POR JAIRO ESTRADA ÁLVAREZ* /
La presencia actual de gobiernos denominados progresistas en varios países de Nuestra América denota que estos pueden ser leídos dentro de una línea de continuidad de la trayectoria del proceso político iniciada en el fin del siglo pasado, al tiempo que expresan nuevas condiciones producto de más de dos décadas de intensificación de las disputas por la (re)configuración de las relaciones de poder en el ámbito nacional-estatal y en la dimensión geopolítica regional. Tales condiciones evidencian que no ha sido posible consolidar de manera estable una senda del cambio estructural y la transformación social conducente a la superación de la forma capitalista neoliberal predominante, y más allá, a la habilitación de condiciones políticas, sociales, culturales y ambientales para procesos de transición hacia la negación misma del capitalismo como formación social.
En este texto se pretende hacer énfasis en los cambios ocurridos desde el fin de siglo XX, momento en el cual se exhiben las tendencias a la crisis de la hegemonía imperialista y de las clases dominantes de la Región, luego de la implantación –a lo largo de la década de los noventa- de regímenes de democracia gobernable neoconservadora y el despliegue a plenitud de las reformas estructurales del llamado consenso de Washington.
En efecto, producto de las resistencias y las luchas, y de la movilización social y popular, así como de la disputa en contiendas electorales por parte fuerzas democráticas, progresistas y de izquierda de los espacios institucionalizados del poder, se produjo una bifurcación del proceso político, socioeconómico y cultural que la Región, en la que al tiempo que se apreció la continuidad de los regímenes de democracia gobernable, reforzados con políticas de seguridad y de excepcionalidad permanente, que incluyó la actualización del proceso de neoliberalización a través de las reformas “postconsenso de Washington” (con narrativas neoinstitucionalistas y de las teorías de la justicia), se evidenció la irrupción de proyectos políticos alternativos y su llegada a la posición de gobierno, que anunciaban en ese momento la impugnación del orden social existente, tanto en la dimensión regional, como en algunos espacios nacional-estatales.
Frente a la nueva situación objetivamente generada, lo que siguió fue el desencadenamiento de una intensa disputa que llevó a la exacerbación del conflicto social y de clase, comprendido éste en su dimensión sistémica. Se asistió a un cuestionamiento de la hegemonía imperialista y de las estrategias de dominación de espectro completo, así como al debilitamiento y la tendencia a la redefinición de la relación de poder existente, sobre todo allí donde se instauraron gobiernos alternativos; debe decirse, con alcances muy desiguales y diferenciados.
Llegar al gobierno no equivale a tomar el poder o redefinir de forma sustantiva las condiciones de la producción social del poder; las revoluciones no solo se declaran, se hacen; los procesos sociales no son lineales y ascendentes, están marcados por las idas y venidas, las vueltas y revueltas. La existencia de las nuevas condiciones señaladas se acompañó de una intensificación de la lucha de clases, más aún cuando su tendencia indicaba que (podía) estar en curso la interpelación radical del poder y la dominación capitalista de clase.
Al final de la primera década de este siglo, es indiscutible que se vivía un nuevo momento político-cultural en la región, en un contexto además, en el que el capitalismo atravesaba una de sus crisis más profundas, la crisis económica y financiera de 2008 y los años subsiguientes, con la que se exponían con toda fuerza sus límites sistémicos y civilizatorios en tanto se mostraban complejos entrelazamientos entre el régimen de acumulación financiarizada, el patrón energético sustentado en la energía fósil, la relación de depredación con la naturaleza y el cambio climático, la crisis alimentaria, y el despliegue de la llamada cuarta revolución industrial, entre otros. Al tiempo, que se reforzaba el intervencionismo y la tendencia a la militarización del mundo y de la vida social, en nombre de la llamada lucha contra el terrorismo.
Más allá de aspectos específicos, ese nuevo momento político-cultural, puso de presente en nuestra región, entre otros:
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Un quiebre de la narrativa del fin de la historia con la fórmula “democracia liberal más libre mercado”; introdujo de nuevo categorías y conceptos ocultados o menospreciados como capitalismo, imperialismo, lucha de clases, explotación, dominación, dependencia, soberanía, socialismo, revolución, entre otros. A lo cual se agregaron elaboraciones provenientes de los pueblos originarios sobre el modo de vida y el modo de producción. Y, en relación con lo anterior, la (re)apertura de discusiones sobre la crisis capitalista, la revolución, la transición al socialismo, los (re)diseños de la sociedad, la economía, la “Patria Grande”, etcétera. Todo ello, de un significado cultural indiscutible, pues se perfilaban procesos de mayor politización, frente al “desertificación” política y cultural impuesta por el proceso de neoliberalización.
