Confluencia de intereses entre combustibles fósiles y el fascismo de nuevo cuño es evidente

POR BEÑAT ZALDUA

“Greenpeace, finanzas éticas y muchas personas como ustedes, movidos por el dogma y la ideología, son los responsables de que el consumo de carbón y emisiones de CO2 en el mundo estén subiendo”. El consejero delegado de la petrolera Repsol, Josu Jon Imaz, antiguo presidente del Partido Nacionalista Vasco (PNV), es una mina para conseguir visitas en Internet. Ha asumido un papel desacomplejado e inusual en defensa de la industria fósil, cuando lo normal es esconderse y disimular, y se ha acostumbrado a dejar perlas que se pasan por el arco del triunfo toda la evidencia científica acerca del calentamiento global y la crisis climática. “Me parece que nuestra apuesta tiene que ser seguir produciendo petróleo y gas”, añadió el mismo día.

Pero Imaz no es ningún kamikaze. Más allá de escandalizarse ante un discurso que no lleva sino a prácticas negacionistas, merece la pena profundizar en la pirueta que realiza para invertir la realidad y acusar a Greenpeace de agravar la crisis climática, situando a Repsol, la empresa española que más gases de efecto invernadero emite a la atmósfera, como adalid de la lucha contra el calentamiento global.

Grupo económico. Repsol es líder mundial en el sector hidrocarburos y opera a través de la integración vertical de sus negocios.

El resumen es sencillo: las políticas climáticas y la presión contra la industria petrolera llevan a no invertir lo suficiente en petróleo y gas, algo que “hace que el precio del gas suba” y que los países del sur global recurran al carbón, combustible más contaminante. Por tanto, hay que seguir quemando petróleo. También para que, dentro de los países más ricos, las familias y sectores más vulnerables “puedan pagar los precios energéticos” y puedan encender la calefacción.

A Josu Jon Imaz no le ha sobrevenido un ataque de compasión y solidaridad con las clases populares y los países empobrecidos, simplemente ha entendido el potencial que tiene para su negocio la consolidación de una nueva categoría social: las víctimas de las políticas climáticas –que no de la crisis climática–. Se trata de una brecha muy peligrosa, quizás el mayor peligro de la gobernanza capitalista de la crisis climática, es decir, de la apuesta vana por limitar la transición energética a un cambio de las fuentes de energía empleadas.

Es sencillamente imposible mantener el actual ritmo de producción y consumo en un sistema sin combustibles fósiles. Si la transición no se da de forma justa y democrática –nada indica que lo vaya a ser, ahora mismo–, y no va más allá del cambio en la matriz energética, las desigualdades van a dispararse todavía más. Los agravios, por lo tanto, serán reales. Hay ejemplos a la vuelta de la esquina: en las ciudades europeas se están implementando, a través de una directiva de la Unión Europea (UE), las llamadas zonas de bajas emisiones. Se trata de zonas céntricas en las que se limita la entrada de vehículos contaminantes.

Es una buena noticia que mejorará la calidad del aire en las urbes, pero plantea, de entrada, un gran problema: los vehículos viejos no podrán entrar en el centro de la ciudad, pero los coches nuevos no están al alcance económico de todos. Quien tenga recursos podrá entrar sobre cuatro ruedas en la ciudad, quien no los tenga, no.

Otro ejemplo es el que ha llevado a agricultores de toda Europa a ocupar las carreteras del continente. Se quejaban, sobre todo, de tres cosas: las trabas burocráticas, los límites al uso de pesticidas y otros productos dañinos, y la competencia desleal de países con muchas menos restricciones. Este descontento está siendo capitalizado en todo el continente por la extrema derecha, que para sorpresa de nadie, le hace el juego al gran capital que dice combatir.

Lejos de poner coto a los tratados de libre comercio que, con el apoyo de la extrema derecha, atan de pies y manos a los agricultores, la única respuesta a la crisis de los tractores ha sido eliminar las restricciones a los pesticidas. Magra ganancia.

El auge de la extrema derecha, que no se entiende sin esa sensación de agravios acumulados que se va extendiendo en amplias capas de la sociedad europea, ya ha condicionado y limitado las políticas contra la crisis climática en muchos países. Trump y su salida del Acuerdo de París constituyen el caso más palmario, pero los ejemplos sobran en el norte y el este de Europa. La confluencia de intereses entre el capital fósil y el fascismo de nuevo cuño es, a estas alturas, evidente y está bien documentada (véase el trabajo ‘Piel blanca, combustible negro’, de Andreas Malm y el colectivo Zetkin).

El único partido español que, como el consejero delegado de Repsol, habla de ideología climática es Vox, que en su programa de 2023 arremetía contra las “imposiciones ideológicas arbitrarias en nombre de la religión climática”.

Es un discurso abiertamente negacionista, por supuesto, que califica de ideología, religión y dogma lo que en realidad es un consenso científico fuera ya de toda duda, resultado del esfuerzo académico colectivo más amplio de la historia. Pero es un discurso que puede tener recorrido si se insiste en una salida capitalista a la crisis climática. Las próximas elecciones europeas, el 9 de junio, van a ser un desgraciado ejemplo de ello.

@zalduariz