La impronta del diablo en la mitología del progreso

POR JULIO CÉSAR CARRIÓN CASTRO

A pesar de considerar la plena validez del pesimismo ilustrado como única opción para comprender la catástrofe inscrita en este capitalismo tardío que aún nos avasalla y oprime, asumo plenamente la legitimidad del “principio esperanza”, más allá de las vicisitudes, del desorden social, de la vigilancia, del control y del castigo que nos imponen los torpes que gobiernan, superando los razonamientos y destrezas de rebaño, del uniformismo, de la monotonía y de esa permanente incertidumbre que nos  acorrala, continúo creyendo, en todo caso, en la “eficiencia del fracaso” y en la validez de la utopía…

Dentro de ese contexto, deseo participarles, precisamente, como  acercamiento a ese oximoron que es la vida, una breve presentación de mi libro: La impronta del diablo en la mitología del progreso.

Mentalidad burguesa y razón occidental

Seguro de que el diablo ya no ocupa el lugar privilegiado que tenía antaño, pero entendiendo, además, como lo expresara Paúl Valéry en su obra teatral “Mi fausto”, que “el mal es bueno para todo”, también yo, desligado de toda intención confesional o evangelizadora, -máxime ahora que empezamos a reconocer la “muerte de Dios” que anunciara “el loco” de Nietzsche en su Gaya ciencia-,  me he atrevido a servirme de uno de los más fuerte protagonistas espirituales del mítico drama universal montado alrededor de la existencia humana: El Diablo, ese antagonista fundamental de Dios; la figura que en la historia de Occidente ha encarnado, representado y simbolizado al “mal”, como opositor de todo lo bueno, justo y verdadero. Ese diablo que ha tenido relaciones con todo el mundo, ese diablo que todo lo altera y modifica, ese diablo que siempre triunfa, porque, invariablemente, “todo candor muestra una esperanza de inmundicia” y lo que supuestamente hacemos bienintencionadamente, “él” lo manipula, tergiversa y enmaraña. En fin, el diablo no es más que una subjetiva y sugestiva “explicación” de muchas cosas y acontecimientos…

En este penoso confinamiento en que irremediablemente estamos atrapados -mucho antes de la temida pandemia-, debido a la decadencia y a la catástrofe a que nos han conducido los variados proyectos de “bienestar” y de “progreso”, ensayados por distintas corrientes políticas y religiosas, he terminado por entender lo que desde hace ya tanto tiempo nos señalara Don Francisco José de Goya y Lucientes: que efectivamente, “el sueño de la razón produce monstruos”, y estos monstruos, que no nos abandonan, nos han contagiado penosamente por  el autoritarismo, el despotismo, la prepotencia, la ambición y el abuso de unos dirigentes, tanto religiosos como políticos, que han sabido actuar como arrieros, repito, en este enigmático oxímoron de unas muchedumbres irremediablemente infectadas de soledad, de angustia, de subalternidad, de fútbol y de abandono. Estos jefes y caudillos han sabido enmascarar sus patologías y sus intenciones, presentándolas engañosamente como complicadas abstracciones teóricas, sensatas y sofisticadas en favor de la humanidad, pero que realmente han significado terribles y hasta criminales, rupturas con la realidad, con la cordura y con la sociedad. Teorías y propuestas que han conducido a las más extrañas empresas, de rencor, de odio y de codicia. Sin embargo tenemos que certificar también, que simultáneamente a dichas propuestas, vindicativas, escatológicas y utópicas, hemos conocido, asimismo, los singulares eventos, peripecias y hazañas que en su momento, y de manera genial, nos propusieran grandes escritores, como Cervantes o Goethe, autores de inmortales personajes como Don Quijote o Fausto, por ejemplo, poseídos y habitados irremediablemente por esas míticas figuras del drama universal: Dios y el Diablo, tan cotidianamente inscritos en todos sus quehaceres y aventuras.

En esta rueda de la fortuna que es la vida, hay situaciones imprevistas, inexplicables y hasta enredos cotidianos que, más allá de todo principio de realidad y de toda regulación racionalista, solemne, normativa, en que siempre se termina por culpar al diablo o a sus huestes infernales; nos sentimos compelidos a restablecer las fantasías demoníacas, en favor de la propia cordura.

Todo ello no solo manteniendo las viejas convicciones medievales que asumían la vida como un constante combate, o juego, entre las fuerzas del “bien” y las del “mal”, sino, incluso por divertimento, por perseverar en esa condición de homo ludens que nos certificara Johan Huizinga, porque, a fin de cuentas, toda cultura surge del juego. La lúdica, el principio de placer como base de la existencia humana, nos lleva aceptar como valiosas e incuestionables, las tesis y los planteamientos de esos “locos”, los goliardos, los mejores filósofos del vitalismo pragmático que, precisamente desde la rigurosamente seria Edad Media, instauraron el más efectivo desprecio al miedo al diablo, y a todos sus secuaces, así como a toda respetabilidad, discreción, formalidad o dignidad, estableciendo el juego, el erotismo, la taberna, la ebriedad, las “diabluras” y la burla, como los más auténticos fundamentos de la vida en sociedad.

