POR FEDERICO TOMÁS
La editorial Zones de Francia acaba de publicar Pensamientos decoloniales (Pensées décoloniales). Una introducción a las teorías críticas de América Latina, que ofrece una presentación sintética en francés de esta corriente intelectual, cuyos muchos conceptos se han difundido en Europa y en otros lugares [1]. Este ensayo permite alejarse un poco de las confusiones, imprecisiones y efectos de la moda para aprehender este conjunto de análisis.
Más que una escuela de pensamiento, las teorías coloniales se asemejan, según los autores, a un “colectivo de interpretación”, que plantea una serie de conceptos clave, en primer plano el forjado por el sociólogo peruano Aníbal Quijano (1928- 2018), de “colonialidad del poder”. De esta manera, pretende definir relaciones coloniales de dominación que van más allá del período colonial.
El desafío es operar un giro hacia lo oculto y negado, tomando en serio la riqueza de las experiencias vividas por los “sujetos que resistieron la colonialidad” (página 13). De ahí el interés por los cimarrones, las comunidades indígenas y la ambición de reconectar con tradiciones, saberes e imaginarios que la razón occidental ha tratado de destruir.
Uno de los principales méritos de este libro es rastrear la genealogía –y, a través de ella, la cartografía– de las teorías decoloniales. Los 500 años del “descubrimiento” de América en 1992 constituyen un hito del desarrollo de esta corriente de pensamiento, que se estructurará unos años más tarde en torno al “programa de investigación sobre la modernidad/colonialidad” (pág. 107). De manera más general, estas teorías encajan en el contexto del derrumbe de la URSS, la derrota de los procesos revolucionarios en Centroamérica y el borrado del marxismo y la cuestión social en el campo académico e intelectual.
A nivel universitario, las teorías decoloniales se anclan en la extensión de los estudios Culturales y Subalternos, en la crítica poscolonial y, más específicamente, en el debate entre Aníbal Quijano e Immanuel Wallerstein en torno al análisis del sistema-mundo a la luz del concepto de colonialidad. Pero este “colectivo de interpretación” también tiene sus raíces en ciertas corrientes intelectuales latinoamericanas.
Es el caso de la obra de José Carlos Mariátegui (1895-1930). El marxista heterodoxo peruano, rompiendo con la lectura mecanicista y evolutiva del marxismo tradicional, afirma la coexistencia e incluso la confabulación de modos de producción e instituciones precapitalistas -incluida la esclavitud- y capitalistas. En consecuencia, la violencia exacerbada de la acumulación primitiva no constituye la prehistoria del capitalismo, sino una forma moderna aún en funcionamiento; especialmente en los países del Sur. Y esta violencia, que ha codificado y regulado las relaciones entre colonizados y colonizadores, sigue “organizando la distribución desigual de recursos y derechos en todos los niveles de la vida social” (pág. 139).
Los autores también insisten en retomar ciertos aspectos de las teorías de la dependencia, haciendo del desarrollo y el subdesarrollo no “momentos distintos de un proceso evolutivo”, sino “los dos polos de un mismo sistema asimétrico y jerárquico de producción e intercambio” (pág. 72). Y mostrar los vínculos entre las teorías decoloniales y poscoloniales, así como lo que las distingue. Más que en las secuelas del colonialismo, las primeras se centran precisamente en su permanencia, en esas continuidades subterráneas que labran en profundidad, hasta hoy, las sociedades latinoamericanas; en definitiva, sobre la producción y reproducción continua de las relaciones coloniales, como forma de poder.
Philippe Colin y Lissell Quiroz también presentan “ampliaciones teóricas y militantes” del pensamiento decolonial: han nutrido la crítica al turismo y al desarrollo, así como a la ecología y al movimiento feminista latinoamericano [2]. Pero esta “ampliación” parece bastante laxa: las teorías decoloniales amplían –más que innovan– la ecología política y el análisis crítico de la lógica del turismo [3]. En cuanto al feminismo, parecen sobre todo reforzar y confirmar el anclaje en la resistencia local y continental.
El desarrollo es definido por Arturo Escobar, uno de los principales teóricos del decolonialismo, como “una de las tecnologías centrales de la colonialidad del poder” (pág. 217). Sin embargo, sorprende que, para ilustrar su tesis, se apoye en el proceso de despojo y acaparamiento de tierras en la región chocoana de Colombia, que difícilmente entra dentro del ámbito del desarrollo. Sobre todo porque la referencia al proceso de las comunidades negras (PCN) –en verdad emblemática–, por original que sea, se posiciona en términos de “una opción de desarrollo” y no de posdesarrollo (pág. 225).