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Una redefinición de facto de las relaciones de poder con los Estados Unidos, acompañada de políticas de integración y del diseño y puesta en marcha de una nueva institucionalidad nuestroamericana: la Unasur, el ALBA, la CELAC, contrapuestas a los intereses imperiales, interpelando las relaciones de dependencia; con lo que se buscaba además superar el unilateralismo y ampliar el campo de la política exterior que tendió a privilegiar el multilateralismo y la diversificación de las relaciones internacionales.
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La pretensión de realizar transformaciones sustantivas del orden social capitalista, especialmente en aquellos gobiernos caracterizados inicialmente como nacional-populares, la cual se expresó en la realización de procesos constituyentes, la expedición de nuevas constituciones, el control diferenciado sobre los recursos naturales estratégicos, la reorientación del “modelo económico” neoliberal, la redefinición parcial de las relaciones de propiedad, los intentos de la democratización del Estado y del régimen político, que incluyeron el reconocimiento e impulso a proceso organizativos y formas de democracia directa, autogestionaria, comunal, comunitaria.
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La ejecución de una política social orientada a la reducción de los patrones de desigualdad, del hambre, la miseria y la pobreza imperantes, a través de políticas y acciones que privilegiaron las redistribución social de excedente generado por efecto la extracción de recursos naturales, más que por cuenta de reformas que fortalecieran la tributación directa progresiva; manteniendo (y ampliando), al mismo tiempo, las ya existentes políticas asistencialistas.
Todo ello, visto de conjunto, produjo un nuevo “estado de ánimo” que en el sentir y el pensar, incluso desde la cotidianidad, indicaba que se estaba frente a una indiscutible inflexión de la tendencia histórica, de la cual se podía derivar que se encontraba en curso una “nueva época” de construcción colectiva de nuevos proyectos de sociedad, que llegó a considerarse como referente para los procesos emancipatorios a escala planetaria, lo cual brindaba de paso nuevas condiciones para el proceso no derrotado y en resistencia activa de la revolución cubana, sometido al asedio y el bloqueo continuo y sistemático por parte del imperialismo.
El eje de la rebeldía mundial contra el capitalismo tenía un lugar: el territorio de Nuestra América, sin desconocer procesos de revuelta social y popular que también se venían expresando en otros lugares del planeta, los cuales, sin llegar a ser gobierno, mostraron en todo caso que allí donde hay injusticia siempre está presente la posibilidad de la lucha y de la fuga.
La situación del momento político-cultural al final de la primera década de este siglo evidenció, no obstante, al mismo tiempo, conocidas enseñanzas de la historia. Llegar al gobierno no equivale a tomar el poder o redefinir de forma sustantiva las condiciones de la producción social del poder; las revoluciones no solo se declaran, se hacen; los procesos sociales no son lineales y ascendentes, están marcados por las idas y venidas, las vueltas y revueltas. La existencia de las nuevas condiciones ya señaladas se acompañó de una intensificación de la lucha de clases, más aún cuando su tendencia indicaba que (podía) estar en curso la interpelación radical del poder y la dominación capitalista de clase.
No se podía esperar que los Estados Unidos y las clases dominantes de la Región permanecieran inmóviles frente a la situación generada. Es cierto que en la fase inicial estuvieron a la defensiva, sin que pudiera observarse una respuesta coordinada y articulada, tanto en la dimensión transnacional, como en los espacios nacional-estatales. Empero, debe afirmarse, que desde un inicio se fue apreciando una férrea resistencia, que fue derivando en los propósitos de estructuración de una respuesta sustentada en la organización de bloques opositores, con contenidos neoconservadores y de derecha, que en su devenir se fueron decantando en algunos casos hacia proyectos políticos de derecha extrema, no siempre unificados por las disputas en su interior, los cuales fueron desarrollando diversos niveles de articulación con la estrategia injerencista e intervencionista de los Estados Unidos.
