En Colombia, el pueblo puede convocar directamente una Constituyente u otro mecanismo para reformar la Constitución

POR DARÍO MARTÍNEZ BETANCOURT

Me propongo iniciar una serie de análisis acerca de ciertos parámetros constitucionales consagrados en nuestra Carta fundamental y el contraste con la realidad política, económica, social, cultural y ambiental de Colombia, y la propuesta de una Constituyente.

Teoría constitucional, realidad y Constituyente

Comienzo con uno de los más importantes principios fundantes de la Constitución Política, establecido en el artículo 3º, que a la letra dice: “La soberanía reside exclusivamente en el pueblo, del cual emana el poder público. El Pueblo la ejerce en forma directa o por medio de sus representantes, en los términos que la Constitución establece”.

Este precepto básico, le da al pueblo carácter de constituyente primario y depositario en forma exclusiva de la soberanía del Estado colombiano. El concepto de soberanía tuvo un desarrollo histórico que de índole política pasó a una doctrina de índole jurídica, ligada a la concepción del poder del Estado y dando pie al absolutismo en las monarquías europeas. Soberanía fue igual al poder omnímodo del príncipe o monarca. Se vertió mucha sangre para llegar a la creación del poder inalienable del pueblo, más que ideado, perfeccionado por Rousseau. Así se reflejó en las Constituciones políticas de Filadelfia y de Francia de 1791. Algunos tratadistas colocan como precursor de esta concepción a Francisco Suárez (1548-1617), S.J., gran jurista español y teólogo en su época, quien con la tesis de la comunidad perfecta, integró el cuerpo místico político con “competencia suficiente para llegar al pacto político o contrato social”. Nicolás Salom Franco, en la Revista de la Academia Colombiana de Jurisprudencia, edición 325 expone que: “Desde la más temprana escolástica, 200 años antes de Santo Tomás de Aquino, en el siglo XI, el monje alsaciano Manegold Lautenbach, planteó quizá por primera vez en la historia, la tesis de que la autoridad procedente de Dios residía en el pueblo, quien directamente la trasmitía al gobernante”. Así que el contrato social de Rousseau, tuvo importantes antecedentes filosóficos y políticos.

Volviendo al tema de la soberanía, en una copia del constitucionalismo europeo y norteamericano, se coloca al pueblo como su titular, sin parar mientes en la denominación, contenido y alcances políticos y también jurídicos del término pueblo.

La Real Academia Española de la Lengua, define al pueblo como ciudad, villa, población, conjunto de personas de un lugar, región o país. La definición lexicográfica del pueblo es “todo grupo de personas que constituyen una comunidad u otro grupo en virtud de una cultura, religión o elemento similar comunes”. Es una palabra ambigua, equívoca, ambivalente y proviene del latín Pópulos. Se asocia al grupo humano con una historia, cultura y tradiciones compartidas. Algunos tratadistas de Derecho Público, equiparan al pueblo con la nación y lo determinan como un elemento del Estado, junto al territorio y al ejercicio del poder. Larga es la lista de pensadores y teóricos que han gastado mucha tinta para referirse al pueblo, sin que hasta la fecha se encuentre una acepción satisfactoria y completa, desde el punto de vista sociológico, político y jurídico. Lo cierto es que no hubo régimen político, ni Estado alguno, ni partido político que no se hayan referido al pueblo.

Hitler llenaba las plazas del Tercer Reich con la invocación exaltada del pueblo alemán. Los gobiernos socialistas no son la excepción. Lo popular no es necesariamente pueblo, las clases dirigentes o élites no son pueblo. La voz del pueblo no es la voz de Dios. El pueblo ya no aclama a sus dirigentes. Pueblo no fue la polis de la ciudad del Estado de Grecia. No fueron pueblo en Roma los patricios y plebeyos. No son sólo pueblo los campesinos, agricultores, trabajadores, profesionales, ni los estudiantes. El tercer Estado a partir de la Revolución francesa, no fue exclusivamente pueblo. Pueblo no es solo multitud, muchedumbre o masas.

La voluntad general a la que se refirió Rousseau y los antecesores teóricos del contrato social, no se la puede encasillar en el pueblo, referida a un cuerpo único.

