RESUMEN AGENCIAS /
Desde Polonia hasta España, pasando por Alemania y Francia, la oleada de protestas de agricultores de la Unión Europea (UE) refleja la dificultad de llevar a cabo una transición ecológica del sector ante los férreos postulados neoliberales institucionalizados que solo ve en la actividad agrícola una oportunidad de negocio.
El sector primario europeo sufre una crisis capitalista de manual. Los agricultores y ganaderos se muestran indignados ante el estancamiento de sus actividades tras un largo periodo de rentabilidad. En efecto, La industrialización y la modernización durante la segunda mitad del siglo XX aumentaron la productividad del campo y convirtieron a Europa en una potencia agrícola que exportaba sus excedentes. Pero desde principios de este siglo el modelo de negocio se encuentra estancado. Y buena parte de los campesinos europeos viven atrapados en esta lógica productivista: intentan invertir en maquinaria más moderna sin lograr incrementos significativos de productividad, pero sí que aumentan sus deudas y emisiones de dióxido de carbono.
A eso se le suman las incongruencias de las políticas públicas en el Viejo Continente. El sector recibe una gran cantidad de ayudas, sobre todo, los 41.400 millones de euros de la Política Agraria Común (PAC) de la Unión Europea. No obstante, estas subvenciones se distribuyen de manera desigual y con una lógica (basada en la cantidad de hectáreas) en las antípodas de la justicia social, además de resultar insuficientes para impulsar una transición verde del sector. En 2020, el 0,5 % de las explotaciones europeas más grandes recibieron el 16,6 % de los fondos de la PAC, con ayudas individuales superiores a los 100.000 euros, mientras que el 75 % de los pequeños y medios percibieron apenas el 15 %, con menos de 5.000 euros cada uno.
Medio siglo de políticas neoliberales
Es bastante evidente que la ultraderecha haya afilado su discurso y busque sacar rédito electoral en esta crisis. Ha aprovechado la revuelta de los agricultores para poner en el punto de mira políticas ecológicas como el fin de las subvenciones a combustibles fósiles o la limitación del uso de pesticidas, y Bruselas, capital de UE, que teme que la derecha más recalcitrante obtenga poder de veto tras las elecciones del próximo 9 de junio, se ha apresurado a eliminar, de forma contraproducente, estas incipientes iniciativas ecológicas.
Todo esto es bastante más complicado que cuatro tímidas medidas contra la crisis ecológica. El agro europeo paga, en realidad, medio siglo de políticas neoliberales, tanto en el campo como en el comercio. La salida conservadora a esta crisis no hará sino agravarla.
Una breve historia de la política agraria común de la Unión Europea sirve para ilustrarlo. En 1970, el plan Mansholt se fijó como objetivo “optimizar la superficie cultivada” y “fusionar explotaciones agrícolas para crear unidades más grandes”. La productividad, de la mano de pesticidas y otros productos dañinos, y las grandes explotaciones se convierten en el eje de la política agraria. En 1992, las reformas MacSharry se fijaron como objetivo “reducir el presupuesto global y abandonar la política de precios garantizados”; poniendo así fin a la regulación del mercado y dando ayudas directas a los agricultores. Con base en el tamaño de sus explotaciones se determinan los pagos recibidos.
En los últimos años, la creciente preocupación ante la crisis climática y de biodiversidad ha provocado algunos cambios en la política agraria común, que históricamente ha beneficiado de forma desproporcionada a los grandes terratenientes. Sin embargo, conviene recordar que, pese a la ingente burocracia a que va vinculada –de la cual se quejan todos los agricultores y ganaderos–, dicha política sigue siendo crucial para la supervivencia del primer sector en Europa. Supone entre un tercio y la mitad del presupuesto europeo.
La razón, básicamente, es que el campo es el gran sacrificado por la política de libre comercio abanderada mediante diferentes tratados por la Unión Europea. El objetivo principal de estos acuerdos es facilitar la obtención de materias primas y abrir la puerta de terceros países a las manufacturas locales de gran valor añadido, así como a las inversiones financieras. A cambio, a menudo, se aceptan las importaciones a gran escala de insumos alimentarios producidos en esos países a mucho menor costo y con menores restricciones medioambientales. El cereal ucraniano, que ha inundado Europa oriental gracias a la retirada de los aranceles por Bruselas debido a la guerra, ha acabado por hundir los precios.
