POR JUAN J. PAZ Y MIÑO CEPEDA
Entre 1775 y 1783, las Trece Colonias de América del Norte libraron una guerra con Gran Bretaña para obtener la independencia, que fue anticipada con la Declaración del 4 de julio de 1776. Una vez obtenida, los Estados Unidos pasaron a edificar un Estado federal, con gobierno republicano, presidencial, democrático y constitucional. Alexis de Tocqueville (1805-1859), pensador liberal francés, escribió dos tomos con el título ‘La Democracia en América’, destacando el auge de ese país, bajo un pionero enfoque histórico y sociológico, que se adentró en las bases sociales de la que consideró una admirable nación.
Hasta inicios del siglo XX, los EE.UU. se condujeron bajo la diplomacia del aislamiento frente a la conflictiva Europa y de proteccionismo en lo económico, al considerar que el libre comercio no convenía para lograr el desarrollo industrial del país. Pero, con la proclamación de la Doctrina Monroe (“América para los americanos”) en 1823, destinada a frenar cualquier intento neocolonialista de Europa sobre el continente, los EE.UU. aseguraron un creciente intervencionismo sobre América Latina y el Caribe. Simón Bolívar (1783-1830) advirtió, con una clarividencia impresionante, ese expansionismo. Confió que la República de Colombia (1819) podía contrarrestarlo y conducir a la integración de toda la región hispanoamericana, apartando a los EE.UU. En carta del 5 de agosto de 1829 dirigida desde Guayaquil escribió al coronel Patricio Campbell: “Los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia a plagar la América de miserias, en nombre de la libertad”.
Si se estudia las relaciones entre EE.UU. y América Latina durante el siglo XIX puede dimensionarse el sentido profético que adquirieron esas palabras. Los intervencionismos y las acciones expansivas fueron experimentadas directamente por los países centroamericanos y en el Caribe particularmente por Cuba. Ese historial condujo al presidente y caudillo liberal ecuatoriano Eloy Alfaro (1842-1912), a convocar un Congreso Internacional Americano que se reunió en México el 10 de agosto de 1896, a pesar del boicot de los EE.UU. Pero eso no impidió que los ocho países asistentes aprobaran una contundente Declaración, que respaldó la lucha independentista de Cuba, el reclamo de Venezuela sobre la Guayana Esequiba y, ante todo, postuló la necesidad de sujetar la Doctrina Monroe a un derecho público internacional, que debían acordar todas las repúblicas americanas.
Durante el siglo XX los EE.UU., en plena expansión imperialista, abandonaron su antiguo aislacionismo, se convirtieron en el primer país en concentrar las relaciones económicas con América Latina, desplazando a Europa y sus numerosos intervencionismos a escala mundial tuvieron el propósito de garantizar tanto sus intereses geoestratégicos de hegemonía como los de sus empresas e inversionistas. El americanismo monroísta se reimpuso con la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Ecuador fue víctima de esa situación, porque fue forzado a suscribir el Protocolo de Río de Janeiro (1942) derivado de la guerra con Perú, ante la proclamada unidad continental contra el Eje nazi-fascista. De ello dejó testimonio en su libro el canciller Julio Tobar Donoso. Atrás del telón también estuvo la disputa petrolera entre compañías británicas y norteamericanas en la Amazonía ecuatoriano-peruana, que destacó un libro de Manuel Medina Castro. La Guerra Fría, destinada a frenar cualquier avance del “comunismo” en el mundo, arrastró a Latinoamérica a raíz de la Revolución cubana (1959). La cruel e inhumana repercusión en América Latina ha quedado para la historia en todos los países en los que se instaló la doctrina de la “Seguridad Nacional” y la persecución a toda izquierda, así como en los regímenes militares terroristas del Cono Sur en la década de 1970.
Tras el derrumbe del socialismo de tipo soviético y el “fin” de la Guerra Fría, en lo que va del siglo XXI los EE.UU. han pasado a otro tipo de confrontación internacional con China, Rusia y los BRICS. El ascenso de esos países ha determinado un nuevo mundo multipolar y multicentral, continuamente analizado por el Grupo de Trabajo de CLACSO “China y el mapa del poder mundial”. Al mismo tiempo, en los EE.UU. se delinean geoestrategias que no se agotan en el campo de la “cooperación” con las Fuerzas Armadas, sino que tienen múltiples mecanismos de acción en economía, política, educación, cultura, propaganda, medios de comunicación y organizaciones de la sociedad civil, cuyo fin es impedir la pérdida del hegemonismo monroísta.
Ante este panorama, los gobiernos de América Latina no deberían dejar de considerar las enseñanzas de la historia. Pero eso es casi imposible de obtener cuando hay gobiernos identificados con aquellas derechas y burguesías beneficiarias del modelo neoliberal, el libertario o que logran el poder con presidentes empresarios. Son élites culturalmente cautivadas por el “American way of life” y por los viajes, estudios, departamentos, inversiones, compras o negocios que realizan en EE.UU. y que entrarían en riesgo si asumieran posiciones tajantemente patrióticas. De modo que la experiencia histórica de la región conoce que en esos casos prima la subordinación a la “diplomacia del dólar” y la incapacidad para advertir las variadas formas en que pueden ser afectadas la soberanía y la dignidad de sus propias naciones.
Descalabro institucional con Estado reducido
La historia apunta ahora a Ecuador. Al descalabro institucional con Estado reducido, heredado del gobierno de Lenín Moreno (2017-2021), se ha unido la explosión de los “holdings” de la narco-delincuencia con el de Guillermo Lasso (2021-2023), quien, además, ha dejado un lesivo acuerdo de cooperación militar con los EE.UU., que actualiza y moderniza las líneas del antiguo TIAR. Es cierto que el país no puede librar un combate aislado. Varios gobiernos han expresado su deseo de colaboración. Pero más fuerza han tenido los EE.UU., interesados en cubrir con sus estrategias de seguridad nacional a todo el continente, como en reiteradas intervenciones lo proclamó la general Laura Richardson, comandante del Comando Sur, miembro de la delegación que llegó hace pocos días a Ecuador y que ha ofrecido un “plan de cinco años” para la seguridad en este país. La Corte Constitucional emitió un cuestionado dictamen que, al mismo tiempo que evita el paso del acuerdo por la Asamblea Nacional, deja en manos del presidente Daniel Noboa la última responsabilidad.
El acuerdo militar incluye disposiciones inconvenientes, ajenas a la materia central, que libra al personal civil o militar norteamericano del fuero legal ecuatoriano, dentro del territorio nacional, como bien lo han observado desde el exterior.
El problema rebasa lo estrictamente legal y jurídico. Tiene que ver con la confrontación entre latinoamericanismo y monroísmo, con el juego de fuerzas en las geoestrategias mundiales y, sin duda, con los cálculos políticos al interior de Ecuador. Todo ello no impide subrayar que, en lugar de subordinar la cooperación extranjera a los intereses nacionales, el acuerdo que suscribió Lasso implica hacerlo al revés. Por eso en Ecuador se pregunta ¿qué hará, finalmente, el presidente Daniel Noboa?
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