El concepto de democracia como el gobierno del pueblo y para el pueblo, es un formalismo sin substancia y un mero discurso político para tratar de legitimar el poder estatal.

¿En qué pueblo pensaron los constituyentes de 1991, elegidos con el 30 % del censo electoral, con una abstención del 70 %, al aprobar el artículo 3º constitucional y la Constitución Política?

La verdad es que, en nuestra sociedad el concepto pueblo está ligado a los factores reales de poder, especialmente a los grupos económicos. Ellos son los titulares del poder soberano del Estado.

Además, la soberanía está relativizada por el Derecho internacional de los DDHH, por la moral social y por los principios y valores axiológicos. No existe autodeterminación absoluta. Se perdió el contenido clásico de la soberanía. No existe soberanía interior o inmanente. No es sino mirar el poder de la subversión armada y narcotráfico, quienes son cuasi dueños y huéspedes de varias zonas geográficas colombianas, en las que con el poder de las armas, arrodillan al Estado, y lo sustituyen en el cumplimiento de algunos fines esenciales. Inauguran escuelas y hospitales, desplazan a la población cuando quieren, imponen la ley del silencio, paralizan el funcionamiento normal de la sociedad y gobiernan paralelamente subsectores del territorio.

Soberanía externa o transeúnte tampoco existe. La globalización económica con el libre mercado, transfiguró al Estado en una dependencia de potencias y organismos extranjeros. Los poderosos del Norte marcan el rumbo político y económico de los países subdesarrollados. La soberanía dejó de ser imprescriptible e inalienable.

Hay una tricotomía entre lo social, lo político y el Estado. No están unidos entre sí, no hay consenso entre ellos. El país político sigue convencido de ser el originario y dueño del poder, y el país nacional del que hablara Gaitán, es ignorado y marcha a pie en desgracia por los abismos de las carencias e injusticias sociales. Aquello de que la soberanía reside exclusivamente en el pueblo, no deja de ser pura teoría constitucional distante de la realidad. Pareciera que la noción política de nación de la vieja Constitución, inducía a menos errores y era más comprensiva que el término pueblo. El pueblo no existe como nación, ni la nación como pueblo. Este no es más que un conglomerado de individuos amorfos, sin unidad, sin vínculos políticos, sociales, afectivos y jurídicos, que lo identifiquen como algo coherente, organizado, consciente, educado y con ánimo de lucha.

Si el origen del poder está en crisis y desvirtuado en la realidad social y económica, la conclusión obvia es que ninguna rama del poder público goza de legitimidad. Hay un bloqueo institucional que debe ser solucionado, interviniendo toda la sociedad sin ninguna exclusión, utilizando mecanismos de reforma constitucional, incluida la constituyente, el referendo, u otros mecanismos de participación democrática.

Vivimos un minifundio constitucional de derechos fundamentales construidos en el aire, y poseemos una organización del Estado paquidérmica, contradictoria, infuncional, clientelista y corrupta, que está en contravía de principios y valores axiológicos de la misma Constitución. Todo esto, no ha pasado de ser una simple retórica política y un programa de gobierno en elecciones.

Si está en crisis nada menos que el constituyente primario, el poder soberano del pueblo para ejercer una facultad transformadora de la Constitución, se halla retenido por unos poderes constituyentes derivados, que con el argumento del procedimiento competencial y control formal convertido en material, taponan la posibilidad de una urgente actualización constitucional, bajo el imperativo de una paz integral.

Lamentablemente la Constitución vigente no fue el Tratado de Paz.

Se requiere superar la crisis epistemológica del concepto del pueblo, para que deje de ser una simple ficción y se lo entienda como un agregado de personas de carne y hueso, con igualdad de derechos y aspiraciones, que supere las inmensas desigualdades. De esta forma se podrá legitimar el ejercicio del poder y hacer realidad en la práctica, la democracia material.

La legitimidad fundamentada en la teoría contractualista, está desconceptualizada y desconocida por los hechos y las realidades sociales. Los individuos particulares no son libres y menos iguales y el traslado de nuestra libertad a la autoridad, termina en neo-esclavitud y arbitrariedad. Los procedimientos jurídicos y políticos formales, no son suficientes para lograr esa fallida legitimidad, especialmente cuando ésta se agrava por la ausencia del bien común y el interés general, como fin esencial del Estado.