En las últimas dos décadas, de manera continua y sistemática, en diferentes momentos y situaciones, se han intentado producir cambios políticos regresivos por las vías hecho, a fin de inducir la reconfiguración del campo de fuerzas, y reconducir los procesos en curso a favor de los intereses imperiales y de las clases dominantes de la región. En todos los casos, a esas incontables intentonas se les ha caracterizado como procesos con propósitos de restauración de la “democracia”; especialmente en aquellos países definidos durante el gobierno de Trump, como el “eje del mal”, Cuba, Nicaragua y Venezuela.
Tales proyectos, además del apoyo abierto o velado de esa potencia imperialista, contaron con el respaldo de los gobiernos neoliberales de derecha que continuaban gobernando en la Región, especialmente en la cuenca del Pacífico (con excepción de Ecuador), los cuales se convirtieron en varios casos en lugares de organización y proyección de la resistencia e injerencia de la derecha, como lo muestra especialmente el caso de Colombia, principal aliado del imperialismo en la región. Debe decirse que esa resistencia, al tiempo que disputaba el espacio nacional-estatal, devino al promediar la década anterior en proyecto de dimensiones transnacionales. Además de los intentos continuados de “oxigenación” de la OEA, a la Unasur se le creó en paralelo Prosur; también se conformó el llamado Grupo de Lima. En todo caso es preciso destacar, que allí donde la derecha continuó gobernando, tal y como ocurría en toda la Región, también se asistía a una intensificación de las luchas y a una creciente movilización social y popular, impugnando la dominación de clase.
Las más de dos décadas que han transcurrido mostraron una ampliación y renovación de los repertorios de acción del imperialismo y de las clases dominantes de la Región, bien sea para propiciar derrocamientos o para lograr cambios de gobierno a su favor.
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Como lo demuestran los trabajos de la investigadora mexicana Ana Esther Ceceña, continuó el despliegue de la estrategia imperialista de dominación de espectro completo, que acentuó -donde era posible- los procesos de militarización para garantizar el acceso a recursos estratégicos y cumplir funciones de contención frente a procesos políticos definidos como amenaza para la “seguridad nacional” de los Estados Unidos.
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Se llevaron a cabo golpes de Estado, mediante acciones mancomunadas de los Estados Unidos, fuerzas opositoras de derecha “desde dentro” y de la derecha transnacional. Unos fallidos, como el golpe contra Hugo Chávez en 2002. Otros exitosos, como los realizados contra Manuel Zelaya en 2009 y Evo Morales en 2019. La estrategia de golpes exhibió nuevas modalidades respecto de las apreciadas en la década de 1970. Por una parte, se sustentó en la forma cívico-militar, la cual buscó ser dotada con el orden del derecho; por la otra, irrumpió y se fortaleció la modalidad del “golpe blando”, allí donde las instituciones de la “democracia gobernable” no reformada lo posibilitaban. Así se asistió a la destitución con arreglo a los marcos normativos constitucionales de Fernando Lugo (Paraguay) en 2012, Dilma Rousseff (Brasil) en 2016, y más recientemente Pedro Castillo en 2022 (Perú).
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Se impulsaron procesos fallidos de secesión o “balcanización” como la apreciada en Bolivia en 2008 en los departamentos orientales de la Media Luna; intentos similares se observaron en Venezuela en la década anterior desde estados con influencia opositora, buscando habilitar condiciones para la justificación de la intervención militar directa.
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Se ha promovido la intervención militar mercenaria, como la operación Gedeón contra Venezuela en 2020; la conformación de bandas armadas, como las “guarimbas” en Venezuela en 2014 y años subsiguientes, o la organización de levantamientos o revueltas orientadas “desde dentro” por fuerzas de derecha y provistas con vestimentos populares, como la intentona en Cuba en 2021. Todas fracasadas.
En suma, en las últimas dos décadas, de manera continua y sistemática, en diferentes momentos y situaciones, se han intentado producir cambios políticos regresivos por las vías hecho, a fin de inducir la reconfiguración del campo de fuerzas, y reconducir los procesos en curso a favor de los intereses imperiales y de las clases dominantes de la región. En todos los casos, a esas incontables intentonas se les ha caracterizado como procesos con propósitos de restauración de la “democracia”; especialmente en aquellos países definidos durante el gobierno de Trump, como el “eje del mal”, Cuba, Nicaragua y Venezuela.
