
POR JUAN TORRES LÓPEZ
Un año más, los medios de comunicación anuncian que la Academia Sueca ha concedido el Premio Nobel de Economía, en esta ocasión a Daron Acemoglu, Simon Johnson, ambos profesores del Massachusetts Institute of Technology (MIT) de Estados Unidos, y a James A. Robinson, de la Universidad de Chicago.
Los tres son extraordinarios académicos, de gran prestigio, y autores de obras de gran influencia, pero eso no quita que ese premio sea un fraude y que el modo en que se concede confunda a la gente, dando a entender que sus autores defienden tesis que deben considerarse científicas y fuera de duda.
Es un fraude porque no puede hacerse mención a Alfred Nobel. Como expliqué en mi libro Econofakes. Las 10 grandes mentiras económicas de nuestro tiempo y cómo condicionan nuestra vida, Nobel conocía perfectamente el desarrollo de la economía de su tiempo y no quiso que esa disciplina fuera honrada con el premio que instituyó. Con toda seguridad, porque era consciente de que se trataba de una rama del saber incapaz de proporcionar verdades científicas como las otras a las que quiso premiar legando para ello su gran fortuna.
El premio lo instauró el Banco de Suecia en 1968, precisamente cuando enfrentaba sus tesis neoliberales a las socialdemócratas del gobierno sueco, tal y como comenzaba a suceder en todos los demás países. Haciendo creer que se trataba de un Premio Nobel, lo que se buscaba era que la gente creyera que las tesis econ?ómica y la guerra, es necesario adentrarse en las profundidades de los mecanismos de un sistema que sumido en sus contradicciones, como una cuenta atrás, lleva la autodestrucción programada desde su origen.
El desarrollo (mantenimiento) del capitalismo exige una “reproducción a escala ampliada”. Esto es posible solo incrementando la productividad constantemente, lo que se realiza preferentemente aumentando la eficiencia tecnológica de las máquinas y los equipos que en manos del trabajo forman el capital productivo de las empresas.
El problema del incremento de la productividad (más mercancías en el mismo tiempo), es, que en lugar de incrementar el valor de cada unidad, lo disminuye, con lo que precisa en el nuevo ciclo, producir más todavía para compensar esa desvalorización. Al final, y de forma progresiva, la relación de capital constante (maquinaria, edificios, materias primas…) con el capital variable (mano de obra) aumenta, perdiendo paulatinamente la capacidad de generar nuevo “valor”, algo que solo la fuerza de trabajo de obreros y obreras consigue.
Esto devenga en sobreacumulación y la tasa de ganancia (porcentaje de retorno de la inversión) disminuye tanto que lastra la masa de ganancia (cantidad total ganada). Se paraliza la inversión, puesto que no garantiza más beneficio y se produce así una crisis.
Durante las crisis, las mercancías no encuentran “salida”, el valor no se realiza con la venta, se interrumpe el proceso de circulación. Las compras y las ventas están inmovilizadas y el capital se inactiva y permanece ocioso. Las empresas más débiles se arruinan, aumenta el desempleo y el “ejército de reserva”. Como efecto, la fuerza de trabajo se paga por debajo del valor. Las empresas victoriosas absorben o compran a las quebradas a precio de saldo. La centralización de capitales se acelera y se preparan las condiciones de un nuevo ciclo de acumulación, gracias a que los capitales devaluados, paralizados o destruidos hacen bajar la relación capital constante/capital variable, con lo que la tasa de ganancia aumenta y así la masa de beneficio incita a la inversión de nuevo. Hasta la siguiente fase recesiva que será más devastadora que la siguiente.
“Gran parte del capital nominal de las empresas, es decir, del valor de cambio del capital existente, queda destruida para siempre, aunque esta destrucción, puesto que no afecta al valor de uso, pueda alimentar la nueva reproducción. Es en estos momentos cuando el que dispone de liquidez se enriquece a costa de los capitalistas industriales” (Marx. El Capital T. III).
Hay momentos en la historia en que esta vía de escape no es posible, que la devaluación de capitales por la propia crisis, por una conjunción de factores, no es suficiente para iniciar un nuevo proceso de acumulación.
Algunos pronosticaron el fin de la Gran Depresión en 2014, otros tras la salida de la Covid, pero los datos arrojados desde 2019, la inflación tras la reapertura de los mercados, la contracción del comercio mundial nos indican otra cosa. Por ello, es necesario una destrucción de grandes dimensiones que haga borrón y cuenta nueva.
¿Qué intereses se esconden tras la guerra?
El capitalismo nace “chorreando sangre y lodo, por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies” (K. Marx) y morirá de la misma manera a la vista de una actualidad que avanza día tras día hacia un belicismo manifiesto, cerrando así un círculo de violencia, terror y destrucción.
Acertadamente, Engels en la obra Anti-Dühring, apunta que “el poder, la violencia, no es más que un medio, mientras que la ventaja económica es el fin”.
