POR LUIS EDUARDO MARTÍNEZ ARROYO
Gustavo Petro ha llegado a la Casa de Nariño como Presidente de los colombianos, elegido por éstos, utilizando y respetando las normas de la llamada democracia representativa, después de haber trasegado durante treinta o más años por los escenarios que el oficio de dirigente político le ha ofrecido. Ha marcado una diferencia con la casi totalidad de quienes en Colombia ejercen ese rol también: ha sido persistente en la defensa de los millones de pobres de este país, mostrado las raíces de semejante mal, y a diferencia de quienes critican la desigualdad en domingos y días de fiesta, pero en las restantes ocasiones hacen connivencia con sus causantes, ha sido coherente en querer erradicarla, así como en su lucha contra la corrupción.
No llegó al solio presidencial sobre los hombros de una insurrección popular armada que se propusiera abatir los cimientos de la vida institucional nacional y crear un nuevo orden social. Su aspiración fue y es más modesta: hacer aprobar por el órgano natural para lograrlo las reformas que lleven un poco de dignidad y sosiego a quienes han sido víctimas más que centenarias de los sistemas de salud, laboral, educativo, vivienda, etc. De esto saben hasta la saciedad los organismos internacionales de los capitales buitres que han eternizado la deuda externa, los que han mostrado su conformidad, al menos de dientes para afuera, con las aspiraciones del Presidente colombiano.
La franqueza de Petro durante su vida política frente a la crisis humanitaria colombiana ha ido haciendo entender a las elites que no se trata de un vulgar demagogo que quiere figurar ante la ciudadanía para conseguir notoriedad. Su rol en el Congreso, en la Alcaldía de Bogotá y en las campañas presidenciales de 2018 y 2022 le han consolidado esta apreciación.
Es probable que esa alerta se hubiera puesto en amarillo una vez se conocieron los resultados de la primera vuelta presidencial de 2018, cuando los partidos del statu quo que no apoyaron a Duque en la primera vuelta se volcaron hacia la campaña de éste en masa en la segunda.
Y que en la recta final de la de 2022 cuando el contendor que quedó a Petro fue Rodolfo Hernández, lleno de todas las precariedades que no puede tener alguien que aspire a gobernar un país, hubiera pensado en un monumental fraude para atajar al candidato del Pacto Histórico. Sin embargo, es probable que hubiera pesado en ellas el reciente pasado del estallido social durante el que millones de colombianos se movilizaron contra un gobierno antipopular y entregado a los grandes empresarios.
Es, además, plausible advertir en este ejercicio especulativo, que se la hayan jugado por aceptar el eventual triunfo electoral en la segunda vuelta y esperar cómo se desempeñaba su gobierno. Sabían de las dificultades relativas a mayorías en el Legislativo que tendría éste, sus nunca confiables aliados ejercerían lo que los ha hecho conocidos: su chantaje. Pero también su defensa irrestricta de la proverbial exclusión social a las mayorías.
Hasta ahora el punto de honor ha sido la reforma a la salud, en la que se mantuvieron en raya, pero se sabe que sus empresarios y voceros gremiales van por buen camino, al menos varios de los más importantes, al aceptar perder su condición de pagadores; la tributaria fue aprobada, la laboral sigue el sendero con tranquilidad, así como la pensional.
Todo esto ha ocurrido en medio de la peor campaña mediática de desprestigio, adelantada en Colombia contra un gobernante o un personaje cualquiera de la vida nacional, con relativo éxito. Y eso no lo aceptan, no lo van a aceptar los dueños de la vida y de la muerte de los cincuenta millones de colombianos.
En los mejores tiempos del cartel de Medellín, cuando su jefe Pablo Escobar Gaviria ordenó asesinar policías y militares, a un precio puesto por él, cuando hizo explotar en el aire aviones comerciales, hizo asesinar candidatos presidenciales, ministros, directores de medios informativos, aún en ese entonces, no se vio y conoció una campaña de desprestigio contra el protagonista de la ola de terror tan brutal como la que se adelanta contra el presidente Petro, llegado al gobierno por las vías consagradas en la Constitución y leyes, y presto a ejercerlo con los mecanismos ídem. Y así lo ha cumplido.
Pero debe pagar su osadía de cumplir la palabra empeñada, porque aquí lo que se estila es lo contrario. Hizo muy mal al haber roto el hilo de la continuidad de la pacífica convivencia ciudadana, que no conoce golpes de Estado, que realiza en sus fechas constitucionales y legales las elecciones mediante las cuales se escogen sus autoridades nacionales, departamentales, municipales y distritales. No tiene presentación que un exguerrillero que pagó sus deudas con la justicia dé lecciones de cómo atenerse a las reglas de juego y cumplirlas, y que se encargue de reiterarlo a diario.
Por eso, un órgano de corte administrativo como el Consejo Nacional Electoral deberá poner trancas al osado connacional, formulándole cargos a su campaña electoral, por haber violado supuestamente los topes financieros, sin importar lo que el país haya suscrito en los organismos regionales latinoamericanos. Y lo que su ordenamiento jurídico interno contemple. Si no pudo Procusto en 2013-14, lo podrán el uribismo, el gavirismo y el charismo, mediante sendos alfiles.
Por algo los cabezas blancas de estos movimientos son destacados llamados a juicio por fraude procesal y manipulación de testigos, uno; galerista y expendedor de avales partidarios, otro; y jefe de un poderoso clan electoral y empresarial, que lideró una corrupta empresa electoral llamada en su ciudad de faenas Casa Blanca, el tercero.
La jornada se corona cuando se sabe que dos de los magistrados del Consejo Nacional Electoral (CNE) son piezas vitales del uribismo, Álvaro Hernán Prada, y del charismo, César Lorduy, el primero llamado a juicio en el proceso penal contra el expresidente y el segundo homicida de una joven barranquillera hace ya varios años.
Como quien dice, la costra bien representada en la lucha desestabilizadora contra Petro.
La nación soñada de la que habló un reconocido historiador, cada día se interna más bien en una pesadilla, habría que decir.
El caso Petro y el desempeño frente a él de los medios corporativos y de la oposición política muestran una vez más que la elite colombiana que posa de civilista, republicana y defensora de la democracia, nutrida del espíritu calvinista, según lo pregonaba uno de sus añosos miembros, no es sino una farsante.
Que establezca comparaciones entre el rol y desempeño de cualquiera de los antecesores de Petro y los de éste, en los casi dos años de su Gobierno, para que nos diga cuántas matanzas, desplazamientos forzados, desaparecidos(as), amenazas a opositores y perfilamientos y persecuciones a los mismos hubo en aquellos y cuántos en éste. Si Petro carga sobre sus hombros el fardo del asesinato de más de seis mil jóvenes civiles, hechos pasar como guerrilleros; si se alió con el narcotráfico para dar de baja a otros capos del negocio de la droga.
Y si los primeros son portadores de semejante portafolio y el segundo no, ¿por qué aquellos son héroes y paladines del bien y éste un gobernante que no merece respeto y reconocimiento?