cola, PepsiCo., Bundesbank, Deutsche Bank, Siemens, Bayer, Lufthansa, Carlsberg, Renault, Nokia Corporation, Pirelli, Vodafone, Ericsson, Citibank, Nestlé y otras megacorporaciones transnacionales. Son los miembros del ultrasecreto y ultraexclusivo Club Bilderberg, que se fundó en 1954, en medio de los fragores de la Guerra Fría, con el propósito de fortalecer las relaciones transatlánticas, afianzar determinados principios geopolíticos y geoestratégicos, favorecer la gobernabilidad mundial —global governance—, buscar consensos en torno a los grandes temas de la agenda internacional y modelar el orden político y económico mundial de la segunda postguerra.
El Club lleva el nombre del lugar donde se celebró la reunión fundacional del 29 al 31 de mayo de 1954: el lujoso Hotel Bilderberg, de propiedad del príncipe Bernardo de Holanda, en la ciudad holandesa de Oosterbeck. Sus fundadores fueron David Rockefeller, miembro de la dinastía del Chase Manhattan Bank; Giovanni Agnelli, presidente de la FIAT; Henry A. Kissinger, especialista en asuntos internacionales e influyente hombre público norteamericano; Denis Healy, ministro de Defensa inglés; el príncipe Bernardo de Holanda —en una suerte de expiación de sus viejas culpas fascistas—; Joseph H. Retinger, masón judío de origen polaco; Colin Gubbins, director del British Special Operations Executive; y el general Walter Bedell Smith, quien fue embajador norteamericano en Moscú y director de la CIA.

El Club fue financiado, en sus orígenes, por los hermanos Rockefeller y el grupo bancario N. M. Rothschild. Después fue sustentado por ellos y por muchos otros “sumos sacerdotes del capitalismo”, que formaron su núcleo duro.
El Club se ha definido formalmente como “una entidad destinada a fortalecer la unidad atlántica, frenar el expansionismo soviético y fomentar la cooperación y el desarrollo económicos de los países del área occidental”; pero con el paso del tiempo entró en el tratamiento de nuevos temas relacionados con el neoliberalismo, la globalización, el postcapitalismo, la energía nuclear, la seguridad universal, las cuestiones ambientales, los avances y consecuencias de las revoluciones digital y biogenética, la implantación de tres monedas universales para facilitar las transacciones internacionales: el euro para Europa, el dólar para Estados Unidos y el mercado de las Américas y una tercera moneda para la constelación de países del Asia-Pacífico.
Para alcanzar sus objetivos busca consensos entre los líderes de la política, la economía y los medios de comunicación, y apadrina una relación “incestuosa” entre los tres grandes poderes reales del planeta: el poder económico, el poder político y el poder mediático.
Hasta donde se ha podido conocer, el Club funciona mediante un sistema de círculos concéntricos, que giran en torno del comité directivo —el steering committee— compuesto por unas cuarenta personas —quince norteamericanas y veinticuatro europeas—, que formulan la agenda de la reunión anual, la organizan y escogen a sus invitados.

Detrás de su égida se reúnen las elites globales de los negocios y de la política para decidir los destinos del planeta. A su lado están los imperios mediáticos del Washington Post, Grupo Prisa, Financial Times, The Economist, Le Figaro, La República, The New York Times, The Wall Street Journal, Die Zeit, Newsweek, Corriere della Sera, The National Post, Politiken y otros. El periodista canadiense de origen ruso, Daniel Estulin, en su libro La verdadera historia del Club Bilderberg, lo califica de “gobierno mundial en la sombra” (una especie de Vaticano del capitalismo). Y hay sospechas, en efecto, de que los “amos del mundo” que allí se reúnen pretenden dirigir la política global y de que, a largo plazo, su idea es consolidar un gobierno mundial único que sea capaz de ordenar el planeta y organizar las cosas económicas globales de acuerdo con los intereses de las grandes corporaciones transnacionales.
Este, que es el club más elitista y exclusivo del mundo, sólo admite a personajes de los países desarrollados. No se conoce que hayan sido invitados latinoamericanos, asiáticos ni africanos a participar en sus cónclaves. Los más conocidos bilderbergers han sido el consejero de relaciones públicas de Tony Blair; J. Pierpont Morgan, dueño de la Banca Morgan; el Gobernador del Banco de Francia; el Primer Ministro de Dinamarca; el expresidente francés Valery Giscard D’Estaing; Klaus Schwab, presidente del Foro Económico Mundial de Davos; George Bush, Bill Clinton y George W. Bush, expresidentes de Estados Unidos; Henry Kissinger, exsecretario de Estado y paradójicamente Premio Nobel de la Paz; José M. Durao, exprimer ministro portugués y después comisario general de la Unión Europea; Donald Rumsfeld, exsecretario de Defensa de Estados Unidos; el exsecretario de Estado Colin Powell; Alan Greenspan, exjefe del Federal Reserve System de Estados Unidos; James Wolfensohn, expresidente del Banco Mundial; Lord Carrington y Jaap de Hoop Scheffer, exsecretarios generales de la OTAN; el franquista español Manuel Fraga Iribarne, expresidente del Gobierno Autónomo de Galicia; Juan Luis Cebrián, expresidente de la Asociación de Editores de Diarios Españoles (AEDE); el vizconde Étienne Davignon, propietario de casi todas las empresas eléctricas de Bélgica; y otros personajes altamente situados en el escalafón político y económico de Europa y los Estados Unidos.

