POR JOSÉ ARNULFO BAYONA* /
El Frente Nacional (1958-1974), puso fin a la guerra civil desencadenada por el asesinato del caudillo liberal Jorge Eliecer Gaitán, después de más de 300.000 seres humanos víctimas de las masacres perpetradas por la alianza de las Fuerzas Armadas, los grupos paramilitares, (bandas de pájaros y chulavitas) y la Policía política (POPOL) de la época, al servicio de la hegemonía conservadora. Fue el sello de garantía del pacto liberal–conservador, que dio vida al régimen autoritario bipartidista con el que institucionalizaron la corrupción, se repartieron de manera paritaria los altos cargos del Estado, y el patrimonio público, los organismos de control, las altas cortes, los tribunales, el Congreso de la República y, en general, los empleos públicos para sus clientelas liberales y conservadoras. Se instituyó un partido del orden con dos facciones, que acordaron, alternarse la Presidencia cada cuatro años por un periodo de 16 años, que se prolongó hasta finales de los años 80, mediante elecciones amañadas que no permitían candidaturas de oposición, ni disidencias.
Durante la vigencia del Frente Nacional, la corrupción alcanzó niveles inescrutables, se institucionalizó el clientelismo político, el saqueo del erario, se favoreció el despojo de tierras a los campesinos que se concentró en manos de unos cuantos terratenientes y ganaderos (conservadores) y, se benefició el enriquecimiento de industriales, comerciantes, banqueros y sus agremiaciones (liberales). Además, se favorecieron las nacientes mafias de narcotraficantes.
El régimen bipartidista suprimió las libertades políticas y sociales, las Fuerzas Armadas y policiales reprimieron la protesta social, persiguieron las organizaciones políticas, sindicales, campesinas, estudiantiles y feministas, exterminaron y desplazaron etnias y pueblos originarios, afrodescendientes y sus organizaciones; torturaron y asesinaron líderes y lideresas sociales, sindicales, indígenas y populares. Crímenes de lesa humanidad cometidos al amparo del Estado de sitio permanente, reforzado con la imposición del “Estatuto de Seguridad” de Julio Casar Turbay Ayala (1978-1982); que legalizó la brutalidad represiva de la bota militar, causante de decenas de miles de desaparecidos, millones de desplazados del campo a las ciudades y cientos de miles de seres humanos masacrados. Fue la continuidad del genocidio al que históricamente ha sido sometido el pueblo colombiano. En este ámbito de terrorismo de Estado, se ejecutaron los magnicidios de los candidatos presidenciales Luis Carlos Galán, Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo y se perpetró el genocidio político de los y las militantes de la Unión Patriótica (UP).
Un hecho histórico de corrupción política fue el fraude electoral fraguado por el presidente Carlos Lleras Restrepo, con el beneplácito de godos y liberales, contra el general y exdictador Gustavo Rojas Pinilla, quien había ganado las elecciones con su recién fundado partido la ANAPO, en contienda con el candidato del bipartidismo, el conservador Misael Pastrana Borrero, el 19 de abril de 1970.
Lleras Restrepo, declaró el toque de queda y reprimió violentamente la protesta popular que se tomó las calles para reclamar el triunfo del General. Al final del gobierno de Pastrana Borrero (1974), apareció la nueva guerrilla autodenominada Movimiento 19 de abril (M-19) que reivindicó la victoria de la ANAPO.
A la sombra del régimen hizo su aparición el narcotráfico, así lo demuestran los documentos recientemente desclasificados por el gobierno gringo, referidos a las advertencias del presidente Jimmy Carter (1977–1981).
Tales documentos llevan por título “La lista negra de Jimmy Carter en Colombia” (julio de 1977). Mediante carta dirigida al presidente Alfonso López el entonces mandatario norteamericano le advierte sobre vínculos de por lo menos 30 altos funcionarios de su gobierno, entre ministros y generales de las Fuerzas Armadas y policiales con organizaciones del narcotráfico; además, del entonces candidato presidencial Julio Cesar Turbay y el propio hijo del jefe de Estado, Juan Manuel López Caballero.
López Michelsen hizo evidentes sus vínculos con los narcotraficantes con la apertura de la llamada “ventanilla siniestra” del Banco de la República, que fue la más grande operación de lavado de millones de dólares, producto de la “bonanza marimbera”, camuflada con la coincidente bonanza cafetera (Fabio Castillo. Los jinetes de la cocaína) que incorporó las astronómicas fortunas de las mafias a la circulación de capital. Así se legitimó la narco-economía que dio origen a la narco-política en Colombia. El presidente Turbay (1974 – 1978) nombró al entonces joven pupilo de Pablo Escobar y del clan de los Ochoa, Álvaro Uribe Vélez, como director de la Aeronáutica Civil, quien cumplió la misión de ponerle alas a la coca y autorizar cientos de pistas de aterrizaje y vuelos internacionales que inundaron con toneladas de cocaína a los Estados Unidos (serie documental ‘El matarife’. Daniel Mendoza).
