El derecho a la pereza de Lafargue

POR NICHOLAS BURMAN

Paul Lafargue, uno de los primeros dirigentes del socialismo francés, creía que la clase obrera tenía solo una prioridad: defender el derecho a la pereza. Hoy esta reivindicación cobra todavía más relevancia.

«¡Ya nadie quiere trabajar!». Esta es la queja de muchos de los artículos que se publicaron en respuesta a la «renuncia silenciosa», popularizada en los medios en 2022. La exclamación reflejaba cierto malestar frente al supuesto hecho de que nos estamos volviendo cada vez más improductivos, aunque el mentado «fenómeno» no era más que trabajadores de cuello blanco cumpliendo el mínimo necesario que exigían sus empleos. Fue en este contexto que ganó popularidad un meme que destacaba esta misma frase repetida en artículos publicados a lo largo de los últimos 130 años.

Paul Lafargue (1842-1911).

La renuncia silenciosa no tiene sentido más que en los casos de trabajadores que tienen privilegios notables en el mercado laboral. Los que trabajan en grandes depósitos y distribuidoras, en las plataformas y en una parte considerable del sector público no tienen el lujo de trabajar con tanta autonomía. Son trabajadores sobreexplotados y precarizados por sus empleadores. A modo de reacción frente a la aceleración de los ritmos de vida y de trabajo, la organización y las huelgas volvieron a poner la cuestión de las condiciones laborales en el discurso público. Y existen libros como Work Won’t Love You Back, de Sarah Jaffe y How To Do Nothing, de Jenny Odell, que defienden con firmeza la máxima de trabajar menos y divertirse y cuidarse más.

No cabe duda de que Paul Lafargue, marxista del siglo diecinueve, admiraría estos intentos de situarnos en una relación de antagonismo con el trabajo. Su panfleto más famoso, El derecho a la pereza, escrito en 1880, fue uno de los muchos intentos de despertar el espíritu revolucionario de la clase obrera francesa. Lafargue dirige un ataque sin matices contra el «amor al trabajo», que define como una «aberración mental». Satirizando a un reverendo inglés, escribe: «Trabajando ustedes hacen crecer su miseria, y su miseria nos dispensa de imponerles el trabajo por la fuerza de la ley».

Aunque Lafargue apunta contra las máquinas, cuya productividad empobrece a los trabajadores, esto no lo convierte en un ludita. Su argumento es que en vez de dedicarse a la sobreproducción de mercancías que el capitalismo exporta, los trabajadores de los países industrializados deberían disfrutar de su abundancia y trabajar solo tres horas por día, dejando que las máquinas hagan la mayor parte del trabajo. Siguiendo la misma línea, Lafargue sostiene que es posible detener el deseo de expansión del capitalismo para que nadie en el mundo tenga que «temer los puntapiés de la Venus civilizada y los sermones de la moral europea». En muchos sentidos, Lafargue anticipó lo que sucede hoy: «Todos nuestros productos son adulterados para facilitar el flujo y reducir las existencias».

Uno de los objetivos principales de la crítica de Lafargue era la moralidad burguesa. En El derecho a la pereza, despotrica contra el «progreso» europeo que tanto celebraba Víctor Hugo, y contra los Derechos del Hombre, que describe como «los derechos de la explotación capitalista». Es probable que su disgusto ante la propaganda arrogante de la civilización occidental obedeciera a su propia formación: sus abuelos eran jamaiquinos, haitianos y judíos y cristianos franceses. Cuando Daniel De Leon, periodista curazoleño, le preguntó por sus herencias, Lafargue respondió: «Estoy orgulloso de mis raíces negras». Aunque sus vínculos familiares no evitaron que recurriera a ciertos tropos antisemitas en El derecho a la pereza, terminó alejándose de una buena parte de la izquierda francesa cuando decidió apoyar a Alfred Dreyfus, militar judío condenado por un crimen que no había cometido.

Lafargue suele ser considerado un actor secundario de la historia de otras personas, pero su influencia en el socialismo, especialmente en Francia, y su dedicación al internacionalismo, muestran que fue mucho más que eso. Su historia también nos enseña los vínculos que establecieron los caribeños y los afroeuropeos con el socialismo. Lafargue nació en Cuba en 1842. Su familia tenía mucho dinero. Su padre tenía plantaciones de café y «tuvo» un esclavo hasta 1866. La familia se mudó a Francia en 1851, año de la Expedición López, a causa de la represión que empezaron a sufrir los negros y los criollos en la isla. En Francia Lafargue empezó a simpatizar con las ideas revolucionarias. Abrazó la filosofía positivista y usó sus argumentos para criticar a los románticos por su falta de «alegría, escepticismo y elocuencia», rasgos definitivamente presentes en El derecho a la pereza.

Su plan original era estudiar medicina, pero su contacto con los republicanos y la adopción del anarquismo defendido por Pierre-Joseph Proudhon lo alentaron a involucrarse en las protestas contra el Segundo Imperio de Napoleón III. Esto condujo a que las autoridades prohibieran su ingreso a las universidades, y finalmente Lafargue tuvo que exiliarse en Londres. Más tarde, la muerte de sus tres hijos condujo a que rechazara completamente la práctica. Su compromiso con la Primera Internacional hizo que conociera a Karl Marx, y rápidamente se tornó un visitante frecuente de la casa de los Marx en Londres. Aunque siempre conservó su sensibilidad anarquista, Lafargue terminó siendo un defensor acérrimo del socialismo.