Este es el sentido que doy a mi libro La impronta del diablo en la mitología del progreso. -Mentalidad burguesa y razón occidental-, que Mar y Tierra Ediciones en su colección Vendaval, publicó en Chile.

La idea es que, quizá después de conocer todo esto, y entender que es imposible superar nuestra “larga miseria”, prescindiendo totalmente de la maldad humana, volvamos, arrepentidos, a implorar de nuevo a Satán y a todas sus fuerzas infernales la necesaria resurrección, la renovación de la muerta esperanza, esa hija bastarda del miedo y de la muerte.

¡Ayúdanos Satán: “Tú, que, vencido, siempre te yergues más robusto”!…

Amén.

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El final del mesianismo

Dante Alighieri, en el Canto Tercero de su Comedia, dice haber visto sobre la puerta del infierno una inscripción en letras negras que le llenó de espanto y de pavura. Escrito que concluía con esta terrible sentencia: “Renunciad para siempre a la esperanza”. El infierno, que según Enzo Traverso “designaba una condición que trascendía la vida terrestre”… Esa imagen dantesca del infierno, que habita nuestra cultura desde la Antigüedad y que fuera “asumida como referencia paradigmática de la definición del mal”, ya se evoca comúnmente como símil de la deshumanización vivida bajo los regímenes fascistas; y se ha comparado el Estado nazi, y sus campos de concentración y de exterminio, con un “infierno organizado”, como lo llamó Eugen Kogon.

Pero no es solo la condición de Auschwitz y del llamado Tercer Reich lo que puede compararse con el infierno en nuestras modernas sociedades. El infierno y la muerte están presentes -siempre han estado- en las diversas formaciones políticas y sociales del capitalismo, en las variadas formas de organización política y económica de las sociedades burguesas; en la razón instrumental que les guía; en su ciencia sin conciencia; en su ética laboral; en su fordismo, en el taylorismo; en la pretendida neutralidad valorativa de sus instituciones.

Después de los campos de exterminio, los programas nazis de eutanasia las fábricas de muerte como Auschwitz; luego y de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki; de las purgas, masacres y hambrunas del estalinismo, del genocidio francés en Argelia; del terrorismo belga sobre el Congo; del horror norteamericano en Vietnam; de Pol Pot en Camboya; de los crímenes sionistas en Sabra y Chatila, y las constantes masacres en Palestina, etcétera; podemos entender que el «mal se ha cotidianizado, se ha vuelto habitual, consuetudinario.

Además, en nuestras sociedades consumistas las fronteras entre el bien y el mal se han desvanecido, bajo el imperio de la psicología de masas, la pérdida de la individualidad y en general, de toda autonomía, con individuos tan corrientes como Adolf Eichmann -incapaces de distinguir entre el bien y el mal- pero monstruosamente obedientes. Después de vivir y padecer esa asiduidad del mal, tenemos que entender definitivamente que la maldad no tiene orígenes infernales, demoníacos, sino que es algo terriblemente humano y “normal”; descubrir, con Joseph Conrad, que el horror es burocráticamente habitual y que “el corazón de las tinieblas” está inscrito en la propia estructura de las contemporáneas sociedades y que no es posible ya la salvación, por lo que debemos aprender a vivir sin esperanza, bajo la indeleble marca del infierno… en la Tierra.

De La impronta del diablo en la mitología del progreso. Página 166.

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«¡Oh, Satán, el infierno es demasiado dulce!»

(Prólogo del libro)

POR PEDRO GARCÍA OLIVO 

Poderosa metáfora, la del demonio. Durante siglos sirvió a los defensores del status quo para designar todo lo socio-políticamente perturbador, para señalar los motivos de la inquietud en la cultura, de la alarma en la ciénaga de la civilización. Asociado al pretendido horror de lo diabólico, a la supuesta malignidad de los seres poseídos por Satán, se desarrolló el muy manifiesto horror de la tortura y la muerte administradas. Desplegar sobre los insumisos o los meramente revoltosos el terrible poder adjetivador de lo demoníaco se conviritió en la antesala del encierro, del suplicio y de la ejecución. A nadie se le ocurriría, entonces, exhibir símbolos o índices de lo satánico para forjar una identidad o un orgullo de fracción disidente, disconforme, transformadora…