Junto con lo anterior, se han llevado a cabo otro tipo de acciones de desestabilización, que se entrelazan con las ya mencionadas. Me refiero, por una parte, a lo que se ha denominado la “guerra económica”, especialmente contra Venezuela, que no es otra cosa que la extensión de la política del bloqueo practicada contra Cuba durante seis décadas. En ese caso, las pretensiones de derrocamiento de los gobiernos contrarios a los intereses de los Estados Unidos se amparan en socavar la macroeconomía, impedir la construcción de proyecto económico propio y generar malestar en la población, dados los impactos que se producen en la condiciones de vida de la población, el empleo, el ingreso, y el consumo por desabastecimiento, entre otros. Se trata de producir las condiciones socioeconómicas para “revueltas sociales”, que se sustenten en el descontento y en una vida cotidiana atravesada por carencias básicas. En la misma dirección deben comprenderse los llamados cercos diplomáticos, para reforzar el aislamiento internacional.
Por otra parte, se encuentran las estrategias comunicacionales, que, dado el cambio tecnológico, poseen en la actualidad posibilidades ilimitadas. En ese sentido, se trata tratado de una verdadera ofensiva cultural para construir las bases sociales del descontento, buscando organizarlas como fuerzas opositoras contra los regímenes existentes. Es el tránsito a un tipo de acción política fundamentada tanto en la anulación del espacio facilitada por las redes sociales como en la producción de realidades virtuales para “dirigir” la opinión, con base en algoritmos, el diseño de noticias falsas, la magnificación de unos hechos, la minimización de otros, insertándose en la tendencia mundial de degradación de la política a través de la exploración de sentimientos primarios, emociones, pasiones y odios. Esa estrategia corrosiva, sin duda ha producido rendimientos.
Los proyectos políticos de la derecha, incluyendo aquellos que gobiernan, se han tornado más ofensivos y agresivos. Sin desparpajo alguno, han desarrollado narrativas y prácticas de gestión gubernamental orientadas a la defensa radical del capitalismo, que representan una buena compilación del pensamiento neoconservador y neoliberal e incluyen variaciones del ideario fascista, articulándose con tendencias similares observadas en el capitalismo global. No han dudado incluso en superar los límites que exhiben los regímenes de democracia gobernable para sus propósitos, fortaleciendo tendencias al autoritarismo y valiéndose de las posibilidades que les brinda el “orden” del derecho vigente, acomodado a sus intereses.
También debe decirse que los repertorios aquí expuestos se han acompañado de la apropiación de tácticas que parecían de uso exclusivo de los sectores democráticos, progresistas y de izquierda. Me refiero específicamente a la movilización social y la disputa de la calle, a la denuncia sobre violaciones a los derechos humanos, a la organización de encuentros internacionales para producir opinión, entre otros.
Si se mira de conjunto, con configuraciones desiguales y diferenciadas, se ha asistido al desatamiento de un nuevo tipo de guerra, que los teóricos de las estrategias militares han denominado “guerra híbrida”.
La situación del presente nuestroamericano no es reductible en absoluto al accionar del imperialismo y de las clases dominantes. No puede ser vista como el producto exclusivo de una exterioridad o del ejercicio de la oposición dentro de los países.
Ella también se explica por la trayectoria histórico-concreta de los procesos de cambio observados en los primeros lustros de este siglo. Además de lo ocurrido en las diferentes experiencias, debe advertirse sobre los yerros en el análisis. Estos últimos, al privilegiar los impactos sobre la recomposición geopolítica en curso (en detrimento de la hegemonía de los Estados Unidos), desatendieron el análisis y la tendencia de las contradicciones dentro de los gobiernos, y en general, en los espacios nacional-estatales. La imposibilidad de encontrar una categorización común da cuenta de la complejidad de los procesos que se encontraban en curso; pero también de nuestras propias carencias. Gobiernos alternativos, gobiernos de izquierda, gobiernos de centro-izquierda, gobiernos nacional-populares han sido algunas de las definiciones dadas a los gobiernos. Se alcanzó a declarar equivocadamente el fin del neoliberalismo y la llegada de una nueva fase denominada “posneoliberal”.