Seguimos ahogados discutiendo el procedimiento y el mero trámite de lo que puede ser una eventual convocatoria a una Constituyente, sin reparar que puede ser una improvisación e irresponsabilidad histórica, entregarle a unas precarias e ilegítimas mayorías del Congreso, la suerte de 50 millones de colombianos, dándole la exclusividad de su convocatoria.

Este planteamiento es incompleto, si no advertimos que todo esfuerzo institucional, o mediante una hermenéutica constitucional que desafíe la ortodoxia en materia de reforma a la Constitución, queda en manos de la Corte Constitucional, que es la que revisa cualquier acto jurídico en lo formal y material, que pueda romper esquemas de puro derecho positivo. Un poder constituido con competencias derivadas del texto constitucional, no puede examinar actos o hechos políticos que surjan del pueblo o del constituyente originario, y no le es dado menoscabar su poder soberano.

La mayoría en este organismo, auto declarado omnipotente sin ningún control, con poderes absolutos, la hacen cinco de nueve magistrados. O sea uno de ellos, la mitad más uno, es el constituyente más importante que pueda existir para transformar la Constitución Política y cambiar el rumbo de Colombia. La Constitución no puede ser pétrea, inmodificable por los medios que ella misma autorizó, e instituyendo de contera una dictadura judicial constitucional.

La Constitución vigente de 1991, es hija legítima del abominable Estado de Sitio, institucionalizado en su tiempo para desconocer derechos fundamentales y levantar sobre el autoritarismo, una monarquía constitucional presidencialista. Es engendro del poder extraconstitucional, violatorio del Estado de Derecho, que en la anterior Constitución “sólo facultaba al Congreso reformar la Constitución” por acto legislativo, y del plebiscito de 1957 que prohibió recurrir para lo mismo al pueblo.

Reitero, nuestra Constitución es fruto antidemocrático e ilegítimo de la mayor abstención que se haya dado en Colombia (70 %) en la elección de los constituyentes de 1991. Sin embargo, ese precario veredicto popular convalidó sin un referendo a posteriori, lo que fuera una transgresión infraganti de la letra y espíritu de la Constitución derogada.

Ahora se intenta un similar ensayo en un ambiente de violencia, caos, zozobra, injusticia social, corrupción, etc., que es igual o peor a la época de los años 90. Sólo faltaría un segundo Pablo Escobar, que exija y consiga la derogatoria de la extradición.

El argumento formal para negar la propuesta del presidente Gustavo Petro, es el de estar reglado en la Constitución el trámite para que sea únicamente el Congreso el que pueda convocar la Constituyente, según el artículo 376 de la Carta Política. Eso es cierto en puro derecho positivo, pero no se descarta por obvias razones filosóficas, jurídicas y políticas, que el pueblo pueda convocar directamente una Constituyente u otro mecanismo para reformar la Constitución. Ese mismo pueblo, ratificaría o derogaría la revisión constitucional de la Corte, tal como lo hizo la Constituyente anterior, que la prohibió.

El artículo 376 citado, puede ser moldeado e interpretado frente a la preponderancia del poder constituyente originario, que es teóricamente soberano con inmensa capacidad política y jurídica constitucional. Entre menos segmentación de esa soberanía haya, mejor para su legitimidad. Se debe aspirar a que el pueblo interviniente, sea en lo posible el conjunto unitario de los individuos como un ente colectivo, responsable y autónomo.

De no aceptarse esta tesis por polémica y controversial, bien se podría presentar un proyecto de ley de origen ciudadano, convocatorio de una Constituyente de acuerdo con el artículo 155 de la Constitución Política (5 % del censo electoral) y ser tramitado por el Congreso, atendiendo el mensaje de urgencia implícito que conlleva y la jurisprudencia y doctrina que manifiestan, que esos proyectos por su origen popular, no pueden ser modificados por el Congreso. O sea que este debe acatar la voluntad popular en aspectos como la competencia, el periodo y la composición de la Asamblea Constituyente.

Despertemos del sueño constituyente de hace treinta y tres años, que nos prometió de manera romántica y utópica, una república ideal y que no ha hecho, sino postergar la concreción de la justicia social a un costo muy alto.