POR THOMAS SCHULZ, SUSANNE BEYER Y SIMON BOOK /
En su última edición de 2022, el influyente semanario alemán Der Spiegel, ilustró su portada con Karl Marx vestido de activista ecológico y tituló: “¿Tenía razón Marx después de todo?”. El artículo ahonda en la creciente percepción de la responsabilidad del capitalismo como causante de la destrucción de la naturaleza y resalta la aparición del filósofo japonés Kohei Saito en su tarea de relectura de Marx y su pensamiento ecológico.
Que la revista con estilo académico más importante de Alemania y la más leída en Europa con una tirada de más de un millón de ejemplares lleve en su portada al principal intelectual y político revolucionario que ha dado la humanidad en los últimos dos siglos y medio, habla por sí mismo de su plena vigencia y de una sus principales tesis: que bajo el capitalismo no hay destino viable para la humanidad.
A continuación se reproduce el texto publicado por Der Spiegel.
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Ante el colapso del capitalismo: menos crecimiento y más objetivos estatales
El capitalismo clásico ya no funciona. Pero impulsadas por las crisis mundiales cada vez más recientes y el inminente colapso climático, están surgiendo ideas concretas de reforma: menos crecimiento, más objetivos estatales.
Últimamente parece que Ray Dalio lee por las mañanas Das Kapital de Karl Marx en lugar del Wall Street Journal en su mansión de 2000 metros cuadrados. «El capitalismo ya no funciona así para la mayoría de la gente», dice Dalio. Hasta ahora, el hombre no ha sido sospechoso de ser afín a tendencias socialistas. Es el fundador del mayor fondo de cobertura del mundo. Según las estimaciones, posee unos 22.000 millones de dólares. Su biblia de gestión «Los principios del éxito», de lectura obligatoria para los futuros banqueros de inversión, ha vendido dos millones de ejemplares.
Pero ahora dice este tipo de frases sobre el capitalismo: «Si las cosas buenas se exageran, amenazan con destruirse a sí mismas. Deben evolucionar o morir». La riqueza y la prosperidad sólo se distribuyen de forma unilateral, los que una vez fueron pobres siguen siéndolo, apenas hay rastro de igualdad de oportunidades. Dalio exige que se ponga fin a esto. El capitalismo necesita una reforma urgente y fundamental. De lo contrario, perecerá, y merecidamente.
Dice mucho sobre el estado del mundo cuando los supercapitalistas suenan de repente como fans de Karl Marx.
En principio, la crítica al capitalismo no es nada nuevo. Pero en los albores del cuarto año de la pandemia y el segundo de la guerra de Ucrania, está cobrando una fuerza notable. Demasiadas cosas ya no funcionan: la globalización se desmorona y con ella el modelo alemán de prosperidad. El mundo se atrinchera en bloques hostiles. La inflación hace que ricos y pobres se distancien cada vez más. Se han incumplido casi todos los objetivos climáticos. Y los políticos ya no pueden seguir parcheando todas las grietas siempre nuevas del sistema.
Los llamamientos en favor de un nuevo orden económico arrecian ahora desde todos los rincones, a menudo sorprendentemente desde los más insospechados: El Financial Times, portavoz internacional de los mercados financieros, anunció que había llegado la hora de que el neoliberalismo se retirara de la escena mundial: ahora el Estado debe tomar el relevo. En las empresas, desde Bosch hasta Goldman Sachs, se habla de poner por fin los intereses sociales por encima de los de los accionistas.
En muchos lugares, gobiernos y sedes empresariales, pensadores intelectuales y pragmáticos se plantean una pregunta fundamental: ¿Podemos seguir con este orden económico? ¿Con un capitalismo asesino del clima que se recorta para conseguir más y más: más y más consumo, beneficio, crecimiento? ¿Y que al mismo tiempo produce cada vez más y más injusticia?
El Club de Roma ya planteó esta cuestión en 1972, pero durante mucho tiempo sólo se debatió teóricamente, o más bien ideológicamente. Sonaba a JuSos (organización juvenil de los socialdemócratas alemanes) y fundamentalistas verdes. Pero ahora, hay muchos indicios de que el capitalismo ha pasado su mejor momento. Al menos en su forma desatada de los últimos 50 o 60 años.
Eso suena a que se necesita un giro ¿Pero otro giro más? La mera palabra puede hacer que muchos retrocedan cansados […] Pero la situación podría invertirse de forma positiva: Por fin existe una posibilidad real de desarrollar un capitalismo más suave. Más justo. Más sostenible.