En este libro, las teorías decoloniales, este “paradigma teórico ineludible” según los autores, se presentan más que verdaderamente discutidas. Es una lástima que las críticas dirigidas a estos pensamientos no sean evocadas, sino que lo fueron muy sumariamente [4]. Nos gustaría subsanar en parte este defecto, centrándonos principalmente en la crítica decolonial al eurocentrismo, la modernidad y la propuesta de una “política del lugar”.
El fetiche de la modernidad
Los teóricos decoloniales han adelantado el concepto de “lugar de enunciación” para resaltar el anclaje geohistórico de todo conocimiento (pág. 163). Es extraño, por tanto, que el lugar principal desde el que se desarrollaron sus teorías, a saber, las prestigiosas universidades estadounidenses, centros de la modernidad neoliberal, se mantengan fuera de la vista. Este es, además, uno de los principales reproches de la socióloga boliviana Silvia Rivera Cusicanqui, quien no duda en denunciar una captura del trabajo teórico del Sur, reformulado para corresponder a una “política económica” del conocimiento en el Norte, bajo la máscara decolonial [5].
Pero es sobre todo la crítica decolonial de la modernidad eurocéntrica la que plantea interrogantes. El principal aporte de este “colectivo de interpretación” está quizás en resaltar que opera entre la modernidad y la violencia colonial. Este anudamiento está en el corazón de sus teorías. Walter Mignolo afirma así que “la colonialidad es constitutiva de la modernidad” (Mignolo, citado en la página 141). Sin embargo, este doble fenómeno sería el marcador de un eurocentrismo, que “constituye, para la crítica decolonial, la forma específica de conocimiento que produce la modernidad/colonialidad” (pág. 157).
El “paradigma europeo del conocimiento racional” es para Quijano “un componente de una estructura de poder que implicó la dominación colonial sobre el resto del mundo” (Quijano, citado en la página 141). A nivel filosófico, la influencia eurocéntrica del saber moderno/colonial dibujaría, según Enrique Dussel, una particular relación con el mundo: el ego conquistador, que prefigura el cogitocartesiano (página 133). De ahí el deseo de romper “con las tradiciones del pensamiento eurocéntrico, considerados cómplices de la dominación histórica de Occidente” (pág. 78) y de revalorizar “otras formas de relación con el mundo” (pág. 41). Y Dussel para buscar abrir el “horizonte cultural más allá de la modernidad” avanzó el concepto de “transmodernidad”, capaz de ofrecer “soluciones radicalmente inconcebibles dentro de la sola cultura moderna” (páginas 187-189).
Este intento de ir más allá de la modernidad, sin embargo, tropieza con la doble conceptualización de ella y el eurocentrismo. Los dos conceptos tienden a fusionarse a través del prisma decolonial, sin que ninguno de ellos llegue a estar claramente definido. Más exactamente, se prestan a definiciones elásticas y contradictorias. ¿Se trata de desmantelar la ideología, la “mistificación histórica” (Dussel), el “relato autobiográfico” (Escobar) de la modernidad? ¿El control del eurocentrismo sobre ella? ¿O la propia modernidad?
Y, en este último caso, ¿a qué corresponde la modernidad? ¿A “toda la filosofía occidental desde Kant a Habermas (…) inseparable de una retórica de la inocencia y la superioridad” (Dussel, pág. 138)? ¿A “la filosofía de la historia de Hegel [que] constituye la expresión ideológica más exitosa de este proyecto de ‘totalización totalitaria’ emprendido por la modernidad occidental desde el siglo XVI” (Dussel, página 93)?
Dussel evoca las dos caras de la modernidad europea –“una cara racional y emancipadora (…) y, del otro lado de la diferencia colonial, una cara irracional y dominante” (pág. 135)–, llamando a la incorporación de “lo mejor de modernidad” (página 189). Por su parte, Mignolo escribe que el pensamiento decolonial no es sólo prerrogativa de los sujetos colonizados: “los intelectuales y activistas del ‘Norte global’ que, abdicando de cualquier posición de trascendencia epistemológica o normativa, entablan un diálogo horizontal transfronterizo de relaciones con grupos ubicados en la ‘zona del no ser’, también pueden contribuir al desmantelamiento de la empresa mítica de la modernidad occidental” (pág. 183).