La industria armamentística
En muchas ocasiones se argumenta que el incremento del militarismo, de los gastos en armas por parte de los estados es en sí misma, la razón fundamental de la escalada bélica y causante de la guerra. Un “lobby” económico con poder suficiente como para enriquecerse y a la vez, estimular la actividad económica y generar riqueza.
Es cierto que, en una primera instancia, la industria del armamento, es capaz de generar mercancías que no solo incorporan el valor encerrado en las máquinas y materias primas que utiliza, sino que, además, a través de la explotación de las obreras y obreros, genera un plusvalor que ayuda al proceso de acumulación.
Además, junto con la industria propiamente encargada de la creación de armamento aparecen otras complementarias o accesorias que deben proveer de insumos a esta industria. En ellas, también se genera plusvalor puesto que están en la esfera de la actividad productiva.
El total del gasto militar mundial creció un 0,7 % en términos reales en 2021, y superó los dos billones de dólares según Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI). Con la guerra de la OTAN en Ucrania contra Rusia, el genocidio al pueblo palestino, la escalada bélica en Oriente Próximo y las perspectivas de nuevos frentes (Sahel, Pacífico), la inversión está asegurada, porque depende de una ganancia que los estados occidentales han decidido prescribir.
Sin embargo, hablamos de una industria altamente tecnificada. Es decir, el elevado grado de automatismo implica una baja relación de mano de obra con respecto a otras ramas de actividad. Un conocido estudio realizado en 2007 por Robert Pollin y Heidi Garrett-Peltier, del Departamento de Economía de la Universidad de Massachussets comparó la repercusión en el empleo de la industria militar vs. otras industrias. Concluyó que una inversión en el sector sanitario o en la rehabilitación de viviendas generaría un 50 % más de puestos de trabajo que el sector militar. Si se realizara en el sector educativo o en el transporte público serían más del doble.
Teniendo en cuenta la fecha del estudio y la rápida incorporación tecnológica al sector, debemos entender que el incremento del capital constante frente al variable, en esta rama industrial debe ser más que notable.
Estos mismos recursos destinados a otro tipo de industria (infraestructura, agroalimentación…) generaría un mayor plusvalor. Pero el capitalismo no se plantea el bienestar de la mayoría social ni cubrir sus necesidades. Tampoco su bien corporativo o de clase. En el capitalismo se da una lucha fratricida entre capitalistas individuales para apropiarse de forma privada del plusvalor socialmente generado.
Otro elemento a considerar es que las principales empresas productoras de armas están distribuidas geográficamente de forma desigual. Esto implica una trasferencia d?micas en ascenso que se irían premiando eran verdades científicas que había que acatar como tales, y frente a las cuales, por tanto, no había alternativa.
Es cierto, no podía ser de otro modo si se quería tener algo de credibilidad, que también se ha concedido en varias ocasiones a economistas enfrentados con más o menos matices al paradigma neoliberal. Pero la inmensa mayoría de los premiados son economistas (muy en masculino, por cierto) que defienden las teorías y políticas que han beneficiado a las grandes corporaciones y a las finanzas, produciendo la mayor concentración de riqueza y poder en pocas manos de la historia humana.

El premio de este año se ha concedido a los tres economistas mencionados, según el Banco de Suecia, por sus estudios sobre cómo se forman las instituciones, por haber demostrado su importancia para la prosperidad de los países, y cómo «las sociedades con un Estado de derecho deficiente e instituciones que explotan a la población no generan crecimiento ni cambios para mejor».
En sus diversas obras, estos tres economistas sostienen la idea de que hay instituciones buenas que son las que motivan a las personas a volverse productivas: la protección de sus derechos de propiedad privada, la aplicación predecible de sus contratos, las oportunidades de invertir y mantener el control de su dinero, el control de la inflación y el intercambio abierto de divisas. Aunque, sin embargo, afirman que no son esas instituciones económicas las fundamentales para determinar si un país es pobre o próspero, puesto que su existencia depende y viene determinada por la política y las instituciones políticas.
La tesis es, sin duda, fundamental, aunque no muy novedosa en realidad, puesto que ya fue intuida o incluso desarrollada por los grandes economistas clásicos, incluso del siglo XVIII, como Adam Smith. Y, desde luego, muy importante a la hora de formular políticas económicas.
¿Por qué dije al principio, entonces, que se trata de un premio que nuevamente vuelve a confundir a la gente, haciéndole creer que la Economía es una ciencia y que los economistas premiados defienden verdades indiscutibles?
Sencillamente, porque las principales tesis que han sostenido Acemoglu, Johnson y Robinson, así como sus resultados y conclusiones de política económica han sido ampliamente criticadas y puestas en duda por otros muchos economistas. Y galardonar a una sola de las interpretaciones da a entender que esa es la versión científica y, por tanto, la que se debería poner en práctica.