En el pasado, el capitalismo industrial proporcionaba una prosperidad y un crecimiento tan constantes que nunca fue posible aplicar enfoques fundamentalmente nuevos sobre cómo queremos gestionar, trabajar y compartir. La historia demuestra que mientras el sistema produzca suficientes ganadores, incluso sus excesos más evidentes son difíciles de revertir.
Mientras tanto, sin embargo, las debilidades son tan evidentes que no hace falta recurrir a teóricos como Marx o Thomas Piketty («El capital en el siglo XXI»): La globalización se nos ha ido de las manos, casi todas las ganancias de prosperidad acaban en manos del diez por ciento más rico de la población. El consumo demencial de recursos está arruinando el planeta. La industria financiera se entrega a nuevos excesos.
El historiador económico británico Adam Tooze lo expresa así: «Bienvenidos al mundo de la policrisis». Un gran problema sigue al siguiente, y todos están interconectados. Crisis energética, guerra comercial, guerra mundial en ciernes. La democracia está siendo atacada por populistas y autócratas.
Hasta hace poco, se habría propuesto una solución a todos estos problemas: El mercado lo resolverá. Pero, ¿quién se lo cree seriamente hoy en día todavía? Sobre todo teniendo en cuenta el gran multiplicador de todas las distorsiones, la crisis climática.
Al menos muy pocos jóvenes lo hacen. Desde hace años, en los países industrializados se extiende una cólera palpable contra el capitalismo: No por razones ideológicas, sino porque los alquileres se disparan, porque la propiedad se ha vuelto inasequible. ¿Por qué aceptar una máquina de prosperidad que devora recursos si ya no produce prosperidad para todos? ¿Bajo estas circunstancias no sería mejor trabajar sólo cuatro días a la semana, por ejemplo?
En Japón, un joven profesor de filosofía se convirtió en una estrella con una crítica ecológica del capitalismo basada en Marx.
Karl Marx, dice Kohei Saito, ya había reconocido los peligros para el planeta hace 150 años, ahora es el momento de tomarse en serio sus propuestas: No más crecimiento. Simplemente hay que distribuir mejor la riqueza existente.
Ya existen ideas para un orden más justo, más ecológico y que siga siendo de libre mercado. Las propuestas de ese capitalismo más suave proceden de campos ideológicos muy diversos, pero se pueden discernir líneas comunes: menos mercado, más Estado controlador y menos crecimiento por las buenas o por las malas. Llama la atención que a menudo sean pensados por mujeres economistas, filósofas y políticas. Un orden mundial más femenino también tendría su mérito.
La búsqueda de una vida sin estrés y respetuosa con el clima
Entre los jóvenes, menores de 30 años, está surgiendo un cambio emociones: frustración, resignación, ira. Y un nuevo amor por las ideas socialistas. En Estados Unidos, el 49 % de los jóvenes de 18 a 29 años tiene una opinión positiva del socialismo. La congresista Alexandria Ocasio-Cortez, de 32 años, que se autodenomina «socialista democrática» y exige un impuesto sobre la renta del 70 % para las rentas más altas, es una estrella con más de 20 millones de seguidores en las redes sociales. Casi la mitad de los alemanes cree que el capitalismo ha llevado al mundo a la crisis climática, según una encuesta representativa realizada por el instituto de estudios de opinión Civey por encargo de Spiegel.
El ultraconservador semanario británico considerado la biblia neoliberal, The Economist, ya ve «el regreso del socialismo» porque ofrece una crítica acertada de todo lo que ha ido mal en las sociedades occidentales. Y hay muchas cosas que andan mal, dice Carla Reemtsma, de 24 años, portavoz de Fridays for Future en Alemania.
«Ni un solo país del mundo ha conseguido hacer crecer su producto interior bruto utilizando menos recursos y emitiendo menos CO₂», afirma Reemtsma. A ella y a muchos otros de su edad no les preocupan las cuestiones políticas individuales, sino el panorama general: «Con un cambio fundamental del sistema que haga posible una vida mejor para todos, no sólo para unos pocos».
Cuando se le pregunta qué quiere decir con esto, Reemtsma afirma que «nosotros como sociedad» deberíamos «volver a ocuparnos de las cosas colectivamente». Por ejemplo, el transporte: en lugar de subvencionar los coches individuales, el Estado debería promover el uso compartido del coche, la expansión del ferrocarril y los carriles bici, de los que todos se benefician. Para Reemtsma, el billete de 9 euros por mes para el transporte ferroviario en toda Alemania, que el Gobierno introdujo durante tres meses en verano, es un ejemplo positivo de cómo podrían funcionar las cosas en el futuro: Pensado como un alivio social, un pasaje de tren tan económico era al mismo tiempo ecológicamente sensato.
