POR ALBERTO ANTONIO BERON OSPINA
Ya sean derribadas, destruidas, pintadas o graffiteadas, estas estatuas personifican una nueva dimensión de la lucha: la conexión entre los derechos y la memoria. – Enzo Traverso
Es complicado borrar los hechos históricos de un plumazo, pero es una buena oportunidad para estudiar el pasado; seguramente así entenderemos el presente y la dimensión de los conflictos sociales que sufre el país. – Albeiro Valencia Llano
¡¿No entiendo porqué la emprenden contra el General?¡ – murmura un anciano, que advierte la acción de algunos jóvenes, el 20 de julio de 2021, en medio de la Avenida Santander– “¿Esos muchachos acaso no recibieron clases de historia patria?”, repetía insistentemente, aquel octogenario de cabellera blanca como las nieves del Ruiz, – “Yo estuve ahí, cuando pusieron la figura”– indicando con sus dedos arrugados, hacia un incierto lugar del pasado, ochenta años atrás.
Frente a esta escena, váyase a saber si las fantasías se confunden con la memoria. Llega a mi mente, la imagen de un archivo fotográfico, donde afloraba una multitud, con trajes, ruanas y sombreros, cuya moda evoca la primera mitad de siglo XX. En medio de aquella aglomeración se reconoce, dos metros por encima del gentío, la estatua del General Francisco de Paula Santander. En esa misma foto, un niño pareciera observar al observador; me pregunto si es posible que ese hombre que murmura hoy día ante el derrumbamiento de la efigie, fuera el mismo niño que mira fijamente ese lente en 1940. Es claro que en ese tiempo no abundaban las cámaras fotográficas, a tal punto que esa gráfica captada por el reportero, sirve de documento histórico, cuyo propósito es perpetuar el momento “sublime”.
Ahora bien, en un tiempo como hoy, es casi imposible no toparnos con “paparazis” a la vuelta de la esquina, dedicados a captar cuanta situación se cruza en su camino; las imágenes son de otros, pero, sobre todo, de ellos mismos. Es el caso del derrumbamiento del bronce, que observa estupefacto el anciano. Esta escena circuló de manera viral por las redes sociales, el escenario preferido de la popularidad. Sus actores, algunos de ellos adolescentes, unos estudiantes, otros jóvenes sin trabajo, en ocasiones huraños, que observan hacia las ventanas de Dios como define a los vagabundos Dubravka Ugresic en “La edad de la piel”, inquilinos de habitaciones anónimas, documentadores de sus propias acciones, auto-investidos de jurados, para un juicio cuyo escenario es la calle y cuyo reo es el monumento a un héroe nacional.
Tanto la cabeza como las manos del símbolo se fraccionaron en pedazos, mientras saltaban eufóricos sobre los fragmentos esparcidos en el pavimento de la avenida; algunos se apropian de pequeños trozos, como si lo consideraran evidencias de una hazaña. La caída de la figura parecía en cámara lenta, siendo lo suficientemente impactante, para evocar la imagen de Sergei Eisenstein en la película “Octubre”, en la secuencia de la caída de la figura alusiva al Zar de Rusia Alejandro III. Los manifestantes tiran del héroe de bronce atado a una cuerda. En esa acción se registran cubiertos de banderas tricolores, cascos y gafas industriales, parecen protagonistas de alguna película apocalíptica.
El sable del héroe quedó en las manos de uno de ellos; como cuando en algún video-juego despojan del arma al tirano, que yace destruido, atravesado en medio de la avenida, lo marcan con pintas de aerosol rojo, como un homicidio simbólico y un cartel adherido al pecho: “Mi sincero pésame al primer revolucionario de este país. Lo mataron los hijos de Lenin y el Che Guevara. La historia no se repite” Se demanda fuerza y mucho arrojo, para derrumbar estatuas; me pregunto si esa acción de dejar en una especie de orfandad paterna a la ruta principal de la ciudad, que lleva el nombre del prócer de las leyes, no expresará un reproche hacia sus mayores y cualquier tipo de autoridad.
Al finalizar la tarde, una vieja grúa conduce el símbolo descabezado, sin manos y sin sable, hasta una bodega en los suburbios. El camión con su brazo metálico, recorrió las calles empinadas, bajo las cuestas pronunciadas, trasladando aquel despojo. Al llegar a la bodega de destino con su singular carga, la grúa atravesó una puerta eléctrica, se introdujo en un amplio espacio, deslizando el cuerpo de la estatua fracturada por un interior amplio e iluminado. Al vislumbrar los rostros de quienes fueron testigos del particular momento, evoqué la célebre escena de otra película: “La mirada de Ulises” de Theo Angelopoulos, cuando un barco de carga con la estatua de Lenin, surca un río del centro de Europa, mientras sobre sus riveras, grupos de nostálgicos por el antiguo régimen, se arrodillan y miran con reverencia la nave que conduce al padre de la “Revolución de octubre” al puerto donde será ofrecido a algún coleccionista. Solo que, en el caso del General, encontré en el anciano, la expresión de un duelo melancólico, por la caída del héroe.
“¡¿Pero no han leído sobre los héroes de la Independencia?¡” – volvió a vociferar el airado anciano, con la fuerza que todavía emergía de sus pulmones-.
“Precisamente, fue un embaucador y un fraude”, – le responde una muchacha que exhibía la cabeza del héroe, envuelta en la bandera-.
.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.