Cesar Gaviria creó las “Convivir” como “servicios especiales de seguridad privada” en zonas de orden público (Decreto Ley 356/1994), Ernesto Samper Pizano (1994 -1998) las reglamentó y el entonces gobernador de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez, las equipó con armas del Estado y contrató mercenarios israelíes como Yair Klein (confesión de Mancuso), para adiestrarlas y las convirtió en poderosos ejércitos paramilitares, que en operaciones conjuntas con las Fuerzas Armadas, durante sus ocho años de gobierno y posteriormente, sembraron el terror a lo largo y ancho del país. Centenares de miles de jóvenes, hombres y mujeres campesinos y urbanos fueron masacrados; 6402 falsos positivos confirmados por la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP); la creación del bloque Metro y los doce apóstoles y, las masacres del Aro y La Granja, sobresalen en los expedientes criminales del decadente y genocida exmandatario y de su hermano Santiago Uribe Vélez, que reposan impunes en los anaqueles de juzgados, tribunales y las altas cortes.
Este periodo marcó la configuración, bajo la tutela del ‘matarife’, de la mafiosa y mortífera colusión de poder, integrada por los gremios económicos, terratenientes y ganaderos, el capital financiero, los partidos hegemónicos (liberales, conservadores, uribistas, Cambio Radical, Partido de la U), el antiguo DAS, la Fiscalía General, jueces, tribunales y las altas cortes, los carteles del narcotráfico y las bandas paramilitares, las Fuerzas Armadas regulares, los medios de comunicación masiva, etc., que asumió el control de las instituciones del Estado, convertidas en un aparato criminal al servicio del capital financiero y la gran industria nacional e internacional, del narcotráfico, la corrupción, las mafias gobernantes y los mafiosos clanes regionales, para asegurarles impunidad por sus crímenes de saqueo del erario, lavado de activos, fraude electoral, compra de votos, masacres y constreñimiento armado a los electores en zonas de influencia paramilitar, etc.
En esta liga del crimen, cada institución ha jugado el rol asignado. El Presidente, con su mayoría en el Congreso, adoptó la llamada política de “Seguridad Democrática”, que legitimó el terrorismo de Estado militar y paramilitar, cuyas acciones, conjuntas o por separado, exterminaron la población civil y la desplazaron de las zonas de influencia de los alzados en armas. Pocos enfrentamientos con los grupos rebeldes y muchas masacres, presentadas por los medios corporativos como “bajas en combate”, asesinatos de personas que figuraban en listados entregados por el antiguo DAS y los mandos militares a las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), despojaron a los campesinos de sus de tierras, asesinaron lideres lideresas sociales, de derechos humanos, LGBTIQ+, políticos de oposición, académicos e intelectuales del pensamiento crítico y sindicalistas de las zonas bananeras de Urabá, de la CUT, Fecode y de otras agremiaciones.
Las Fuerrzas Armadas dotaron de armamentos y entrenaron las bandas paramilitares, las transportaron en el parque automotor, marítimo y aéreo del Estado y las sembraron en distintas regiones del país, desencadenando de manera conjunta el terror, desolación y muerte; al tiempo que, presentaron las matanzas como “dados de baja en combate” (falsos positivos).
Los comandantes de los batallones, según testimonios de más de tres mil uniformados que comparecieron ante la JEP (Generales, oficiales de distintos rangos, suboficiales, patrulleros y soldados) fueron obligados a reportar resultados en número de muertos, nada de heridos, ni capturados, porque no les interesaban reportes de acciones realizadas, sino de litros y “carrotancados” de sangre. Los derechos humanos y el Derecho Internacional Humanitario (DIH) fueron convertidos en letra muerta.
La empresa privada aportaba recursos y logística a las AUC, según los cabecillas Mancuso y Veloza, alias H.H., y otros jefes paramilitares, la multinacional Chiquita Brands, la de la masacre de las bananeras en 1928, aportó 1.7 millones de dólares (Infobae) y “todas las empresas y fincas bananeras, Postobón y Coca-Cola” aportaron finanzas a los paramilitares, a cambio, según H.H. de “beneficios en exenciones fiscales”.
Chiquita Brands transportaba en sus barcos, además del banano exportado, toneladas de cocaína e ingresaba al país cargamentos de armas de todo calibre comprados por los paramilitares en el exterior. Seguramente, los millones aportados a las AUC por numerosas empresas nacionales y extranjeras continuarán en la impunidad, gracias a la exclusión de terceros responsables de las jurisdicciones de Justicia y Paz y de la JEP.
Ecopetrol, por su parte, suministraba a los paramilitares, según testimonio de Mancuso, la planificación de horarios en que se bombeaban por el oleoducto Caño Limón–Coveñas, la gasolina y otros productos de la refinería, para facilitar a las AUC la extracción de combustibles con la presunta complicidad de los altos ejecutivos de la empresa estatal para financiar sus acciones de terror.
Los políticos tradicionales, uribistas y sus aliados, facilitaron, a cambio de apoyos económicos millonarios, la elección de capos del narcotráfico a las corporaciones. Por ejemplo, Pablo Escobar y Evaristo Porras, fueron elegidos como congresistas y, presuntamente, aportaron grandes sumas las campañas de Alfonso López Michelsen, Julio César Turbay Ayala, Belisario Betancur, Ernesto Samper y Andrés Pastrana Arango (Carteles de Medellín y de Cali). Las mafias del narcotráfico (Cartel de Medellín), presumiblemente, financiaron las campañas del expresidente Uribe, (Serie documental ‘El matarife’).