Reemtsma estudia «economía de los recursos» en Berlín. No cree en el principio de crecimiento, ni en el principio de maximización de ganancias y beneficios. Tan segura y ágil en sus pensamientos como si tuviera diez años más, imagina una «economía orientada al bien público». Acompañado de una política más activa: «Si regulas la protección del clima principalmente a través del mercado, tendremos un problema social».
No acepta el argumento de muchos empresarios de que los elevados costes de una producción más amigable con el medio ambiente ponen en peligro los puestos de trabajo: «Las empresas automovilísticas obtienen enormes beneficios y siguen subcontratando trabajos más sencillos a empresas de trabajo temporal, trabajadores precarios que luego tienen que hacer frente al dumping salarial. No veo que las empresas se preocupen por el bienestar de los trabajadores».
¿Suena demasiado a idealismo juvenil o a activismo de izquierdas? Glenn Hubbard, catedrático de Finanzas de la Columbia Business School y en su día principal asesor económico del entonces presidente de EE.UU., el ultraconservador George W. Bush, no suena muy distinto: «Un sistema económico de éxito permanente debe elevar el nivel de vida del mayor número posible de personas. Parece cuestionable que el capitalismo actual permita amplias ganancias de prosperidad». En cambio, dice, aporta mucha prosperidad a unos pocos.
Según el Instituto Alemán de Investigación Económica (DIW), el diez por ciento más rico posee más de dos tercios de toda la riqueza, mientras que toda la mitad inferior tiene que conformarse con el 1,3 %. También hay una brecha en el crecimiento de los ingresos: mientras que el poder adquisitivo de la décima parte más baja de la sociedad alemana aumentó algo menos del 5 % entre 1995 y 2019, la décima parte más alta ganó más del 40 %.
A esto se añaden tendencias a largo plazo que hacen que especialmente las generaciones más jóvenes tengan la sensación de que ya no pueden llegar al bando ganador, por mucho que se esfuercen. La explosión de los alquileres hace que la vida en las grandes ciudades sea cada vez más inasequible. Al mismo tiempo, se ven amenazados por la prolongación de su vida laboral y la reducción de sus pensiones. Según una encuesta representativa entre jóvenes de 18 a 32 años, casi tres cuartas partes están preocupadas por el descenso del nivel de las pensiones. ¿De qué sirve tanto trabajo en la rueda del hámster capitalista si al final no resulta rentable? La promesa de progreso y prosperidad de las generaciones anteriores suena vacía hoy en día.
En Estados Unidos, la situación es aún más dramática, critica Ray Dalio, el multimillonario de los fondos de cobertura. La mayoría de los ingresos han crecido poco o nada a lo largo de las décadas. Por otra parte, los ingresos del 1 % más rico casi se han triplicado desde 1980, el comienzo de la era neoliberal moderna. La solución propuesta por Dalio: «redistribución».
A 11.000 kilómetros de la sede de Dalio, cerca de Nueva York, Kohei Saito se sienta en un pequeño estudio de la Universidad de Tokio y aún se pregunta qué ha provocado su libro entre la juventud japonesa. Saito, profesor de filosofía, sólo tiene 35 años, por lo que forma parte de una generación «fuertemente influenciada por el impacto de la crisis financiera y el accidente nuclear de Fukushima». Como estudiante, Saito empezó a pensar en ambas cosas a la vez, el orden económico y la destrucción del medio ambiente, y terminó con: Karl Marx.
«De hecho, Marx se ocupó de las consecuencias ecológicas del capitalismo mucho más intensamente de lo que generalmente se sabe», afirma Saito. Sobre esto escribió su tesis en 2016, en la Universidad Humboldt de Berlín: «Naturaleza versus capital. La ecología de Marx en su Crítica inacabada del capitalismo».
Con ello, causó un gran revuelo en los círculos profesionales. Más sorprendente es lo que vino después: Saito escribió un libro sobre un nuevo ecosocialismo a finales de 2020, interpretando la crisis climática como una «manifestación de la producción capitalista» totalmente en el sentido de Marx. El colapso del planeta sólo puede detenerse mediante un sistema postcapitalista en el que no haya más crecimiento, la producción social se ralentice y la riqueza se redistribuya de forma selectiva.
Mientras tanto, su Capital in the Anthropocene ha vendido más de medio millón de ejemplares en Japón. Un orden de magnitud reservado a «Harry Potter» hasta entonces. Pronto su libro se publicará también en inglés y alemán. La cadena de televisión pública NHK dedicó un documental en cuatro partes a la interpretación moderna que Saito hace de Marx. Desde entonces, la literatura de Marx ha gozado de una asombrosa popularidad en las librerías de Tokio, incluido «Das Kapital» como cómic manga. Incluso el primer ministro japonés, Fumio Kisihida, promueve ahora una «actualización del capitalismo hacia una versión más sostenible».