Desde su fundación casi todos quienes llegaron a la Casa Blanca y a las sedes de los gobiernos europeos han pasado por los cónclaves Bilderberg. Sin embargo, la agenda y el contenido de sus deliberaciones se han mantenido en el más absoluto secreto. Los grandes medios de comunicación han observado fielmente el “voto de silencio” al que se comprometieron. Lo poco que se conoce se debe a eventuales indiscreciones o infidencias de algunos bilderbergers. Por ejemplo, de no ser por las revelaciones que hizo en su libro de memorias el político inglés lord Paddy Ashdown, miembro del Club y alto representante de la Unión Europea en Bosnia-Herzegovina, no se habría conocido que en la reunión de Santiago de Compostela en 1989 se trataron los asuntos cruciales de ese tiempo en el panorama mundial: la evolución política de la Europa del este, el control de las armas nucleares, la inestabilidad de las economías de la Unión Soviética y de los países de su bloque, el destino del Pacto de Varsovia, las relaciones Estados Unidos-URSS y la unión monetaria europea.
Años más tarde el periódico sueco Expressen GT reveló, con base en las penetrantes investigaciones de uno de sus periodistas, que en el encuentro del Club celebrado del 24 al 27 de mayo del 2002 en Goteborg, Suecia, se afrontaron los temas de la globalización, la ampliación de la Unión Europea, el destino de la OTAN, los proyectos militares de Estados Unidos y las relaciones de las potencias occidentales con Rusia, China y Japón. Es decir, los temas más importantes de la geopolítica mundial en ese momento, tratados por las personas más influyentes en la vida pública del planeta.
American Free Press publicó en junio de ese año que en la mencionada reunión del Club también se trató el tema de la invasión norteamericana contra Irak para derrocar al dictador Saddam Hussein.
Sin embargo, la opinión pública mundial nada conoce sobre estos manejos. Apenas sabe que por allí hay un grupo de importantes señores empeñados en fortalecer la democracia en el mundo. Lo que no sabe es que ellos invocan la “democracia” para imponer la globalización, la tiranía del mercado y el darwinismo económico.

Esos magnates de la política y de la economía pretenden asumir la conducción del mundo. Fueron tremendamente reveladoras las frases de David Rockefeller: “…somebody has to take governments’ place, and business seems to me to be a logical entity to do it” (“alguien tiene que tomar el lugar de los gobiernos, y las empresas me parecen una entidad lógica para hacerlo”).
Ellas desentrañaron los verdaderos designios del Club Bilderberg. Bajo su sombra se concluyen los acuerdos entre los ricos y poderosos del mundo. Allí se fijan los objetivos que han de perseguir los gobernantes de los países desarrollados. Allí se ajustan las diferencias que eventualmente surgen en las relaciones transatlánticas —como las que emergieron en el 2002 en torno del Protocolo de Kyoto, o de la invasión a Irak, o de la Corte Penal Internacional, o del muro de seguridad de Israel— para que una supuesta armonía impere entre los grandes del mundo. Por supuesto: todo dentro del mayor sigilo. Lo único que trasciende —si es que trasciende— son sus espumosas, hipócritas y demagógicas postulaciones de un mundo de paz y de progreso. Hay demasiados intereses y compromisos económicos entre los dueños de los grandes medios de comunicación como para que ellos se puedan dar el lujo de informar sobre las reuniones del Club Bilderberg. La “libertad de prensa” no puede ir tan lejos. Pero los bilderbergers se valen de los medios de comunicación de alcance planetario, que están a su servicio, para mentalizar a la gente y convencerla de la bondad de sus planteamientos. Para eso se inventaron la publicidad y el marketing.
No hay duda de que, bajo el signo de la globalización, el capital internacional ha secuestrado buena parte de las atribuciones gubernativas del Estado y que avanza una secuencia de concentración empresarial a escala planetaria que no tiene precedentes históricos. El proceso de megafusiones, que se inició en los últimos años del siglo anterior, ha creado empresas de tamaño descomunal, cuyas cifras de ventas anuales sobrepasan las del producto interno bruto de muchos países. La soberanía de los Estados y la potestad política de los gobiernos están en proceso de transferencia, en no despreciable medida, a favor de las corporaciones transnacionales que abarcan el planeta con su poder. En consecuencia, los imperios del inmediato futuro no serán los Estados sino los gigantescos conglomerados empresariales y es presumible que los imperialismos venideros no tendrán a los Estados como sus protagonistas.

El Instituto de Estudios Políticos de Estados Unidos, en un informe publicado a finales del siglo XX, señaló que, de las cien entidades económicamente más poderosas del planeta, cincuenta y una son corporaciones industriales o comerciales privadas y cuarenta y nueve son Estados. Para las grandes corporaciones transnacionales los límites estatales no cuentan: el mundo es un mercado al que hay que abastecer y los ciudadanos de todos los países son sus consumidores reales o potenciales. Las “plazas financieras” no coinciden, como antes, con la diagramación limítrofe de los Estados. La globalización ha “desterritorializado” la política y la economía. Las ha liberado de su afincamiento territorial. El ámbito geográfico estatal para los efectos del intercambio mundial ha pasado a ser menos importante que el tiempo como dimensión de la economía. La dimensión temporal se ha superpuesto a la espacial, en el sentido de que lo que tradicionalmente se ha considerado como “nacional” ha sido desbordado por “lo global” y de que los Estados cuentan cada vez menos como factores de la actividad política y económica. La “alianza” entre las telecomunicaciones, la informática y los transportes ha empequeñecido el planeta. Ha aproximado sus puntos más distantes. Ha vencido las dificultades que antes le imponía la geografía. Esto lo saben bien los actores políticos y económicos globales, a quienes no interesa la territorialidad, en el sentido estatal de la palabra.
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