Un regalo para la ultraderecha europea
Cuando faltan cuatro meses para las próximas elecciones europeas, esta rabia del campo aparece como un regalo caído del cielo para la ultraderecha, que ya tenía el viento en popa de cara a los comicios del 9 de junio. Si bien en 2019 las manifestaciones climáticas de los jóvenes tuvieron una incidencia en ese escrutinio y favorecieron el crecimiento de los verdes en la Eurocámara, la actual oleada de protestas campesinas aparece como un síntoma del cambio de época. Es una señal del efecto backlash (reacción conservadora) que sufre el ecologismo, pero también de los límites e incoherencias del denominado “neoliberalismo verde”.
Alemania, Francia, Polonia, Países Bajos, Rumania, Italia, España… Es larga la lista de los Estados donde se han producido este tipo de movilizaciones. La dimensión continental de esta contestación evidencia el carácter estructural de los problemas del sector primario. Esta es una crisis de crecimiento de una actividad que se desarrolló y prosperó durante décadas gracias a su modernización e industrialización, pero que se encuentra estancada desde principios del siglo XXI. Está encerrada en un modelo productivista que ya no crece y genera malestar entre unos endeudados y empobrecidos campesinos. Es además la consecuencia de haber renunciado a una regulación de los precios que se pagan a los campesinos y haber suprimido los aranceles sobre los alimentos de fuera de la UE, con la firma de tratados de libre comercio.
Manipulación para imponer el relato
No obstante dichos antecedentes, los grandes medios de propiedad del capital concentrado y buena parte de la clase dirigente conservadora de Europa buscan imponer una interpretación mucho más simplista y parcial: el campo contra la ecología. Este diagnóstico solo tiene en cuenta las últimas gotas que han colmado el vaso –la supresión de la subvención del diésel rural en Alemania o Francia o una reducción del tamaño de las granjas en Bélgica o Países Bajos– en lugar del caudal de este malestar. También sirve para no cuestionar a la industria alimentaria y la gran distribución –una de las dianas predilectas de los campesinos movilizados– ni los dogmas económicos neoliberales, como la no regulación de los precios o los tratados de libre comercio. Y, de hecho, se trata del mismo marco discursivo de la extrema derecha.
Aunque la ultraderecha se presenta como defensora de los pequeños campesinos, en realidad respalda las políticas que alimentan su malestar.
“Ante cada dificultad, ustedes se dedican a señalar a los agricultores” y los presentan “como delincuentes, contaminadores de nuestras tierras y como los torturadores de los animales”, reprochó el primer ministro francés, Gabriel Attal, a una diputada verde en la Asamblea Nacional. En lugar de hablar de “competencia desleal”, señalar a la gran distribución o cuestionar la desregulación de los precios, el Gobierno de Emmanuel Macron ha acusado de este malestar agrícola a los ecologistas. Ha sacrificado varias medidas medioambientales, como el final progresivo de la subvención del diésel rural o un plan para reducir el uso de pesticidas, para responder a la rabia del campo.
Esta reacción representa, sin duda, una victoria ideológica para la extrema derecha.
Una timorata Unión Europea ha pensado que con comprar el marco de la extrema derecha y eliminar las restricciones podría capear el temporal. Hace cinco años eran Greta Thunberg y las movilizaciones juveniles contra la crisis climática las que marcaban el paso, lo que llevó a Bruselas a presentar su Green Deal. Un lustro después son los tractores los que ponen el ritmo, empujando las veletas instaladas en las instituciones europeas a cargarse aquella tímida iniciativa. De fondo se constata una realidad marmórea: cualquier cosa, menos tocar el libre mercado, porque lo que atenaza a los agricultores es un mercado interno en el que priman el tamaño y la productividad y en el que grandes conglomerados controlan la cadena de distribución y suministro, imponiendo precios y prioridades a los productores, obligados a veces a vender por debajo del costo de producción. Lo que los oprime, también, es un mercado global desregulado que permite la entrada de insumos producidos a menor costo, en un escenario en el que la Unión Europea se limita a repartir ayudas de forma desigual, declinando regular precios y mercados.
El problema no son las necesarias políticas medioambientales. El problema, que pone de manifiesto las insalvables contradicciones de una institución como la Unión Europea, es que no es posible luchar de forma real contra la crisis climática sin tocar el mal llamado libre comercio y cuestionar los pilares del actual modelo económico neoliberal.