Saito explica el éxito de su libro por el hecho de que sus homólogos japoneses llevan mucho tiempo luchando contra la inestabilidad económica y los «excesos de la globalización». Están abiertos a una «nueva forma de vida». Todas las medidas neoliberales, como la desregulación o la reducción del Estado del bienestar, que se han utilizado para impulsar el crecimiento han dejado tras de sí fracturas sociales e inestabilidad, afirmó.
«Por qué debemos seguir así, centrando toda nuestra vida en trabajar, ganar dinero, consumir, es lo que se preguntan muchas generaciones jóvenes de aquí», señala Saito.
La pandemia fue un punto de inflexión, afirma. Las normas sociales cambiaron de repente; en lugar de quedarse en la oficina, muchos se quedaron en casa con sus familias. El alegato de Saito a favor de una cura marxista de contracción, con jornadas laborales más cortas y una mayor atención al trabajo menos lucrativo pero socialmente importante, como el cuidado de ancianos y enfermos, caló hondo.
Pero, ¿puede Marx, cuya crítica del capitalismo, de 150 años de antigüedad, fue escrita cuando aún traqueteaban las máquinas de vapor, dar realmente una respuesta a la crisis ecológica actual? Saito piensa que sí: al menos más que todos los políticos que venden como solución objetivos de sostenibilidad menos vinculantes. «Esto no es más que el nuevo opio para las masas. Se supone que hay que pacificar a la gente», precisa.
Fortalecimiento del Estado y fin del neoliberalismo
El conservador London Times llamó en su día a Mariana Mazzucato «la economista más temible del mundo». Lo cual era bastante despectivo. Cualquiera que quiera restar poder a los mercados y a la industria financiera y convertir al Estado en el líder de la economía se crea enemigos per se. Sobre todo cuando la idea la propone una mujer inteligente y segura de sí misma.
Mazzucato puede vivir con el título. No está de más tener fama de ser un poco peligrosa. Sobre todo cuando se trata constantemente con Jefes de Estado y de Gobierno de la talla del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, o del canciller alemán, Olaf Scholz.
Mazzucato no está de viaje, sino dando la vuelta al mundo. En las últimas semanas, primero estuvo en Colombia para asesorar al presidente de ese país, luego hizo una que otra intervención en la Conferencia Mundial sobre el Clima en Egipto y, por último, una vez más, estuvo en Berlín. Así es cuando hablas con ella: Todo es rápido y no hay que esperar demasiado con la siguiente pregunta.
Esta italoamericana, nacida en Roma y criada en Estados Unidos, tiene energía para tres. Y así ha llegado a convertirse en la economista más influyente del mundo actual: Mazzucato proporciona a numerosos gobiernos guiones para «Green New Deals», es decir, la reestructuración amigable con el clima de la economía y la industria. El SPD (Partido Socialdemócrata alemán) en Berlín ha incluido sus ideas en su programa electoral. El ministro federal de Economía, Robert Habeck, no deja de intercambiar ideas con ella.
Esto es, cuando menos, sorprendente. La mayoría de los economistas y gobiernos occidentales tenían una idea clara del orden jerárquico del mundo económico en las últimas décadas. Y se veía así: El mercado decide hacia dónde van las cosas, el Estado sólo interfiere y debe mantenerse al margen en la medida de lo posible.
Mazzucato sostiene todo lo contrario: el mercado por sí solo no tiene ninguna oportunidad en la lucha contra los retos del siglo XXI, especialmente el cambio climático. A las empresas les falta voluntad, incentivos y una visión de conjunto.
«El Estado debe marcar el rumbo y fijar objetivos ambiciosos», exige Mazzucato. Debe nombrar los objetivos de la sociedad y concentrar todas las fuerzas en ellos. La transición a una economía de emisiones cero requiere «misiones de innovación» que transformen toda la economía, «desde la forma en que construimos hasta lo que comemos y cómo nos desplazamos». Si se pueden poner en marcha terminales de gas natural licuado en un año porque el Gobierno quiere [debido a las consecuencias de la Guerra en Ucrania], ¿por qué no una nueva industria solar y 10.000 nuevos aerogeneradores?
Mazzucato, de 54 años, ha sido profesora de economía durante 25 años y actualmente enseña en el University College de Londres. Ha ganado todo tipo de premios por sus investigaciones sobre cómo se crean las innovaciones. Sin embargo, si se menciona su nombre en una conversación con otros economistas de renombre, a menudo se levantan las cejas. No es infrecuente la referencia a la famosa frase de Milton Friedman, Premio de Ciencias Económicas del Banco Central del Reino de Suecia, mal denominado ‘Nobel de Economía’: «Los grandes avances de la civilización nunca han procedido de un gobierno centralizado». La cita, sin embargo, data de 1962, y Mazzucato no tiene en mente ni una economía socialista planificada ni una política industrial alcahueta en la que los funcionarios del ministerio gestionan las empresas.