Pero estas llamadas suenan falsas y fracasan. A falta de haber definido la modernidad -sus corrientes, contradicciones y rostros- para ceñirse a un rechazo tan global como elástico, repetido a lo largo de páginas y libros, es difícil vislumbrar qué constituiría lo “mejor” de la modernidad su rostro “emancipador”. Como consecuencia lógica, se condena el pensamiento moderno en su conjunto; doblemente condenado: tan moderno como eurocéntrico. Aquí hay una tautología: estas tradiciones de pensamiento serían modernas porque nacieron en Europa y eurocéntricas porque representan la modernidad.
¿Son las filosofías románticas europeas antimodernas o las críticas a la modernidad, el antihegelianismo de Emmanuel Lévinas, del que se inspira Dussel, los intentos de ir más allá de la modernidad, participarían también del pensamiento moderno eurocéntrico? Hobbes o Foucault, Descartes o CLR James: misma lucha. La de un yo occidental conquistador y colonizador. La modernidad sería así ese bloque intacto, ahistórico y monolítico, idéntico a sí mismo durante este medio milenio.
Además, ¿no está algo desfasada la temporalidad de la crítica al eurocentrismo en un momento en que se afirma un mundo multipolar y en que la superpotencia china tiende a “provincializar Europa”? [6]. ¿No están los cimientos del eurocentrismo (y afortunadamente) más desestabilizados que en el pasado y de lo que suponen las teorías decoloniales? ¿No está Europa (en gran parte) bajo la influencia –política, económica, cultural– de los Estados Unidos? [7]. Por ejemplo, desde que existe este ranking, han sido principalmente las universidades norteamericanas –incluidas aquellas en las que enseñan varios teóricos decoloniales– las que ocupan los quince primeros puestos del ranking de Shanghái [8].
Además, durante la última década, China ha superado al continente europeo para convertirse en el segundo mayor socio comercial de América Latina y el Caribe. En 2020, el continente exportó casi siete veces más minerales (en valor monetario) a China que a Europa. Es revelador que la presencia china, así como las muchas preguntas que plantea, pase completamente por debajo del radar de las teorías decoloniales.
Desconectarse de las luchas
Paradójicamente, lo decolonial reproduce y desdobla el eurocentrismo que pretende criticar. De hecho, destaca una modernidad que, a lo largo de los siglos, no habría sido impactada y reconfigurada por pensamientos no occidentales. América Latina habría sufrido y resistido la modernidad/colonialidad sin haber contribuido nunca activamente a ella. Y los males serían debidos únicamente a esta modernización colonial; tradiciones preexistentes siendo esencializadas e idealizadas.
Así, la afirmación de que “el patriarcado y el género son invenciones occidentales que fueron trasplantadas a América tras la invasión europea” (pág. 206) no parece provenir de un trabajo antropológico o histórico, sino de una postura ideológica –criticada además por diversas corrientes feministas latinoamericanas –, negándose a tomar nota del sistema patriarcal que existía antes de la colonización en algunas de las comunidades indígenas [9].
Esto equivale a ignorar las “teorías itinerantes” conceptualizadas por Edward Saïd, e ignorar la forma en que el “viaje” en otro territorio, otro contexto, permite una reapropiación y reconfiguración de la teoría, por la cual emergen nuevos significados. Como si las tradiciones existentes y las comunidades indígenas no tuvieran “nada que ver con la historia y el proceso europeos” [10]. Y recíprocamente.
El sesgo de tal análisis es particularmente flagrante en la ausencia de referencias y análisis dedicados a la revolución haitiana de 1804: la primera nación negra libre, resultado de un levantamiento popular de exesclavos. Este trastorno es un doble marcador de las dos caras de la modernidad, en cuanto esta revolución participa de las promesas de emancipación del pensamiento moderno; un pensamiento que reconfigura vinculando tradiciones y modernidad: los insurgentes haitianos reivindican tanto el vudú como la Revolución francesa. Sin embargo, esta fuente fundacional del mundo moderno nunca ha dejado de ser ocultada y negada en la alianza de la modernidad, el capitalismo y el eurocentrismo [11].