Cualquier persona que tenga interés en conocer esas críticas puede encontrarlas fácilmente en internet y yo no puedo dedicar este comentario, necesariamente breve y de actualidad, a desarrollarlas con detenimiento.
Me limitaré, pues, a señalar de la forma más sencilla posible las más importantes que se le han hecho, para que cualquier persona entienda que, efectivamente, las tesis de estos tres economistas no son, ni mucho menos, verdades absolutas.
Ha sido criticado que sus estudios se han centrado en las instituciones formales, dejando a un lado expresamente a las informales que tienen que ver con la cultura. De hecho, fue precisamente otro premiado por el Banco de Suecia, Douglas North, quien subrayó que estas últimas (“encarnadas en costumbres, tradiciones y códigos de conducta”) tienen un papel tanto o más importante que las formales para generar desarrollo económico.
Se critica también que estos tres autores establecen una relación de causa-efecto (buenas instituciones producen crecimiento y desarrollo económico) que no demuestran que se dé siempre en el mismo sentido. Se les critica que no presentan ningún argumento concluyente que permita sostener que los resultados finales se lograron porque los Estados establecieron primero derechos de propiedad estables y buena gobernanza, de los que luego brotó el desarrollo. Se les argumenta que las mismas evidencias que aportan podrían usarse para sostener que primero se dispuso de recursos y de ahí pudieron nacer las instituciones. Se ha dicho, por eso que Acemoglu, Johnson y Robinson elaboran su teoría como si las instituciones aparecieran al azar o de la nada.
Por el contrario, muchos economistas han mostrado que es más realista sostener que la relación entre las instituciones políticas y económicas es, en realidad, bidireccional.
También se pone en cuestión su tesis según la cual las instituciones son el resultado de la elección colectiva. Algún economista ha señalado que es difícil aceptar la suposición de que el orden institucional en los regímenes autoritarios, y especialmente en los totalitarios, lo sea.
Se critica también que los economistas premiados este año se hayan centrado casi exclusivamente en subrayar el fuerte impacto beneficioso de las instituciones del capitalismo, soslayando el papel de los fallos del mercado o el papel del sector público para resolverlos y promover el desarrollo, tergiversando en algún caso la historia de algunas economías. Se les ha criticado que sistemáticamente minimizan el papel de la política industrial y de un Estado activo como factor de despegue y progreso económico.

Las derivaciones de política económica de las tesis de estos recién galardonados también han sido cuestionadas. Y, sobree riqueza de los países consumidores a los productores. El militarismo solo enriquece a la facción más rica del capitalismo y empobrece a la más débil.
Además, la producción de armas no se incorpora nuevamente en el siguiente ciclo de producción, ni como medio de producción ni de subsistencia para la clase trabajadora.
Con ello, debemos concluir que la industria armamentística genera un enriquecimiento rápido a determinados capitalistas individuales, pero el conjunto del sistema se resiente y a la larga hace bajar la tasa de beneficio y acelera la sobreacumulación de capitales. Es decir, no soluciona el problema “global” del capitalismo.
Valor de uso vs. valor de las armas
Ante la crisis pertinaz, la que hace peligrar la subsistencia del propio sistema, el capitalismo se debe “olvidar temporalmente” de los valores de las mercancías producidas en esta rama económica y se aferra a su valor de uso como único elemento que puede revertir su camino al derrumbe: la destrucción a través de la guerra. Esa es la usabilidad del armamento.
La apropiación o desposesión de riqueza, la conquista territorial, la rapiña de materias primas o energía; el aseguramiento, control de infraestructuras y rutas comerciales o destrucción de la competencia y la reconstrucción, la conquista de nuevos mercados… Todo esto genera un alivio a la imposibilidad de valorización del capital que es, sin duda, el problema central con que se enfrenta el capitalismo a lo largo de su historia y que con el avance del tiempo y ciclo tras ciclo, se va evidenciando cada vez más.
El imperialismo se expresa así, en su faceta más violenta, la de la guerra al servicio de la acumulación de capital. Y en última instancia la destrucción de Capital para que el ciclo pueda reiniciarse de nuevo.
Es fundamental recordar que el capitalismo, en sus entrañas, en su ADN, lleva la barbarie por bandera. Que en estos momentos en los que la humanidad se juega su propia supervivencia y la del planeta, es vital, hacer un esfuerzo por entender que la Guerra, no es algo consustancial al ser humano, sino que forma parte de intereses particulares, a veces complejos y ocultos.
Actualmente, no es posible la dicotomía “guerra sí” o “guerra no” dentro del capitalismo. La guerra es una necesidad vital y como tal, acontecerá. No existen más que dos caminos: el de la connivencia con un sistema que agoniza y se torna cada vez más violento o el de la ruptura buscando vías emancipatorias para la humanidad entera, la apuesta al Negro futuro del capitalismo frente al Rojo de la razón, la humanidad y la vida.