Le preocupan los grandes objetivos, los «moonshots» (disparos a la luna): igual que en su día el gobierno estadounidense afirmó querer volar a la luna en una década. Para lograrlo, sin embargo, primero hay que borrar la vieja narrativa, según la cual el Estado sólo está ahí para corregir los fallos del mercado. Se sigue pretendiendo que es imposible desde el principio dar al capitalismo un propósito, una dirección.
Pero, ¿cómo hacerlo? «Sencillamente», dice: «No sólo orientando cuidadosamente a empresas y sectores industriales enteros en esta dirección, sino obligándoles». Incentivos como un impuesto sobre el CO2 están muy bien. Sería más eficaz, dice, si se exigiera a la industria que utilizara sólo cemento «verde», y el Estado ayudara económicamente a cambio. Otra idea: el gobierno podría vincular las subvenciones estatales a la condición de que las empresas reduzcan sus emisiones. Es lo que hizo Francia con sus préstamos a Air France durante la pandemia o con sus garantías de préstamo a Renault.
Hay muy pocas directrices de este tipo. El culpable, dice Mazzucato, es un «importante defecto de diseño» del capitalismo accionarial moderno. Permite a las empresas invertir sus beneficios no en innovación, sino en transacciones financieras y recompra de acciones, de las que sólo se benefician los inversores. Mazzucato se pone visiblemente nerviosa con este tema. Para 2022, las empresas estadounidenses han anunciado que destinarán alrededor de un billón de dólares a la recompra de acciones en lugar de invertirlos en nuevos productos, incluso sostenibles. «Es una locura», afirma.
Se imagina un Estado emprendedor que incentive a las empresas a invertir su dinero en objetivos de más alto nivel. Lo que el ministro de Economía alemán, Habeck, presentó a principios de diciembre parece sacado directamente del manual de la economista.
A partir del año que viene, el gobierno federal quiere firmar con la industria los llamados contratos de protección del clima: Quienes produzcan de forma respetuosa con el clima, aunque sea más caro, recibirán del Estado el reembolso de los costes adicionales durante un máximo de 15 años. Sobre todo, hay que animar a las industrias siderúrgica, química, cementera y del vidrio a que se pasen rápidamente a la producción ecológica. Preguntado al respecto, Mazzucato asiente con satisfacción: «Así se hace».
El viejo reflejo de mantener al Estado a distancia también está cediendo en las empresas, que desde hace tiempo estaban en contra de toda intervención. Los retos son demasiado grandes para abordarlos en solitario. Para la transformación ecológica, «los instrumentos de apoyo estatales son indispensables», afirma la jefa de ThyssenKrupp, Martina Merz.
Así pues, es probable que la época del neoliberalismo, que ha durado décadas, haya llegado por fin a su fin. Desde principios de los años ochenta, la creencia de que los mercados son más sabios que el Estado había unido a todos los bandos políticos. En Estados Unidos, el presidente Ronald Reagan, ultraconservador, fue el cerebro ideológico. Pero fue Bill Clinton, el demócrata, quien más impulsó la desregulación y la globalización. Y en Alemania fue el canciller socialdemócrata Gerhard Schröder.
Décadas de mercados descontrolados condujeron directamente a la crisis financiera de 2008, que también anunció el fin del neoliberalismo. Las intervenciones masivas del Estado que salvaron a la economía del colapso en aquella época «debían entenderse como el heraldo de un nuevo orden que sustituía al neoliberalismo», afirma el historiador económico Tooze. Quizás el último clavo en el ataúd fue la pandemia. Una vez más, los gobiernos tuvieron que intervenir para evitar lo peor. «Existe la sensación de que hemos llegado a un punto de inflexión».
Lo que abriría el camino a lo que Mazzucato llama una «política fiscal orientada a su fin». Desde los años 80, el equilibrio presupuestario es un fin en sí mismo, por así decirlo, en EE.UU., en Gran Bretaña y en Alemania con su freno al endeudamiento público [fijado legalmente] sobre todo. «Pero ahora Alemania acaba de sacarse del sombrero 190.000 millones de euros, EE.UU. apoyó la economía en la pandemia con cinco billones de dólares», dice Mazzucato. «¿Por qué siempre se saca el dinero de la noche a la mañana en situaciones de emergencia? Cuando se trata de grandes tareas sociales, desde la salud hasta el medio ambiente, dicen: no se puede, hay que cuidar la deuda nacional».
