POR JUAN DIEGO GARCÍA
La clase dominante en Latinoamérica y el Caribe representa un porcentaje muy reducido de la población pero consigue agrupar en su defensa a colectivos sociales de cierta importancia. Además de una parte significativa del funcionariado, clave para asegurar el control de Estado, la oligarquía criolla cuenta con el respaldo de los cuarteles, el apoyo de sectores importantes de la mediana y pequeña propiedad, no menos que con sectores populares que por diversos motivos hacen suyas las consignas de esa oligarquía.
La izquierda, además de organizar y elevar la cultura política de sus propias bases sociales, tiene que avanzar en la formulación de su programa estratégico para superar el orden social actual, tanto como dar forma a un programa inmediato -un programa de gobierno- que contribuya al avance posterior hacia el objetivo estratégico. Pero parte importante de su estrategia debe ser buscar la manera de restar a las oligarquías locales esos apoyos sociales con los que cuenta y que le dan ventajas nada desdeñables en las urnas y en las instituciones, y diversos grados de apoyo social, de legitimidad, que todo orden social requiere para no verse impulsado a negar su propia legalidad y desembocar en alguna forma de dictadura, o sea, en alguna forma de fascismo.
Una parte del funcionariado será seguramente imposible de ganar para un proyecto de progreso pues éste supone el fin de sus muchos privilegios. Sucede algo similar con la llamada “clase política” que tiene en la corrupción su fuente principal de financiación y enriquecimiento. Estos sectores tienen en la corrupción el pago que el sistema les otorga por sus servicios. Reemplazar esos cuadros especializados en la administración de la cosa pública no es fácil, pero no es imposible. La formación y especialización de cuadros nuevos puede generar algunas dificultades temporales pero se puede aliviar con una política adecuada de inmigraciones.
El respaldo a la burguesía criolla de los militares y la Policía tampoco es imposible de diluir. La mayoría de los oficiales -y sobre todo de los suboficiales- es de extracción media y popular. Por otra parte, no son pocos los militares y policías implicados que son solo ejecutores de la represión mientras la mayor responsabilidad recae en los gobernantes o directamente en personajes de esa oligarquía criolla. Una formación nueva, -sobre todo de oficiales y suboficiales- enfatizando en la cuestión nacional, permitirá a la izquierda impulsar el sentimiento nacional auténtico y superar la actual relación de vergonzosa dependencia de estos cuerpos armados nacionales de potencias extranjeras.
La existencia de grupos de civiles armados (paramilitarismo) que actúan al servicio de esa oligarquía criolla se ha generalizado en el continente (incluyendo, por supuesto, a los mismos Estados Unidos) y constituye uno de los mayores instrumentos del fascismo local. A veces actúan en solitario pero con una frecuencia creciente lo hacen en abierta coordinación con los cuarteles y la administración civil. Una parte nada desdeñable de estas formas del fascismo criollo se genera en actividades de delincuencia común -el narcotráfico, el contrabando y similares- pero siempre como un instrumento real o potencial de la derecha. Poner fin a la llamada “guerra contra las drogas” restaría la mayor fuente de financiación de estos grupos paramilitares y crearía posibilidades para dar una solución al problema. Mucho más complejo será para la izquierda terminar con los grupos armados que son instrumento directo de los terratenientes, ganaderos y empresarios de la agroindustria y la gran minería, pues la izquierda debe no solo impulsar una profunda reforma agraria sino cambios substanciales en el modelo actual que enfatiza en la exportación de materias primas. O sea, tiene que afectar intereses claves de la gran burguesía. La defensa del mercado nacional supone así mismo una lucha frontal con el contrabando, igualmente vinculado con estas formas de acción armada ilegal. Un proyecto de desarrollo nacional de nuevo tipo, uno que priorice el mercado local y se proponga de inmediato la soberanía alimentaria y la industrialización -aunque sea dentro de los modestos márgenes de un nuevo desarrollismo-, va a afectar igualmente intereses claves de la clase dominante no menos que de sus aliados extranjeros que no tendrán limitaciones para impulsar esas formas de fascismo criollo tan típicas de la región.
Pero sin duda el mayor desafío de la izquierda es reducir todo lo que sea posible el apoyo efectivo de ciertos sectores populares al proyecto de la derecha. Antaño fue la Iglesia católica, el agente decisivo en la manipulación de los sectores menos educados políticamente. En no pocos lugares la Iglesia católica controlaba sobre todo ciertos sectores campesinos asegurando no solo un enorme contingente de votos sino su activa movilización en favor de la oligarquía tradicional. Pero los procesos de urbanización no solo han restado mucho el porcentaje de población campesina sino que el párroco conservador y reaccionario de pueblos y aldeas se ha quedado sin feligreses que movilizar. Sin embargo, el lugar de aquellos párrocos de antaño lo cubren hoy miles de pastores de las más raras tendencias del llamado pentecostalismo, una versión muy retardataria y premoderna de la doctrina cristiana. Muchas de esas organizaciones funcionan como sectas que en algunos casos consiguen movilizar millones de votos (no solo en Brasil) en favor de un discurso de la ultraderecha sino que también pueden fomentar acciones ilegales de diverso tipo destinadas a conseguir golpes de Estado y objetivos semejantes. Políticas sociales de cierta contundencia en áreas como la salud, la educación, la vivienda y el empleo dan sin duda argumentos muy sólidos a un gobierno de progreso para disminuir esos adoctrinamientos de los sectores afectados y restar al fascismo criollo uno de sus apoyos populares. Si no todas esas tendencias nuevas del cristianismo, al menos muchas de ellas resultan financiadas por entidades de Estados Unidos y no sorprende entonces que su discurso coincida con los intereses de Washington.
La gran burguesía puede rondar el 1 % de la población de estos países, pero mediante diversos métodos consigue agrupar a su alrededor porcentajes nada desdeñables, tal como puede comprobarse en tantos países de la región. En casos como el de Chile y Argentina, hasta se permiten un discurso abiertamente fascista; y en Colombia, sin ir más lejos, ya desfilan exigiendo dar un golpe de Estado. Son minoría, pero aprovechan para avanzar el alto nivel de desunión de las fuerzas de progreso no menos que los errores evidentes de los líderes y partidos de la izquierda.
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