Crónica de una ilusión

POR RICARDO SÁNCHEZ ÁNGEL

Reseña de la novela Las reglas del fuego, del cineasta colombiano Lisandro Duque Naranjo.

La crónica de Lisandro Duque es testimonial y autobiográfica, donde la memoria, siempre leal, a veces infiel, está acompañada de esa musa esquiva y exigente, que es el arte de la palabra. Es una crónica literaria que amalgama realidades, recuerdos, conversaciones, acontecimientos, rumores, lecturas, historias, sueños e ilusiones.

Es un relato coloquial, de fonda, cafés y cantinas, conversado en reuniones de amigos y de compañeros de los de antes y de los de siempre. También un seminario de literatura e historia contemporánea. Esta es la crónica de un gran charlista, que ha hecho de la conversación no solo una circunstancia necesaria, sino un arte, palabreando la vida. Puro lenguaje popular-culto, rico en matices e ironías. Anecdotario delicioso, picaresca, inventivas e ironías que condimentan el sabroso estilo de Lisandro Duque. El humor, que es la broma superior de la vida.

Las reglas del fuego están charladas por Lisandro Duque y escritas por él mismo. Su método es volver lo común de varias gentes, todas subversivas, como parte de su propia biografía. Es el testimonio de un artista sentimental que dijo “adiós” a doctrinas políticas, pero mantiene el ancla de sus emociones en la importancia de tantas gestas emancipatorias, de rebeldías derrotadas, de muertes trágicas, que sabe de las deserciones, los dogmatismos y las ilusiones fallidas y abandonadas.

Lisandro Duque Naranjo

En el principio fue el ateísmo de la juventud, en la alborada de los años sesenta en Palomino, en verdad, Sevilla, Valle, municipio de la colonización antioqueña, durante la saga expansiva de la arriería y el café. Eran tierras de hacendados y latifundistas, tierras baldías, que habían sido apropiadas por los señores del gran Cauca. Sevilla, como Pereira y otras poblaciones, se fundó en lucha por el territorio y la libertad.

El ateísmo y la lucha frontal contra los curas, la religión y sus pompas, era la conciencia de que atrás de estos ropajes y prédicas estaba la loba blanca de la violencia contra liberales y masones. Esta novela testimonia el papel de la Iglesia en la violencia, con curas españoles durante el Congreso Eucarístico de 1951, que organizó la acción intrépida de la cruz y el machete en el norte del Valle. El acto de quemar el pesebre por los jóvenes iconoclastas simboliza el repudio a esta violencia político-religiosa.

En Las reglas del fuego todo es desde abajo, un relato de la insurgencia en tono triste y decepcionante. Por ser una gesta derrotada, sometida y autoasesinada. Lo dedicado al fanatismo del jefe guerrillero en su verosimilitud en el capítulo 11 es de gran hondura, donde la caricatura de la situación, lo grotesco del crimen al disidente, demuestra el esperpento del militarismo guerrillero. Lisandro Duque viaja a los meandros de la sicología de los comprometidos, en la tragedia a cuestas y la vergüenza que hay que exhibir como penitencia laica ante la faz del pueblo sacrificado. Pablo Antonio Ospina, en la vida real, una proyección de Fabio Vásquez Castaño, es el epítome de este caudillismo y personaje central en estos recuerdos, con quien Carlos Arturo, heterónomo de Lisandro Duque, conversó largo y tendido en La Habana. De allí deviene la riqueza en el relato sobre la experiencia selvática y montaraz de la guerrilla.

El paisaje narrativo es nostálgico, lleno de desolaciones, a excepción de lo juvenil iniciático, y de ese fresco erótico que marca la humanidad en estas pequeñas historias, asombrosas incluso para quienes hemos hecho largas travesías. Se elaboran perfiles de distintos personajes guerrilleros, a partir de su vida y de su muerte: Antonio Larrota, Pedro León Arboleda, Federico Arango Fonnegra, Camilo Torres, Oscar William, Jairo de Jesús y Héctor, los hermanos Calvo, Manuel Marulanda Vélez… Alfredo Tamayo, sociólogo de la Universidad Nacional, viene a ser un heterónomo (¿?) de Víctor Medina Morón, Julio César Cortés, Armando Correa y Ricardo Lara Parada y otros, simbolizando cómo la revolución devora a sus propios hijos. Algo llevado al clima del fanatismo con la masacre en Tacueyó, Cauca, de docenas de jóvenes en el delirio de los jefes del Frente Ricardo Franco). Tulio Bayer y Rafael Jaramillo Ulloa saldrán al exilio, el primero, en París, escribiendo novelas y acompañando el internacionalismo; el segundo, en Chile, sin dejar rastro. El crimen de Jaime Arenas está presentado bajo la particular apreciación del autor.

Lisandro Duque tiene ojo de cinéfilo y perspectiva de antropólogo-político, lo que le permite escrutar mejor la múltiple condición humana. Al mismo tiempo que recrea La tras escena de la época, que va hasta fin del siglo. Allí, destaca la onda ascendente del narcotráfico, el neoliberalismo, la subversión de los valores, el holocausto del Palacio de Justicia y el paramilitarismo. Además, la nueva Colombia se corresponde con un hecho positivo, pero desdibujado, la Constitución de 1991. Se trata de las dos caras de la misma moneda.

Tan definitorio de época es el colapso del estalinismo en la URSS y en Europa Oriental. La pluma del autor es lúcida en el análisis y acerada en las consecuencias: la invasión soviética a Afganistán y el estallido nuclear de Chernóbil se seleccionan como dos fracasos representativos de la burocracia. Como en una película, en Las reglas del fuego se muestra la constelación guerrillera, cargando tintas más a unos que a otros, pero afinando las razones de la derrota, que son las de una historia que ha podido ser diferente.

El personaje central de esta vida novelada, Pablo Antonio, simboliza esta tragedia, que es también comedia. Al final, de nuevo la religión, esta vez en la forma mítica de Yemayá y Oshún.

La Palabra, el periódico cultural de la Universidad del Valle, edición No. 321, febrero 2021, Santiago de Cali.