¿Es posible sin crecimiento?
Hablar de crecimiento cero más que todo en el distrito financiero de Londres suena bastante herético. Parece haber un fondo de cobertura en cada edificio, banqueros vestidos con ternos a rayas y con corbata -sí, todavía existen- se apresuran afanosamente por las calles. Tim Jackson sonríe cansado ante el paisaje en este lluvioso día inglés de noviembre; no le gustan mucho los estereotipos negativos. Aunque él mismo encajaría muy bien en uno de estos estereotipos.
Jackson, economista, filósofo y profesor de la Universidad de Surrey, escribió hace más de una década una obra estándar de crítica al capitalismo moderno: «Prosperidad sin crecimiento». En él, Jackson describe el actual orden económico como «por su propia naturaleza dependiente de la supuesta insaciabilidad de las necesidades humanas, en la permanente expectativa de un gasto de consumo en constante crecimiento». El capitalismo supone que los seres humanos no tienen más remedio que desear constantemente más: más dinero, más posesiones. Más, más, más.
En realidad, son tonterías, dice Jackson. Si uno se fija bien, enseguida se da cuenta de que sólo los economistas creen que es la única manera. «La buena noticia es: no necesitamos un cambio radical en la naturaleza humana para alcanzar la prosperidad». La mala noticia es que «nuestro modelo económico es fundamentalmente defectuoso».
Jackson ya había planteado todo esto al Gobierno británico en 2009: ¿es realmente necesario que una economía moderna esté tan servilmente obsesionada con el crecimiento perpetuo? La respuesta de Jackson: no. «No me gustó nada», dice hoy. Gordon Brown, entonces primer ministro, echó por tierra el estudio.
Hoy la pregunta está más de actualidad que nunca: en un mundo finito, ¿realmente tenemos que seguir expandiéndonos para que la economía y la prosperidad no se hundan? Desde el clasicismo económico surgido en el siglo XVIII, la pregunta suele responderse vehementemente de forma afirmativa. La versión resumida es la siguiente: sin crecimiento, las empresas ahorran y recortan puestos de trabajo. Primero se hunde el mercado laboral, luego el consumo. En el mejor de los casos, esto conduce al estancamiento. El nivel de vida se debilita, las ganancias de prosperidad no se materializan. En el peor de los casos, se produce una espiral de recesión o depresión permanente. Esto no es algo que los políticos experimenten voluntariamente.
El único problema es que ahora es discutible cuánto tiempo seguirá siendo voluntaria la renuncia al crecimiento si el planeta sigue calentándose tan deprisa. ¿Realmente necesitan todos los fabricantes de zapatillas vender cinco millones más de pares de zapatillas cada año? ¿Todos los fabricantes de tornillos medianos ganan diez millones de euros más cada año? Los minoristas siempre se lamentan colectivamente si las ventas navideñas no aumentan al menos un tres por ciento con respecto al año anterior.
Para Jackson y otros críticos, la respuesta está clara: se trata menos de «datos económicos concretos» que de un «mito del crecimiento» cultural que se ha ido construyendo a lo largo de casi dos siglos y ha calado hondo en la psique de las naciones industrializadas.
Ni siquiera el primer y muy sonoro disparo de advertencia, hace 50 años, pudo cambiar esta situación. En marzo de 1972 se publicó Los límites del crecimiento, el primer estudio exhaustivo sobre las consecuencias de la incesante expansión humana. Fue encargado por el Club de Roma, organización sin fines de lucro que trabaja por un futuro sostenible desde 1968.
En aquel momento, los científicos utilizaron nuevos modelos informáticos y llegaron a una conclusión clara: los recursos del planeta no permitirían un crecimiento constante de la economía y la población más allá del año 2100. Existía la amenaza de consecuencias dramáticas para los seres humanos y el medio ambiente. El estudio fue duramente criticado y sus conclusiones rechazadas categóricamente por muchos opositores, incluso en las décadas siguientes, aunque los cálculos se confirmaron una y otra vez.
Ahora los frentes se están suavizando lentamente. «Básicamente, nada depende del tamaño absoluto de una economía», afirma Robert Solow, galardonado con el mal llamado Premio Nobel de Economía por sus investigaciones. «Así que si la mayoría de una población decide reducir su huella ecológica consumiendo menos bienes materiales y apostando más por el ocio y los servicios, desde un punto de vista económico no hay absolutamente nada que le impida actuar en consecuencia».
Sin embargo, advierte Solow, hay que vivir con las consecuencias durante un periodo de transición, empezando por el aumento del desempleo y terminando por la disminución de los ingresos.