En el presente, todo parece decantado hacia los conceptos difusos, ambiguos y a veces borrosos de “progresismo” y de “gobiernos progresistas”. Debe reconocerse que hubo cierto voluntarismo en el llamado pensamiento crítico, que se le dieron atributos a los gobiernos, que en muchas ocasiones ni siquiera sus propios liderazgos les otorgaban. De esa manera se contribuyó a producir expectativas no ciertas sobre los alcances y límites de las transformaciones en curso. Al no cumplirse, según el deseo construido, se produjeron tendencias a la desilusión. En ese punto, la responsabilidad no es (solo) de los gobiernos, sino de quienes han hecho los análisis.
Los procesos de cambio en su fase inicial coincidieron con una situación económica excepcional, derivada del aumento de los precios de los commodities en el mercado capitalista mundial, tal y como se observara en la primera década de este siglo. Esa situación, al tiempo que mejoró sustantivamente las condiciones del sector externo de la economía, convirtiéndolo en fuente significativa de la generación del excedente económico, contribuyó al mayor despliegue de un régimen de acumulación sustentado en la extracción de recursos naturales y energéticos, en el marco del proceso de financiarización del capitalismo global.
Por otra parte, generó unas condiciones que en el mediano y largo plazo afectarían negativamente los procesos de cambio, erosionando su legitimidad. En efecto, la financiación de gastos permanentes con ingresos transitorios derivados del carácter fluctuante y con tendencia a la baja de los precios de los commodities, generó una creciente presión fiscal, con tendencia a la crisis fiscal estructural, que afectaría la financiación de la política social y en general otras medidas y acciones estatales en diferentes campos de la vida social. Si se considera que la porción mayoritaria del consumo tendía a garantizarse con importaciones, es fácil suponer qué ocurre cuando baja de manera abrupta la capacidad de compra en los mercados internacionales por efecto de la caída de los precios de los bienes de exportación. Si a ello se le agrega la “guerra económica”, se arma un coctel explosivo, cuyos impactos sociales saltan a la vista. El caso de Venezuela representa el escenario más dramático. No hay que hacer grandes análisis para comprender que una cosa es el proyecto bolivariano con el barril de petróleo a 140 dólares; y otra, a 40 dólares y con producción en caída, como llegó a registrarse por momentos.
Si en las condiciones de los procesos de cambio, el peso de la economía deviene en determinante, y se está frente a economías de extracción con dependencia fuerte del mercado capitalista internacional, debe considerarse que los proyectos políticos que los impulsan poseen alta vulnerabilidad y problemas de continuidad en el largo plazo. Si el proyecto político privilegia la habilitación de condiciones para el mayor consumo, cuando estas no se puedan proveer, se producirá un debilitamiento de la legitimidad y una mudanza de sus bases sociales hacia “mejores ofertas”. Ello se apreció no solo en los gobiernos nacional-populares, (con menor intensidad en Bolivia), sino también los gobiernos llamados de centroizquierda.
El tránsito de los pobres a la “clase media”, financiado en buena medida con subsidios condicionados, no redundó necesariamente en el fortalecimiento del proyecto político. Cuando a esa “clase media” emergente no se le pudo sostener su nueva situación, parte de ella trasladó sus preferencias a los partidos de la derecha. Ahí se encuentra una de las raíces de la alternancia electoral más reciente; y también uno de los límites de esos procesos de cambio. Transformaciones sociales profundas no se hacen solo mejorando las condiciones materiales de vida y privilegiando el estímulo al mayor consumo; ellas requieren acompañarse transformaciones culturales, en las mentes y en el modo de vida y de producción.
La experiencia histórico-concreta de los procesos de cambio fue imponiendo la necesidad de la diferenciación. En efecto, en esa primera década del presente siglo se hicieron evidentes los “desarrollos geográficos desiguales”. Pese a los esfuerzos de homogenización, sobre todo cuando se aproximaba una perspectiva geopolítica, la tendencia específica de los procesos fue poniendo en evidencia que, si bien tenían rasgos comunes, se advertían diferencias notorias tanto en el alcance y los límites de los proyectos en los respectivos países, como en la manera como se concebía su lugar en la geopolítica regional. Tales diferenciaciones se explican por múltiples factores tales como las trayectorias de origen, la constelación de fuerzas sociales y/o las coaliciones o alianzas políticas que les sirven de soporte, el rol de los liderazgos políticos individuales, el peso del movimiento social y popular, la base económica, los “condicionantes” externos, la configuración del campo opositor, entre otros. A lo cual se adicionan, la ideología, el partido, movimiento o frente político que incide sobre la conducción del proceso, el programa, la estrategia y la táctica política, y los niveles de organización del movimiento social y popular.
