Estado obeso o estrangulamiento institucional

POR JUAN J. PAZ Y MIÑO CEPEDA

Consolidada la conquista y sometimiento de los pueblos aborígenes, durante la época colonial la Corona de España organizó los territorios bajo nuevas formas administrativas: dos virreinatos iniciales, varias audiencias, gobernaciones, algunas capitanías generales, corregidores y cabildos, sujetos, en última instancia, al Real y Supremo Consejo de Indias y a la Casa de Contratación. El Rey emitía las normas y leyes que debían regular la vida de las “provincias” americanas. Se trató de un complejo sistema que incluyó las regulaciones sobre la población indígena, sujeta inicialmente a los repartimientos y encomiendas y sometida a brutales formas de explotación laboral y humana. Además, se trasladaron a las colonias a miles de esclavos negros. Se implantó una sociedad legalmente jerarquizada y dividida en “castas”, bajo el dominio de los blancos, entre quienes solo los de origen español podían ocupar los cargos más altos del Estado. Y, con respecto a las leyes emitidas desde España, surgieron contradicciones desde los primeros tiempos coloniales, porque los colonizadores y sus descendientes criollos resistieron las normas que en algo podían perjudicar su dominio, así como los indígenas y pobladores subordinados al dominio de los “blancos” igualmente crearon mecanismos de resistencia y evasión para no verse afectados. De modo que en tierras americanas surgió una práctica oficial y además generalizada de receptar las disposiciones con una observación que decía: “La ley se acata, pero no se cumple”.

Los procesos de independencia de América Latina tuvieron como ideal la superación del régimen colonial y la construcción de repúblicas basadas en principios ilustrados de constitucionalismo, democracia, libertad e igualdad. Sin embargo, las realidades nuevamente se impusieron: el control económico, la explotación social, el dominio político, el control del Estado, pasó a manos de oligarquías que implantaron su hegemonía. De modo que, si se sigue el siglo XIX republicano, no hay país latinoamericano que haya logrado establecer Estados democráticos y peor socialmente igualitarios, con instituciones fuertes y estables, bajo el respeto a las leyes como guía de convivencia social y política. Esto no significa desconocer el papel que cumplieron las fuerzas liberales y los radicales para avanzar y fortalecer la institucionalidad y lograr afirmar al menos los derechos individuales. En Argentina, Chile y México destacaron esos avances liberales desde mediados de aquel siglo.

El progreso institucional, los Estados de derecho y el avance de las legislaciones sociales en la región prácticamente ocurren en el siglo XX, al ritmo del progreso y consolidación del capitalismo. En las sociedades precapitalistas, primario-exportadoras y oligárquicas del pasado, “la ley (y las instituciones) se acata, pero no se cumple”, si usamos la vieja fórmula de la época colonial. Pero ese desarrollo capitalista se levantó sobre una serie de herencias, entre las que también cuentan comportamientos sociales y políticos que han frenado las posibilidades de construcción de la institucionalidad y de la legalidad que permanecen como ideales todavía por conquistar.

Como es bien conocido en todo tipo de estudios, el capitalismo latinoamericano nunca ha superado las desigualdades sociales, la concentración de la riqueza y el dominio privado de la economía. En consecuencia, las disputas políticas se dan, cada vez con mayor claridad, en el marco de agudas confrontaciones entre clases sociales. Las burguesías de la región no han impulsado el desarrollo económico con bienestar colectivo y normalmente han sido un constante freno para crear economías de tipo social, con amplios y universales servicios públicos en educación, salud, medicina y seguridad social. Y lo que se está observando en el presente es que, al acoger la ideología neoliberal y ahora la libertaria, las élites empresariales latinoamericanas han retomado no solo el camino del dominio oligárquico sino la perversión de la institucionalidad, el derecho y la legalidad en los Estados donde han logrado el control del poder político.

En efecto, al cuestionar al Estado “obeso” y buscar su achicamiento, han quebrantado la institucionalidad que sufre el peso de los recortes fiscales, la expulsión de burocracia, la desarticulación o el agravamiento de la deuda externa condicionada por organismos como el FMI. Al mismo tiempo, han convertido los sistemas tributarios en mecanismos de afectación colectiva, pero de privilegio para los “inversionistas” que lucran con la evasión, los paraísos fiscales, las remisiones, condonaciones o la disminución de sus impuestos. Igualmente han arrasado con derechos sociales y laborales, que son conquistas civilizatorias y que han pasado a manos de la flexibilización y precarización de las condiciones contractuales. El cuestionamiento a la seguridad social y la atención médica y en salud para lograr su destrucción y pasar esos servicios a manos privadas, ha afectado cada vez más a las poblaciones nacionales que caen en el desamparo, agudizado por la mayor pobreza y marginación.

El cuadro se conjuga con un clima de inobservancia o manipulación de las leyes y el derecho para perseguir opositores o arremeter contra los movimientos sociales, sujetos a lo que se denomina criminalización de la protesta. El latinoamericanismo, que fuera un ideal nacido en los procesos de independencia y mantenido posteriormente por líderes y fuerzas progresistas de la región, se ha roto con los gobiernos empresariales. En Argentina y Ecuador se conviene con los Estados Unidos en acuerdos militares que privilegian su presencia directa y la sujeción a las geoestrategias de hegemonía mundial que mantiene esa gran potencia.

A raíz del inédito conflicto diplomático con México, en Ecuador hay gente convencida que todo el mundo está mal y que las fallas están en las normas internacionales sobre el asilo. El avance del narcotráfico y de la delincuencia en todos los países es fruto de ese conjunto de factores que estrangulan las capacidades de los Estados y que no han evitado la penetración de esos intereses en las instituciones y aparatos públicos, pero también en sectores privados a los que rara vez se investiga el origen de sus patrimonios y de la riqueza que concentran.

En Ecuador el riesgo de que activistas y políticos del progresismo social, así como miembros del movimiento indígena sean acusados de “terroristas” o de tener vínculos con los “narcos” ya se ha concretado contra campesinos que resisten la explotación minera en la provincia de Cotopaxi.

La falta de institucionalidad y de respeto a las leyes se conjuga plenamente con el dominio privado de la economía. Cuando el filósofo y revolucionario anarquista Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865) sentenció que la propiedad es un robo, se refería a la propiedad privada capitalista, que es la que roba a la sociedad el valor generado por su trabajo. El neoliberalismo-libertario de América Latina ha trastrocado los conceptos y dice ahora que el Estado es el que “roba” cuando cobra impuestos, financia bienes y servicios públicos o atiende a la población con sus inversiones. Esa ideología se ve reforzada diariamente con la labor que desarrollan medios de comunicación vinculados con el gran capital. Revertir la incidencia de estas ideas en medios populares se ha convertido en un desafío no solo político sino académico para lograr un futuro de mejoramiento de las condiciones de vida y trabajo de las poblaciones latinoamericanas.

@JuanPazyMino

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