Por ello, muy pocos economistas quieren prescindir por completo del crecimiento. En su lugar, están pensando en formas más suaves de retirada, lo que significa sobre todo: separar el crecimiento correcto del incorrecto. Por ejemplo, creciendo masivamente en energías renovables, pero recortando en la industria petrolera. O sustituir las fábricas de acero por start-ups digitales.
Los primeros éxitos de este replanteamiento ya son visibles. Recientemente, las emisiones de CO2 descendieron en 30 países, a pesar de que la economía creció, entre ellos Alemania. Eso no bastará para salvar el planeta, dice Jackson. Entonces, ¿por qué no aceptar simplemente que el crecimiento en los países industrializados ya sólo contribuye de forma limitada a la calidad de vida?
Es probable que las consideraciones geoestratégicas jueguen en contra. Ni los europeos ni los estadounidenses querrán simplemente ver cómo China y otras autocracias se expanden económicamente a todo gas y, por tanto, se hacen cada vez más poderosas políticamente. Es cierto, dice Jackson, pero de todos modos la Eurozona apenas ha crecido más del uno por ciento de media anual desde 2000. «El crecimiento económico va a terminar en Occidente en un futuro previsible». Sólo por eso, dice, tiene sentido pensar en cómo se podrían cambiar las cosas.
De hecho, cada vez son más las empresas que intentan encontrar su propio camino hacia el post-crecimiento. Hace tres años, las 200 mayores empresas estadounidenses declararon en un comunicado conjunto que en el futuro ya no se comprometerían sólo con sus accionistas, sino con «todas las partes interesadas»: clientes, empleados y socios comerciales, es más, con la sociedad en su conjunto. Este fue un gran paso para la «Business Roundtable», la asociación empresarial más poderosa del mundo, en la que se han unido numerosas grandes empresas, desde Apple a Goldman Sachs. Hasta ahora, sólo se habían comprometido con sus accionistas. Allí se aplicaba el famoso lema neoliberal de Milton Friedman: «La responsabilidad social de las empresas es aumentar sus beneficios».
Queda por ver qué es palabrería de relaciones públicas y qué es serio. No todas las empresas se comportarán de forma tan sostenible como el gigante estadounidense de artículos deportivos Patagonia, que destina todos sus beneficios a la protección del medio ambiente. Pero los pequeños pasos ayudan: su competidor Adidas, por ejemplo, ha decidido dejar de utilizar poliéster de nueva producción para todos sus zapatos y textiles deportivos a partir de 2024, y utilizar únicamente plástico reciclado.
La mediana empresa suiza Freitag va un paso más allá. Vende 400.000 bolsas y carteras al año en 25 países y no quieren vender mucho más. No porque el mercado o el equipo estén agotados, sino porque simplemente están satisfechos.
El habitual «más alto, más rápido, más lejos» no es «el primer objetivo de la empresa», afirma Daniel Freitag, que fundó la empresa hace 30 años con su hermano Markus. En su lugar, el objetivo es «que todos puedan vivir bien y satisfechos de su trabajo». Los Freitag no creen que «el turbocapitalismo siga ofreciendo las respuestas adecuadas», consideran que los daños colaterales son demasiado grandes. En su lugar, quieren mostrar cómo pueden funcionar más lenta y equilibradamente y que sea “más sano para todos».
En los años noventa, tras sus primeros éxitos, ambos elaboraron un catálogo de ocho puntos importantes para ellos: hablan de calidad y longevidad, de economía circular viva. Desde hace años, mucho antes de que la gran distribución y las empresas de moda descubrieran la idea para su marketing, Freitag ofrece la posibilidad de enviar bolsas usadas y repararlas a precio de coste. Miles de clientes utilizan el servicio cada año. No ganan nada con ello, dice Daniel Freitag. La «felicidad» empresarial, según los hermanos, no reside únicamente en el aumento de los beneficios.
Propuestas para una comunidad más justa
A primera vista, Eva von Redecker y Minouche Shafik no deberían tener mucho que decirse. De hecho, incluso deberían estar enemistados entre sí.
Por un lado, la alemana Redecker, una filósofa feminista con preferencia por Marx, que creció en una granja orgánica, un cerebro del movimiento de protesta que considera que la opresión racista y el dominio capitalista están estrechamente vinculados.
Y por otro lado, Shafik, la pragmática economista, baronesa y miembro de la Cámara de los Lores británica, antaño vicepresidenta del Banco Mundial, hoy directora de la escuela de cuadros capitalistas London School of Economics.
