POR JUAN J. PAZ Y MIÑO CEPEDA
Al término de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) surgieron un conjunto de nuevos procesos en la historia contemporánea. El socialismo, que hasta entonces se reducía a la Unión Soviética (URSS) se expandió por Europa del Este y luego en varios países del Asia a raíz del triunfo de la Revolución china (1949). El desarrollo de ese bloque confrontó a los países de capitalismo central con los Estados Unidos a la cabeza, lo que impulsó la Guerra Fría. Al mismo tiempo se iniciaron diversos procesos de independencia anticolonial en los países del África y varios del Asia, provocando el ascenso de lo que se llamó Tercer Mundo.
Los países de América Latina alcanzaron sus independencias durante las primeras décadas del siglo XIX, aunque Cuba y Puerto Rico recién lo lograron a fines del mismo. Pero a raíz de la Revolución cubana (1959) se instauró en la región la Guerra Fría, bajo la cual los EE.UU. ejercieron un activo intervencionismo para evitar que cualquier otro país latinoamericano pudiera seguir el camino de Cuba, favorecer los intereses soviéticos en el continente o alimentar posiciones antimperialistas y soberanistas. Desde la década de 1960 las intervenciones de EE.UU. en los países latinoamericanos tienen una historia continua y ampliamente estudiada, pues no se limitó a impedir o derrocar gobiernos peligrosos a sus intereses. Con su concurso se establecieron dictaduras anticomunistas que fueron abiertamente terroristas en el Cono Sur siguiendo el ejemplo del régimen implantado en Chile por Augusto Pinochet. Además, se acudió a una diversidad de acciones, programas, asesorías o instrumentos de “cooperación” destinados a reproducir la dependencia externa cultivada bajo el ropaje del americanismo, cuyas raíces derivan de la Doctrina Monroe (1823).
En ese marco, a fines de 1961 las Naciones Unidas adoptaron la Resolución 1710 [XVI] (19/12/1961) que proclamó el “Decenio del Desarrollo”, en tanto bajo la iniciativa del gobierno de John F. Kennedy (1961-1963), los EE.UU. impulsaron en América Latina el programa Alianza para el Progreso (ALPRO), destinado a brindar apoyo financiero y asistencia técnica a los países de la región para iniciar su “desarrollo”. Por entonces aparecieron múltiples estudios sobre desarrollo y subdesarrollo. A la cabeza de ellos y con clara visión latinoamericanista estuvo la CEPAL, cuyas propuestas enfatizaron en el cambio de estructuras para sentar las bases necesarias para el desarrollo. Y varias de las ideas cepalinas coincidieron, al menos formalmente, con algunos planteamientos de la ALPRO, como la reforma agraria, la industrialización, la planificación económica, la integración regional y el apoyo del Estado al crecimiento y modernización del sector privado. Considerándolo en perspectiva histórica, el desarrollismo de aquellos tiempos tuvo un doble propósito: de una parte, superar definitivamente los regímenes oligárquicos vinculados con las haciendas tradicionales y el crecimiento sustentado en el sector primario exportador; y, de otra, promover el capitalismo, en forma abierta y “libre” de acuerdo con la ALPRO y como un capitalismo social, con sentido de bienestar, como buscaba la CEPAL.
Las décadas desarrollistas de 1960 y 1970 pasaron a ser las de mayor crecimiento capitalista de América Latina desde que se fundaron las distintas repúblicas y, al mismo tiempo, de indudables logros en reformas y transformaciones sociales, pues los gobiernos se orientaron con la idea de superar el “cuadro de subdesarrollo” que exhibía cada país. Con diferencias, hubo atención en trabajo, educación, salud, seguridad social, infraestructuras, servicios públicos. Se trató de un esfuerzo continental inédito que tuvo que ver, en mucho, con la necesidad de impedir una salida de tipo socialista, en medio de la aguda conflictividad política creada por la Guerra Fría. La reconocida economista Mariana Mazzucato analizó en dos obras: ‘El Estado emprendedor’ y especialmente en ‘Misión Economía’, el esfuerzo que hicieron los EE.UU. para cultivar objetivos de largo plazo y precisamente con un Estado que intervino para favorecer el crecimiento. Algo parecido puede decirse que se proyectó en América Latina donde, paradójicamente, el desarrollo fue frenado por la reacción de sus capas empresariales más conservadoras, que no admitieron la generación de Estados de bienestar, ya que implicaban, entre otros, fuertes impuestos redistributivos sobre rentas y patrimonios, a los cuales las oligarquías se han resistido durante toda la historia republicana.
En contraste con aquellas décadas desarrollistas, el neoliberalismo que se implantó en América Latina con el avance de la década de 1980 y floreció desde los 90, se caracterizó por abandonar los grandes objetivos del desarrollo para suplantarlos con los simples intereses por la acumulación de rentabilidades y el fomento del “espíritu emprendedor”, confiando que el mercado libre y la empresa privada solucionarían las condiciones preexistentes del subdesarrollo, término que, por cierto, fue abandonado por la nueva ideología del éxito individual, la competitividad y el lucro. Parecía que los viejos dominios oligárquicos habían sido superados con el surgimiento de burguesías modernizantes, que provocaron crecimiento, dinamizaron los mercados, generalizaron el consumismo y extendieron los mercados hasta para los más apartados sectores populares. Pero no se crearon economías con bienestar social.
De modo que fueron los gobiernos progresistas latinoamericanos, que han logrado avanzar por ciclos durante el siglo XXI, los únicos que, si bien han contribuido al desarrollo capitalista, lograron sentar las bases para economías con bienestar social. Esta experiencia ha provocado la reunificación de las élites empresariales y las viejas oligarquías primario-exportadoras, que apoyan gobiernos que expresen solo y directamente sus intereses.
En el presente histórico, el parecido de los procesos que viven Ecuador y Argentina induce a considerarlos como ejemplos de lo que en América Latina se está proyectando como nueva tendencia: gobiernos absolutamente empresariales, con ideologías que revisten y justifican su accionar, bien se llame neoliberalismo o libertarianismo anarco-capitalista, que han provocado rápidamente la hegemonía económica de una élite social de millonarios y empresarios con matriz oligárquica. El cuadro del subdesarrollo ha retornado y se han abandonado definitivamente los objetivos por construir Estados de bienestar. Al interior se articulan todo tipo de acciones para liquidar propuestas alternativas, perseguir a la oposición progresista, mientras los sectores organizados y que protestan pasan a ser criminalizados. La emigración de ecuatorianos se disparó y la delincuencia organizada creció con los gobiernos empresariales de los últimos siete años.
En el plano internacional no se advierte el mundo multipolar y pluricentral en marcha y, en cambio, se afirma la subordinación a las geoestrategias continentalistas de los EE.UU. Tanto Ecuador como Argentina tienen acuerdos militares que privilegian esas propuestas.
Hay un serio desafío al progresismo social y a las fuerzas políticas que pretenden representarlos para actualizar sus visiones e incluso sus formas de organización y lucha contra el renacimiento de las dominaciones empresariales-oligárquicas, que ya no ofrecen un futuro para la creación de mejores condiciones de vida y trabajo para la población, sino que nos retornan a las esferas del Tercer Mundo.
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