Si el referente general era la condición de ser “gobiernos alternativos”, la pregunta lógica y obvia consistía en indagar: ¿alternativos frente a qué? La respuesta a esa pregunta llevó a la diferenciación. Ya avanzada la primera década se fue evidenciando que el difuso calificativo de alternativo podía comprender, por una parte, anticapitalismo o rasgos de anticapitalismo, y antineoliberalismo, o a rasgos de antineoliberalismo; bajo el supuesto de que impugnar el neoliberalismo no necesariamente conlleva la impugnación de la dominación de clase, sino más bien de la forma bajo la cual ella se ejerce. Y por la otra, que ese calificativo también se podía comprender bajo la lógica de “alternancia”, como opción de cambio dentro de los marcos normativos constitucionales existentes, sin pretensiones siquiera de reforma profunda. Esa misma diferenciación, lo es también con relación a los entendimientos de procesos de integración, del lugar geopolítico en la región y frente al relacionamiento con los Estados Unidos.
A lo anterior se adicionan los rasgos específicos de la gestión gubernamental, que al tiempo que mostraba resultados favorables en algunos ámbitos, también exhibía problemas y limitaciones, dentro de las cuales se encontraban en diferentes campos la falta de experiencia, insuficientes capacidades y experticias, ausencia de “cuadros técnicos”; e incluso la presencia de prácticas corruptas.
Por otra parte, tras el acompañamiento inicial de la muy importante movilización social, se advirtió la tendencia diferenciada al reflujo, el estancamiento y la cooptación, a la disminución del rol del movimiento social y popular y de sus procesos organizativos, y a la consecuente reducción del respaldo social, lo cual condujo en algunos casos al surgimiento de expresiones opositoras al interior de los procesos en curso e incluso a la división del campo popular. La configuración y el trámite de la relación “Gobierno-movimiento” ha denotado cuando menos evidentes dificultades y limitaciones.
Al promediar la década anterior, la configuración del mapa político de la región venía registrando cambios significativos, que condujeron a la tesis sobre el fin del ciclo de los “gobiernos alternativos”, que en ese momento ya eran caracterizados genéricamente y sin distinciones como “progresistas”, dado que -con contadas excepciones- más que una continuidad o profundización de las pretensiones del cambio político y social, habían transitado a posiciones defensivas de lo alcanzado o derivado en gobiernos de administración de las tendencias a la crisis capitalista.
Esa tesis, fundamentada en una especie de “naturalización” de los procesos políticos y sociales, fue rápidamente superada por el acontecer histórico-concreto, que evidenció que no se estaba frente al inicio de un ciclo de gobiernos de derecha, sino más bien frente a la continuidad de una intensa disputa política, escenificada en los respectivos espacios nacional-estatales y con proyección a la Región, en la que mayoritariamente ni los proyectos políticos entre tanto definidos como progresistas, ni los proyectos políticos de la derecha, lograban constituirse en hegemónicos y con proyecciones de larga duración. Ello explica por qué, en el pasado más reciente, al tiempo que se hubo derrotas electorales de proyectos progresistas que aspiraban a la continuidad (Uruguay (2019), Argentina (2023)), también se produjeron derrotas de la derecha que se encontraba en el gobierno (México (2018), Bolivia (2020), Perú (2021), Honduras (2021), Chile (2021), Brasil (2022), Colombia (2022), Guatemala (2023)). En algunos de estos últimos casos, tales derrotas estuvieron precedidas de movilizaciones y revueltas sociales, como en Chile y Colombia. En Ecuador, la derecha aseguró su continuidad en Ecuador (2023) y en El Salvador (2024).
