O socializamos o erramos

POR LUIS BRITTO GARCÍA

Desde la disolución de la Unión Soviética, los medios nos lavan el cerebro con detergente de mitos comunicacionales.

De creerles, el libre mercado sería la ruta hacia la riqueza universal, pues al concentrarla en un puñado de multimillonarios se produciría un “efecto de desborde” hacia los trabajadores.

Para acelerar esa salvadora hiperconcentración de capitales habría que desinstalar las industrias de los países desarrollados y reinstalarlas en el Tercer Mundo, donde la superabundancia de recursos naturales regalados, de mano de obra por debajo del nivel de subsistencia y la ausencia de impuestos garantizada por gobiernos complacientes permitiría acelerar el soñado “desborde”.

No importaba que el desempleo arrasara con los trabajadores de los países desarrollados: además del saqueo del Tercer Mundo, los superbillonarios vivirían para siempre del cobro de patentes y la especulación financiera.

Nada de eso era verdad. El único resultado de tantos sacrificios fue que el 1 % de la población mundial se apoderó de más del 50% de la riqueza del planeta, y el 10 % acaparó más del 80 % de ella.

En vano los aspirantes a nuevos ricos del Tercer Mundo acudieron dando saltos, pancadas, volteretas y piruetas con recipientes, barriles, baldes, ollas, poncheras y totumas a ahogarse en el ofrecido diluvio de divisas: algunas engordaron a las oligarquías de siempre; apenas limosnas tocaron a los mediadores locales que entregaron todo a cambio de nada.

Las economías del Tercer Mundo quedaron devastadas por el saqueo; las del Primero arruinadas por la desinversión, la evasión tributaria en Paraísos Fiscales, la desindustrialización, el desempleo, la caída del consumo y la demanda, el retiro de derechos sociales y la marginalización abrupta de la clase trabajadora.

El sistemático recurso a guerras imperiales para dinamizar la inversión en armamentos y reclutar marginalidades para la destrucción de países ricos en recursos desembocó en fiascos militares como los de Afganistán, Irak, Siria y Ucrania.

El proyecto de una “economía del conocimiento” para vivir de las patentes de adelantos tecnológicos se vino abajo cuando China asumió la delantera en investigación científica e inteligencia artificial, y Rusia la primacía tecnológica en armamentos.

En el campo político se derrumbó la patraña neoliberal cuando los pauperizados trabajadores estadounidenses, cansados de esperar un “desborde” inexistente, eligieron a un Presidente que ofrecía repatriar industrias y capitales retirándolos del Tercer Mundo y denunciar los Tratados de Libre Comercio que libraban de aranceles las importaciones desde éste.

Mientras tanto, Europa retiraba sus planes de inversión extranjera entre un hervidero de protestas contra el desempleo y la anulación de derechos laborales.

La última partida de defunción de esta enciclopedia de obituarios, la del sistema financiero, acaba de ser extendida en Silicon Valley y sus alrededores.

Persiste la ilusión de que lo que produce el valor económico es el dinero, y no el trabajo, al igual que la esperanza de obtener todo a cambio de nada alimenta maquinitas, loterías, bingos, kinos, casinos, pirámides, especulaciones financieras y otras variedades de la estafa masiva.

Predijo Carlos Marx que el capital comercial terminaría dominado por el industrial, y éste desplazado por el financiero.

Así arribamos a un mundo cuyo Producto Interno Bruto global es para 2021 de 96,51 billones de dólares, mientras que la Deuda Global es de 226 billones de dólares, el 257 % del primero, según el Fondo Monetario Internacional.

Debemos más de dos veces y medio de lo que tenemos y producimos. El mundo está esclavizado por una deuda impagable, que no produce bienes y servicios sino dividendos, y cuyos intereses sólo incrementan el patrimonio de los amos del planeta y la explotación de sus habitantes.

Anticipó también Marx que así como el capital se concentraría en un número cada vez menor de manos, su tasa de ganancia iría disminuyendo, por lo que se vería forzado a extremar sus estrategias de explotación.

De allí que la economía ficticia del capital financiero recurra a martingalas cada vez más elaboradas para inventar dividendos sin producir más que crisis bancarias: la quiebra masiva de las empresas punto.com en los años 90, la de las hipotecas subprime en el 2008, la de los derivados financieros del Silicon Valley Bank y sus homólogos.

Todas nacen de la desproporción entre el capital disponible en depósitos a corto plazo y el capital ficticio representado por títulos especulativos a largo o indefinido plazo. Apunta The Economist que a principios de 2022, cuando las tasas de interés estaban cerca de cero, los bancos estadounidenses tenían 24 billones de dólares en activos, de los cuales sólo unos 3,4 billones eran efectivo disponible para pagar a los depositantes.

Cuando cualquier circunstancia -como la actual alza de las tasas de interés de los depósitos por la Reserva Federal- hace menos deseables las problemáticas tasas de los “derivados”; todos se deshacen de ellos, la sobreoferta deja sin respaldo tales entelequias crediticias y el banco se desploma.

La informática que mantiene el tinglado también lo hunde: los algoritmos inician los retiros a la velocidad de la luz ante cierto índice de riesgo, y de allí en adelante la descapitalización opera como una avalancha.

En ese momento interviene el Estado –el Satanás de la ideología neoliberal– como ángel de la guarda que rescata providencialmente a los fallidos bancos “demasiado grandes para caer” con salvavidas de oro pagados por los contribuyentes; deja que los capitales menores sean devorados por los mayores, y que el pueblo pague la factura de tantos negociados con la pérdida de sus bienes y ahorros, el colapso de la economía real de bienes y servicios, desempleo generalizado y pauperización masiva.

Anticipó también Marx crisis cada vez más graves y frecuentes hasta la definitiva que imponga el socialismo. No esperemos que capitalistas bondadosos nos rediman con derrames milagrosos a cambio de cuanto tenemos. O socializamos o erramos.

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