Lafargue se casó con la segunda hija de Marx, Laura, y ambos se mudaron a Bordeaux. Nunca lograron tener un ingreso suficiente, pero afortunadamente Friedrich Engels siempre los ayudó. Aunque tanto Marx como Engels apoyaban a Lafargue, y aunque Lafargue jugó un rol indispensable en la popularización del marxismo en Francia, los dirigentes comunistas solían descalificarlo recurriendo a insultos racistas. No fue la primera vez que el origen multiétnico de Lafargue fue utilizado para deslegitimar su papel en el desarrollo de la izquierda.

Paul Lafargue y su esposa Laura Marx.

De vuelta en Francia, Lafargue participó de las campañas contra el gobierno de Adolph Thiers y estuvo en la Comuna de París. Fue condenado por ambas acciones y forzado nuevamente al exilio. Laura y él no volverían a Francia hasta la amnistía general de 1879. La pareja pasó un tiempo en Madrid, donde Lafargue intentó vanamente detener la marea anarquista española mediante la difusión de las ideas de su suegro. Después volvieron a Londres, y durante este período Lafargue estableció contacto con Jules Guesde, y se convirtió en algo así como el mensajero entre Marx y este prometedor socialista francés.

En Londres, Lafargue evitó comprometerse demasiado con el ambiente de los exiliados franceses y, en cambio, dedicó su tiempo a desarrollar un enfoque marxista en el campo de la crítica literaria. Lafargue estaba interesado en la crítica porque, como explica Leslie Derfler, «la burguesía estaba orgullosa de su gloria intelectual, y era necesario atacar a sus ídolos». El enfoque materialista que utilizó en sus análisis de autores como Hugo apuntaba a describir el «clima social» en el que vivía el público lector, y comprender las obras literarias como resultados del contexto social. Laura y Lafargue pasaron las últimas décadas de sus vidas en Francia, donde él fue detenido muchas veces por, entre otras cosas, incitación a la revuelta.

En 1880, Lafargue fundó la Federación de Trabajadores Socialistas de Francia junto a Jules Guesde. Guesde también fue cofundador del periódico L’Égalit, del que Lafargue fue colaborador regular en temas como la importancia de las huelgas y de las cooperativas. De hecho, Lafargue llegó a publicar en algunos diarios reconocidos por el establishment y esto generó muchas polémicas. También tradujo al francés, en colaboración con Laura, muchas obras de Marx y Engels.

Lafargue fue uno de los primeros socialistas elegidos en el parlamento de Francia. Aunque cabe decir que su práctica política en la institución estuvo definida por su intento de equilibrar las reformas inmediatas y una perspectiva histórica de largo plazo, sus contemporáneos no le dieron mucho crédito. Muchos militantes despreciaban la organización de la Segunda Internacional, de la que Lafargue era en parte responsable. Él mismo definía el proyecto de un socialismo francés en esta época como una boca sin cuerpo. El marxismo finalmente había entrado en Francia, pero la clase obrera todavía no estaba convencida de pasarse a la revolución. Lafargue decidió retirarse y concentrarse en la escritura. Su obra, que «intentaba definir […] las relaciones que percibía entre los negros y ‘‘otros proletarios’’», según la descripción de Derfler, podría ser fácilmente interpretada como una primera formulación del enfoque interseccional.

En 1911, Laura y su marido decidieron terminar sus vidas con un pacto suicida. A pesar de haber contado con el respaldo de personajes como Karl Kautsky y V. I. Lenin, y aunque hubo algunos intentos de académicos cubanos que intentaron valorizar su obra, Lafargue fue despreciado por los académicos socialistas y franceses hasta los años 1930. Los críticos literarios marxistas no empezaron a mencionar su nombre hasta los años 1960. Es probable que esta situación haya sido ocasionada por las campañas de sus detractores, Georges Sorel entre ellos. Sorel criticó a Lafargue por haber meramente reconstituido la obra de Marx en vez de elaborar ideas innovadoras. Leszek Kolakowski definió a Lafargue como un «marxista hedonista», etiqueta que tal vez no suene como un insulto en una época seducida por el marxismo ácido y el comunismo de lujo completamente automatizado.

El derecho a la pereza considera seriamente la insistencia de Engels de «otorgar la mayor importancia a la cuestión de las horas de trabajo». En aquella época las campañas por la jornada de ocho horas estaban en marcha, y también los debates de qué hacer con la abundancia que produce el capitalismo. Hasta John Stuart Mill había definido una posible economía de la abundancia en «estado inerte». No cabe duda de que el tema de las horas de trabajo ameritaba ser considerado con seriedad: entre mediados del siglo dieciocho y el siglo diecinueve, las horas de trabajo promedio en el norte industrializado de Inglaterra habían pasado de 2860 por año a 3666.

Pero, ¿qué decir hoy del «régimen de pereza» con el que sueña Lafargue en las páginas de su panfleto? Más allá de la opinión del autor de que una mezcla de ejercicio y dedicación artística basta para desarrollar una buena vida, el texto no abunda en detalles. Muchas veces parece pecar de cierta ingenuidad. Es difícil definir su idealización de Estados Unidos y su visión de la vida de las mujeres antes de la revolución industrial es irónica o no. Su apelación a la «sociedad primitiva» no solo es primitivista, sino que está mal orientada. Hoy sabemos que estas sociedades que denominamos «preliterarias» eran distintas y complejas, y en general nada comunistas. Sin embargo, el carácter visceral de la escritura de Lafargue hace que la lectura de su ensayo siga siendo interesante. Los huecos de su teoría y la naturaleza poco atractiva de sus generalizaciones se hacen sentir, pero también lo hacen su energía y su inmediatez. Es sabido que Lafargue no era un buen orador, y su obra nos deja en claro que su empeño encontró mejor destino en las páginas que nos dejó.

Traducción: Valentín Huarte.

Jacobin Latinoamérica

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