Sin pretender avanzar hacia un análisis comparado, salta a primera vista la modificación de las condiciones actuales respecto de aquellas observadas en la primera década del siglo, particularmente en lo que concierne a la impugnación del orden social capitalista y al cambio político y social. En lo esencial, se ha transitado de una posición relativamente ofensiva, hacia escenarios de resistencia activa o más defensivos, incluso -en algunos casos- de “administración” de las manifestaciones de la crisis capitalista. Lo cual se expresa tanto en los rasgos que asumen los actuales gobiernos progresistas, caracterizados por la mayor moderación, como en la misma dinámica de las luchas sociales y de clase y, en general, en los contenidos y alcances de la movilización de las clases subalternas, que no ha excluido en todo caso importantes experiencias de revuelta social y popular, de crítica sustantiva al orden social vigente.
También se aprecia la exploración de nuevos caminos para enfrentar -con base en las condiciones de posibilidad existentes en los espacios nacionales- los problemas persistentes y acentuados de injusticia social, desigualdad y concentración escandalosa de la riqueza, ausencia o déficit de democracia, relacionamientos destructivos con la naturaleza e impactos del cambio climático, relaciones estructurales de dependencia, procesos de integración regional, entre otros. Todos ellos, ocasionados por el modo de vida y de producción capitalista imperante en la Región, generando efectos de diversa índole y naturaleza sobre las condiciones de vida y existencia de la población trabajadora de la Región, la cual reclama cambios que registren avances en los propósitos comunes del buen vivir y el bienestar.
Por su parte, los proyectos políticos de la derecha, incluyendo aquellos que gobiernan, se han tornado más ofensivos y agresivos. Sin desparpajo alguno, han desarrollado narrativas y prácticas de gestión gubernamental orientadas a la defensa radical del capitalismo, que representan una buena compilación del pensamiento neoconservador y neoliberal e incluyen variaciones del ideario fascista, articulándose con tendencias similares observadas en el capitalismo global. No han dudado incluso en superar los límites que exhiben los regímenes de democracia gobernable para sus propósitos, fortaleciendo tendencias al autoritarismo y valiéndose de las posibilidades que les brinda el “orden” del derecho vigente, acomodado a sus intereses. Donde hubo gobiernos progresistas, tras sus victorias electorales, no han escatimado en desmontar los avances sociales y democratizadores y profundizar las políticas neoliberales; allí donde hoy gobierna el progresismo, centran sus estrategias políticas en el asedio sistemático a dichos gobiernos y en su fracaso, buscando erigirse en alternativa política. Si duda, han capitalizado a su manera, las tendencias a la crisis y sus impactos, logrando respaldos sociales y movilización electoral a su favor.
La intensa disputa por definir la trayectoria del proceso político, socioeconómico y cultural evidencia que, frente a la crisis estructural y multidimensional que atraviesa el capitalismo en la región, como en toda crisis de esa naturaleza, es preciso contemplar, por una parte, las salidas concebidas y desarrolladas por las clases dominantes y sus proyectos políticos. Y por la otra, que ante la ausencia de proyectos anticapitalistas, no descartables en todo caso a futuro, por lo pronto la opción progresista se desenvuelve entre la posibilidad de habilitar condiciones para procesos de reformismo continuado y de profundización de la democracia (política, económica, social y ambiental), o de “administración” con contenidos sociales de dicha crisis, lo cual conlleva -en este caso- a otras modalidades de estabilización y actualización de los regímenes de dominación de clase.
Concebido un tiempo histórico de más larga duración, es decir, más allá de la coyuntura, pareciera que se está frente a un complejo período de transición, en el que, como ya se dijo, ningún proyecto político logra erigirse en hegemónico y no se consolidan por tanto las trayectorias definitivas de salida. De la tendencia que exhiban las luchas sociales y de clase, así como la producción de subjetividades, dependerá en gran medida el destino de la Región. En este punto, las respuestas que se logren construir y desarrollar frente a los problemas que afectan la vida cotidiana y las condiciones de existencia de las grandes mayorías precarizadas y empobrecidas constituyen en campo esencial de la política y de la acción política. No se viven tiempos de espera al “asalto al cielo”. Pero tampoco se pueden descartar en el horizonte histórico los tiempos de la revolución, así estos parezcan desplazados por los tiempos de la “democracia”.
Este texto es una versión ajustada para la Revista Izquierda del texto publicado bajo el título de “Una necesaria reflexión preliminar”, como presentación del libro Gobiernos progresistas en América Latina (Espacio Crítico / Gentes del Común, 2024), compilado por el autor.
*Profesor del Departamento de Ciencia Política Universidad Nacional de Colombia.
Revista Izquierda, Bogotá.