LA JORNADA / DIARIO RED
¡Por fin!, Julian Assange, el fundador de WikiLeaks, el hombre que desnudó ante el mundo las prácticas abominables de los gobiernos de Estados Unidos y de muchos otros países, está libre ya. Tras más de cinco años de permanecer injustamente encarcelado, la tarde del pasado lunes 24 de junio abandonó la prisión londinense de Belmarsh y abordó un avión hacia su natal Australia.
Fueron 1901 días preso en una celda, aislado y en condiciones indignas, tras soportar además siete años de asilo en la Embajada de Ecuador en Londres por haberse atrevido a develar ante el mundo los crímenes de guerra que Estados Unidos había cometido. Imágenes, por cierto, que difundieron muchísimos medios de renombre en todo el mundo, pero sólo Assange fue perseguido por ello.
Su liberación se logra luego de que el Gobierno de Washington cubrió la formalidad jurídica mediante un acuerdo para que el periodista se declare culpable sólo por un cargo de espionaje –de las 17 imputaciones que enfrentaba por parte del Departamento de Justicia estadunidense–, que implicaría una pena máxima de 10 años, de los cuales Assange ya había cumplido más de la mitad. Este martes 25 de junio deberá presentarse ante una corte de Saipán, en las Islas Marianas del Norte, una base estadunidense situada cerca de Australia, con lo que la persecución en su contra cesará de manera definitiva.
Pero la implacable persecución contra Assange no iba dirigida contra un espía –pues nunca lo fue–, sino contra el mayor protagonista y exponente de la libertad de expresión y del derecho a la información en la época actual, y esa persecución exhibió la naturaleza autoritaria, represiva, y mendaz no sólo de Estados Unidos, sino también de gobiernos que igualmente se dicen demócratas y defensores de los derechos humanos, empezando por el de Suecia, que colaboró inicialmente en la cacería contra el fundador de WikiLeaks al inventarle acusaciones por delitos sexuales con el propósito de detenerlo para darle a la superpotencia tiempo para procesar un pedido de extradición; el del Reino Unido, que lo mantuvo encarcelado sin más motivo que complacer a Washington; el de Francia, que le negó el asilo, y el de Ecuador, cuyo impresentable y felón expresidente Lenín Moreno traicionó los principios elementales del asilo al pedir a la Policía londinense que desalojara al comunicado de su embajada, después de que el australiano había permanecido refugiado en ella durante siete años.
El prolongado acoso, que empezó en diciembre de 2010, fue en realidad una venganza de la Casa Blanca, entonces ocupada por Barack Obama, por las revelaciones de WikiLeaks al mundo; en ellas, el gobierno estadunidense quedó exhibido como perpetrador de crímenes de guerra, corruptor de otros gobiernos e injerencista sempiterno. Por esas revelaciones fue también encarcelada la exmilitar estadunidense Chelsea Manning, quien pasó siete años en prisión. El ejemplo de Assange y de su organización alentó un ciberactivismo de investigación y denuncia que tendría su siguiente gran exponente en Edward Snowden, un exempleado de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) que protagonizó un nuevo ciclo de revelaciones escandalosas sobre el carácter delictivo del gobierno estadunidense y de sus más estrechos aliados en materia de espionaje masivo y global (Australia, Canadá, Reino Unido y Nueva Zelanda) en prácticamente todo el mundo.
Con la liberación de Assange se rescata también la libertad de expresión conculcada por EE.UU. y Reino Unido y queda una vez demostrado que el periodismo ético y responsable como contrapoder es necesariamente un ejercicio incómodo. Assange es la evidencia más notoria de esa incomodidad y la valentía que hace falta para ejercerlo. La incomodidad del periodismo serio que hace de contrapoder de gobiernos, pero también de las oligarquías financieras y de los directivos mediáticos coludidos con estas élites codiciosas y sin escrúpulos, no es una declaración.
El ejercicio serio de un periodismo incómodo supone un alto precio. Una factura costosísima que, en algunos casos, implica la pérdida de libertad. Atreverse a decir ciertas cosas supone enfrentar también la reacción de estos poderes. No sólo en el periodismo, sino también en la política. Las campañas para silenciar a esos incómodos vienen en distintas formas e intensidades y es preciso reconocerlas porque no es un tema de afinidades ideológicas, sino de reconocimiento de que decir ciertas cosas que están prohibidas de ser expresadas supone un alto precio que siempre ha de ser pagado en colectivo.
La solidaridad internacional ha sido fundamental para ejercer presión durante todos estos años. Es verdad que hoy muchos dirán que se alegran con la noticia, pero es también de justicia reconocer a quienes desde el primer momento, cuando era también incómodo posicionarse con Assange, nunca lo dudaron. Si el poder nos encuentra solos, gana.
Hoy toca reconocer no sólo a los periodistas que salieron en su defensa y pidieron su libertad, o su familia que nunca dejó de luchar, o sus compañeros en WikiLeaks como es el caso de Kristinn Hrafnsson, jefe redactor de esta plataforma virtual. También hay que reconocer al expresidente ecuatoriano Rafael Correa Delgado, quien con mucha oposición internacional, se atrevió a conceder el asilo a un personaje que era buscado por ejercer no sólo su libertad de expresión, sino por defender el derecho a la información relevante sobre lo que hacen ciertas potencias que luego van de demócratas por el mundo. Correa fue clave en el cuidado de ese derecho. Hay que reconocer a quienes no se pusieron de perfil cuando era lo más rentable políticamente.
A estas horas Julian Assange ya es libre. No pensamos, a lo mejor, que llegaría el día en que dejáramos de gritar “Libertad para Assange” como un deseo, para pasar a hacerlo como una realidad.
Por eso Assange es un héroe mundial de la transparencia, la libertad de expresión y el derecho a la información, y su liberación pone fin a una de las más aberrantes injusticias que se hayan cometido en contra de un informador resuelto a llevar hasta sus últimas consecuencias, y a costa del sacrificio propio, la lucha por la verdad.