Al no liderar la lucha dentro del propio campo moderno, al ignorar las fuerzas no occidentales que han contribuido a construir la modernidad [12], la teoría decolonial se ve obligada a encontrar una solución del lado de los sujetos milagrosamente preservados de las relaciones modernas. La superación postulada de la modernidad se reduce así a una precipitación teórica, desvinculada de una crítica al capitalismo -este último un subproducto de la modernidad- y de las luchas. Tiende a reducirse, en última instancia, a una afirmación de identidad: el sujeto colonizado –(y en última instancia poco importa si este último es un profesor universitario en los Estados Unidos, una mujer indígena en Chiapas o un ministro en un país latinoamericano)– y el despliegue de una retórica decolonial [13].
De ahí la miopía analítica de la teoría decolonial, incapaz o negándose a distinguir entre la denuncia del colonialismo por parte de fuerzas autoritarias, incluso reaccionarias, para establecer su dominación, y la de actores y actrices portadores de un proyecto emancipador. De ahí también los múltiples “errores” y “deslices”, como el apoyo de Mignolo (posteriormente retirado) a un teórico indio de la derecha dura, que defendía la hegemonía hindú, y pedía la descolonización para liberarse de los valores eurocéntricos de igualdad y libertad [14].
De ahí, finalmente, por efecto espejo, la tendencia a malinterpretar y devaluar las luchas en Occidente (reproduciendo así frente a los países occidentales lo que estas teorías condenan con razón en el eurocentrismo en relación con las experiencias y la historia latinoamericana). Así, para distinguir mejor el feminismo decolonial del de las mujeres “blancas”, urbanas y burguesas, Philippe Colin y Lissell Quiroz escriben que las luchas de estas últimas “encuentran naturalmente su lugar, en términos de agenda, gramática militante y periodización (feminismo en oleadas sucesivas), dentro de la gran narrativa intraoccidental de la emancipación de la mujer” (págs. 199-200).
En un momento en que se cuestiona el derecho al aborto, en que el feminicidio y la violencia de género, en general, continúan desarrollándose, afirmar el lugar “natural” de las luchas de las mujeres en la “gran narrativa intraoccidental” equivale a confundir el mito del progreso con la realidad. Es más bien lo contrario de esta afirmación lo que debemos tomar: sólo a través de la irrupción las luchas feministas (y también obreras) se han hecho un lugar –un lugar fragmentario y siempre amenazado– en la modernidad capitalista.
Si las teorías decoloniales están desconectadas de las luchas sociales en Occidente, no están más o mejor conectadas con las de América Latina. Desde el levantamiento zapatista de 1994 en Chiapas hasta las recientes movilizaciones feministas, incluidos los levantamientos populares en Haití, Colombia, Ecuador y Chile [15], y los movimientos antiextractivistas, el tema principal de estas luchas es solo remota y parcialmente una cuestión de modernidad eurocéntrica.
En Los condenados de la tierra, Frantz Fanon analizó la dinámica por la cual el pueblo plantea, “a medida que se desarrolla la lucha”, el proceso que obliga a los actores colonizados a “abandonar el simplismo inicial” de las consignas y a “desracializarse” su lucha para incluirla en la dinámica de las relaciones sociales.
“El pueblo, que al comienzo de la lucha había adoptado el maniqueísmo primitivo del colono: blancos y negros, árabes y roumis, se da cuenta en el camino de que a los negros les sucede ser más blancos que a los blancos. (…) Este descubrimiento [es] desagradable, doloroso y repugnante (…) que el inicuo fenómeno de la explotación puede presentar una apariencia negra o árabe”. Y para continuar: el pueblo “grita traición, pero este grito debe ser corregido. La traición no es nacional, es una traición social”.
Más allá de esta intensificación de la lucha, nos queda el “maniqueísmo primitivo del colono: los blancos y los negros, los árabes y los roumis”, “la claridad idílica e irreal” del simplismo, los “carnavales y flecos” [16]. Queda por ver en qué lado de la lucha se sitúan las teorías decoloniales. Su pretensión, implícita o explícita, de descolonizar a los teóricos del anticolonialismo, todavía demasiado modernos y “blancos”, atestigua también el desplazamiento del campo de lucha: del conflicto social al campo cultural y académico.