Pero quizá lo especial de estos tiempos decisivos es que se puede llegar a conclusiones muy similares desde polos diferentes. «Vivimos en una época en la que los ciudadanos de muchos países están desilusionados con el contrato social y la vida que les ofrece, a pesar de que la prosperidad material ha aumentado enormemente en los últimos 50 años», afirma Shafik, economista formada en Oxford. «El capitalismo está destruyendo la vida», afirma Redecker, filósofa formada en Cambridge.
La buena convivencia, dicen ambas, necesita nuevas reglas, las reformas deben pensarse en términos de personas, no de mercado. Shafik ha escrito un libro sobre este tema: «Lo que nos debemos los unos a los otros». Redecker publicó una «Filosofía de las nuevas formas de protesta».
Sin embargo, naturalmente, hay diferentes papeles que desempeñar. Shafik, experta en finanzas, hace propuestas políticas concretas. Redecker, aguda pensadora de vanguardia, formula sus ideas de forma más radical. Como filósofa, no se siente responsable de esbozar las formas concretas en que deberían cambiar las cosas.
Por encima de todo, Redecker quiere sacudir una certeza: que el capitalismo en su forma actual sigue siendo sostenible. Para ella, está indisolublemente ligado a una cierta forma de propiedad, con la que viene aparejado el derecho a abusar: Durante siglos, el feudo había gobernado sobre la tierra, sobre las personas que le estaban sometidas.
Se ha superado el dominio integral del feudalismo, pero la explotación se ha concentrado aún más en otras partes: en la esclavitud de los negros, por ejemplo, o en la desvalorización del trabajo femenino. Como todo está conectado con todo lo demás, todo debe cambiar al mismo tiempo: las relaciones de propiedad, el orden de género y lo que ella llama el «agotamiento de la naturaleza».
Como respuesta, puede imaginar un «socialismo para el siglo XXI», basado en Marx, pero pensado más allá. Como una especie de «comunidad del compartir» que podría librarse de muchos problemas interrelacionados: demasiado trabajo agotador, agotamiento de los recursos, dominio de la propiedad. «En lugar de explotar los bienes, podríamos compartirlos», afirma Redecker. «Podríamos cuidar lo que se nos confía en lugar de subyugarlo», explica.
Para Redecker, no es casualidad que sean sobre todo las mujeres las que impulsan los actuales movimientos de protesta: en Viernes por el Futuro, en Black Lives Matter, en Bielorrusia en 2020, ahora en Irán. «Durante siglos en la historia, las mujeres han estado estrechamente vinculadas a la vida cotidiana, a los cuidados, a lo básico de la convivencia y al mantenimiento de los medios de subsistencia. Las mujeres han tenido hijos, por lo que han producido vida, los hombres han producido cosas, bienes».
El trabajo de las mujeres se orientaba a las necesidades de las personas, no a las del mercado. Y por eso las mujeres de hoy pueden ver más claro que los hombres que lo que está en juego es nada menos que la supervivencia de la humanidad.
Minouche Shafik, directora de la London School of Economics, tiene algunas ideas concretas sobre lo que podría ayudar, no sólo a sobrevivir, sino también a convivir. Como tantos otros, ve la primera y más importante palanca en la reorientación de los flujos monetarios. Pero no a través de un Estado del bienestar aún más pronunciado.
«El Estado no debe redistribuir primero, pues entonces ya ha fracasado», afirma. El Estado debe «predistribuir»: invertir masivamente en educación, en infraestructuras, en todas las formas posibles de igualdad de oportunidades. «Hay que invertir en todos lo antes posible, pero especialmente en los desfavorecidos, y de esa inversión puede salir una economía más productiva».
Por ejemplo: Todo el mundo recibe del Estado un subsidio de educación de 50.000 euros desde su nacimiento, que puede utilizar a lo largo de su vida, ya sea para estudiar o para ampliar su formación.
O de esta manera: «Atención infantil integral y de bajo coste», desde la guardería hasta el bachillerato. Para la igualdad, «el instrumento absolutamente más importante, los datos al respecto son totalmente claros».
También hay que remediar el «desequilibrio del sistema fiscal que favorece al capital y perjudica al trabajo».
Nada de esto es nuevo, como bien sabe Shafik. Los grandes instrumentos como los impuestos, las pensiones, la educación influyen en cómo vivimos y trabajamos y en lo bien que nos va. Sin embargo, critica Shafik, nadie se atreve a usarlas como es debido: «En la mayoría de los países industrializados nos comportamos como si el mundo no hubiera cambiado».
Por eso ha llegado el momento de evolucionar todo el modelo, el capitalismo. «Probablemente incluso radicalmente».
Ahora parece más una promesa que una amenaza.
Der Spiegel, Hamburgo, Alemania.
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