Pero pareciera que el demonio cambió de bando… Hasta la Modernidad, y en especial bajo la Edad Media, se ubicó al lado de los oprimidos, de los explotados, de los perseguidos, de los insurrectos, de los libertarios y de los libertinos… En el bando de los de abajo y del descontento, entre los marginados y los marginales, se hallaban las brujas, los aquelarres, los pactos diabólicos… Desde la Modernidad, y particularmente en la Edad Contemporánea, el Demonio, podría decirse, «toma el poder». Carrión Castro nos muestra la índole demoníaca, siniestra, horrorosa, de los proclamados altos valores de la civilización occidental y de su mística del Progreso; revela cómo todo el campo de lo socio-histórico, desde la economía capitalista a la cultura burguesa, pasando por la política democrática, se fue inficionando de infierno, de azufre, de tinieblas, de submundo. Y el diablo, encumbrado, gobernará de hecho, sancionará leyes, dictará sentencias, dirigirá empresas, inspirará la pluma de los pedagogos, como anotó Baudelaire, regirá universidades… Cuando ya nadie persigue al Demonio, porque su partido es ahora precisamente el de los perseguidores; cuando lo satánico deviene al fin «civilidad» y «organización», surgirán gentes gustosas de cobijar su contestación, su desacuerdo, bajo simbologías diabólicas, convirtiendo a Satán o a las brujas en iconos de la resistencia…

«Pareciera que el demonio cambió de bando», decíamos. Porque, en sus desarrollos finales, la indagadora obra de Carrión Castro sugiere que no fue exactamente así, que Lucifer no pasó sin más de abajo a arriba, del margen al centro, de la anti-política a la política… Julio César Carrión, extrañado amigo que durante tanto tiempo dirigiera el Centro Cultural de la Universidad del Tolima, en Colombia, en los últimos capitulos de su ensayo casi llega a sostener algo profundamente desestabilizador, estrictamente conmocionante, difícil de admitir en los conventillos paralizados y paralizantes de la vieja razón política europea, esa racionalidad política añosa, y aun así hegemónica, que nos encerró en la comedia bufa de las urnas y en el sopor indescriptible de las protestas domesticadas: acaso ya no haya «bandos», quizás ya no existan poderes infernales que sojuzgan mediante el terror a unas poblaciones acunadas en la inocencia… El diablo, que es una ficción perfectamente determinada en sus rasgos caracteriológicos y en sus modos de obrar, se parece demasiado al sujeto civilizado de las sociedades democráticas occidentales: las gentes de esta formación social, expansiva y exterminista, hallan en él su metáfora de excepción y su retrato más fidedigno. Una metáfora que es nuestro retrato…

Si el fascismo clásico, alemán e italiano, expresando la verdad de la cultura occidental, señala la cima del horror histórico; si el llamado «principio de Auschwitz» se ha extendido por las lógicas de tantas instituciones privadas y públicas, es porque, de algún modo, aquella modalidad de gestión del espacio social y esta metodología  de la aniquilación de la diferencia contaron con la aprobación de las gentes «normales», «corrientes», de las personas como nosotros. El aliento de la ciudadanía es ya el del diablo, lo demoníaco nos constituye, nuestra voluntad y nuestro deseo son instancias infernantes… Títulos como ‘Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el holocausto’, de Daniel Goldhagen, o «Aquellos hombres grises», de Christopher Browning, lo sugerían desde hace tiempo. También se desprendía de los estudios de Hanna Arendt sobre ‘la banalidad del mal’ y de las palabras adoloridas y abrumadoras de Primo Levi a propósito de los carceleros de Auschwitz, que identificó, no como monstruos, sino como meros funcionarios: «Seres humanos medios, medianamente inteligentes, medianamente malvados; salvo excepciones, no eran monstruos, tenían nuestro mismo rostro».

Que las ciudadanías de las sociedades democráticas occidentales aparezcan hoy como agentes fundamentales de la reproducción del demofascismo bienestarista; que el Sistema capitalista, etnocida y ecodestructor, se haya encarnado en nosotros, se haya hecho cuerpo, sangre, disposición de la subjetividad, naturaleza de nuestros nervios; que nuestras vidas hayan sido sistematizadas por completo, de arriba a abajo y de lado a lado; que el productivismo y el consumismo, reglando cada jornada, organizando todas las horas del día, acaricien nuestros sueños con el mimo de una madre loca, es como decir que el demonio somos todos, que el infierno es donde estamos, que los anhelos de las gentes, sus más caros deseos y sus más firmes propósitos, están hechos de la materia del diablo…

Mera metáfora, puesto que no existen ni Dios ni el Diablo. Pero es para decir, de otra forma, en qué nos convirtieron el progreso histórico de la Razón, el triunfo progresivo de la Ciencia y de la Técnica, la civilización secular de las costumbres, la entronización planetaria del Humanismo, la alfabetización y escolarización universales, el crecimiento «global» de la economía… Nos erigieron en seres capaces del horror, aptos para reanudar y profundizar sin temblor el principio de Auschwitz; seres, por tanto, insuperablemente dignos de temer.

«¡Oh, Satán, el Infierno es demasiado dulce!», gritó Eskorbuto en una canción…

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