Más allá de la modernidad
“Buscar alternativas a la modernidad no implica ser antimoderno”, escribe Eduardo Gudynas, uno de los principales teóricos latinoamericanos del postextractivismo. Se trata más bien de dialogar con los aportes de la modernidad y, en función de estos, aceptarlos, reformularlos o abandonarlos. O desobedecerlos [17]. Esta libertad salvaje resulta mucho más relevante y estimulante que la falsa alternativa de un pensamiento moderno a ser tomado o rechazado en su conjunto.
Ir más allá de la modernidad sigue siendo una ambición legítima. Implica un desvío más que un regreso a lo premoderno. Pero, como dijo Walter Benjamin, no todas las tradiciones pasadas deben salvarse. La revolución haitiana, al apropiarse y radicalizar la promesa moderna de libertad e igualdad, esbozó esta trascendencia. Una superación rápidamente hipotecada y revertida, y que forma parte de las luchas emancipatorias y de derrocamiento del capitalismo.
Notas
[1] Philippe Colin, Lissell Quiroz, Pensamientos decoloniales. Una introducción a las teorías críticas de América Latina, Zones, Lonrai, 2023, https://www.editionsladecouverte.fr/pensees_decoloniales-9782355221538. A menos que se indique lo contrario, todas las citas son de este libro.
[2] En particular el colectivo boliviano fundado en 1992 Mujeres creando: https://mujerescreando.org/
[3] Véase, por ejemplo, el manifiesto recientemente publicado, “Por una Transición Energética Justa y Popular”, https://pactoecosocialdelsur.com/manifiesto-de-los-pueblos-del-sur-por-una-transición-energetica-justa -y-popular-2/. Véase también Alternatives Sud, La emergencia ecológica vista desde el Sur, XXVII-2020, n°2, Cetri-Syllepse; Alternatives Sud, La dominación turística, XXV-2018, n°3, Cetri-Syllepse.
[4] Para un resumen sintético de estas críticas, véase Damián Pachón Soto, “¿Qué hacer con el legado moderno? Las críticas a las teorías decoloniales”, 2 de octubre de 2022, https://intervencionycoyuntura.org/que-hacer-con-el-legado-moderno-las-criticas-a-las-teorias-decoloniales/. He aquí parte de su argumento.
[5] Silvia Rivera Cusicanqui, “Ch’ixinakax utxiwa: una reflexión sobre las prácticas y los discursos de la descolonización”, The South Atlantic Quarterly, invierno de 2012, http://www.adivasiresurgence.com/wp-content/uploads/2016/02/Silvia-Rivera-Cusicanqui-Chixinakax-Eng1.pdf
[6] Sobre este tema, lea Sivamohan Valluvan y Nisha Kapoor, “Sociology after the postcolonial: Response to Julian Go’s ‘thinking against empire’”, The British Journal of Sociology, enero de 2023, https://onlinelibrary.wiley.com/doi/pdf/10.1111/1468-4446.12995
[7] A menos que se incluya a Estados Unidos en el eurocentrismo, lo que haría más laxo el concepto.
[8] No se trata de validar esta clasificación ni los criterios, tomados de los principios neoliberales, a partir de los cuales se elabora, sino de constatar el descentramiento europeo en relación con los ideales dominantes de esta modernidad.
[9] Damián Pachón Soto, Ibídem.
[10] Damián Pachón Soto, Ibídem.
[11] Frédéric Thomas, “El doble desafío haitiano: perspectivas cruzadas desde las ciencias sociales sobre Haití”, Cetri, 9 de mayo de 2023.
[12] Lea sobre el particular la fascinante entrevista de la revista paquistaní Jamhoor con Priyamvada Gopal: “Empire and its Enemies: A Conversation with Priyamvada Gopal”, Jamhoor, 8 de agosto de 2022,
https://www.jamhoor.org/read/empire-and-its-enemies-a-conversation-with-priyamvada-gopal
[13] Sivamohan Valluvan y Nisha Kapoor, Ibidem.
[14] Sivamohan Valluvan y Nisha Kapoor, Ibidem.
[15] Alternativas Sud, Levantamientos populares, XXVII-2020, n°4, Cetri-Syllepse.
[16] Frantz Fanon, Los condenados de la tierra en las obras, París, La Découverte, 2011, páginas 536-539.
[17] Eduardo Gudynas, “Críticas y alternativas ante la Modernidad en América Latina”, Palabra salvaje, 15 de diciembre de 2022, http://palabrasalvaje.com/2022/12/criticas-y-alternativas-ante-la-modernidad- en -america-latina/
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