Las AUC, según lo declaró Mancuso ante la JEP, obligaron a la ciudadanía, bajo amenazas de muerte, a votar por Álvaro Uribe en sus dos campañas presidenciales. Los comandantes paramilitares Salvatore Mancuso, Jorge 40, Don Berna, Diego Vecino, Ernesto Báez y 08 (Salomón Feris Chadid), habían firmado con más de cien políticos del uribato y sus aliados de todos los partidos de la derecha y la extrema derecha, gobernadores, alcaldes, concejales, diputados y ganaderos el llamado “Acuerdo de Santa Fe de Ralito”, un proyecto político para “refundar el país”, “crear un nuevo Pacto Social” y “construir una Nueva Colombia” (Wikipedia). Pacto que derivó en la legitimación de la llamada “parapolítica”, que además de elegir a Uribe dos veces Presidente, lograron, según Mancuso, el 35 % de congresistas en Cámara y Senado.
Con la elección de Uribe y la representación en el Congreso del “Pacto de Ralito” se consolidó el estado mafioso y la narco-para-democracia que hegemonizó por décadas el poder en Colombia. Hegemonía que perduró hasta la elección del exsubpresidente Duque, con los millonarios aportes del narcotraficante el “Ñeñe” Hernández” y su socio Marcos Figueroa, para la compra de votos en la Costa Atlántica (Gonzalo Guillén).
Se trató de un proyecto de “democracia perversa” que profundizó la corrupción y agudizó la violencia en Colombia. Durante los ocho años del mandato de Uribe, se ejecutaron 400 masacres, cuyas víctimas fueron civiles inocentes, principalmente ancianos, mujeres y niños que vivían en la pobreza; recrudecieron el exterminio de las poblaciones indígenas y sus dirigentes. (Corporación Latinoamericana Sur). Se registró una reducción sensible por efectos del proceso de paz, pero se registraron 56 masacres. Sin embargo, con la decisión del uribato de “volver trizas la paz”, en el nuevo mandato de Uribe entre 2018–2022, en el cuerpo ajeno del renombrado títere Iván Duque, recrudecieron las masacres, hubo más de 200, con saldo de más de 500 víctimas (portal Verdad abierta). El propósito real de estas matanzas, fue desterrar masivamente la población campesina en Urabá, Sucre, Córdoba, etc. para facilitar el despojo de tierras en favor de multinacionales, terratenientes, ganaderos, políticos y jefes paramilitares. Fedegan y el exsenador, Mario Uribe, primo hermano del ‘matarife’, procesado penalmente por estos delitos, fueron, entre otros, principales beneficiados por los desplazamientos forzados y la compra de tierras a precios irrisorios. Bajo el manto de los gobiernos del ‘matarife’, las bandas paramilitares actuaron como el brazo armado ilegal del Estado.
Mención especial merece el robo continuado de por lo menos cinco millones millones de barriles de petróleo crudo, equivalentes, a precios de hoy a 410 millones de dólares, perpetrado por 18 empresas nacionales y multinacionales, entre las que se encuentran Niman Comerse, Gunvor Colombia (holandesa) Pluspetrol, Star Petroleum, Gran Colombia, Australia Bunker Sea y empresarios de reputadas familias de la oligarquía colombiana, entre los que sobresalen Hernando Silva Bickenbach y Oscar Luis Pastrana, miembros de la familia del impresentable expresidente Andrés Pastrana Arango y su esposa, Nohra Puyana que, presuntamente, contaron con la complicidad de altos ejecutivos de Ecopetrol. Se trata de una corrupta operación de robo de combustible, que despojó de billones de pesos a la empresa estatal más importante del país y al erario.
Finalmente, cabe anotar que, con la elección de alcaldes y gobernadores, se descentralizaron tanto la administración de los recursos públicos como la corrupción.
En el tercer informe de “Monitor Ciudadano de la corrupción” y “Transparencia por Colombia”, titulado “Radiografía de los hechos de corrupción en Colombia, 2016–2018” se destaca que en este periodo del gobierno del subpresidente Duque, se reportaron por la prensa 327 hechos de corrupción, por “cerca de 17.9 billones de pesos”. De ellos, en 2018, 154 casos, por más de 84.000 millones de pesos afectaron el Plan de Alimentación Escolar (PAE). Es decir, la plata de la comida de los niños de las escuelas públicas de 500 municipios del país. El más alto porcentaje de estos delitos corresponden a la corrupción administrativa (73 %), que vinculan a funcionarios públicos (39 %), alcaldes y concejales 30 %, de estos, 81 % concejales, 40 % alcaldes y en el 69 % participó la empresa privada. Los principales delitos son peculado (18 %), celebración indebida de contratos (13 %), falsedad en documento público (12 %) y concierto para delinquir (11 %). Los casos de corrupción corresponden a 25 % de carácter departamental, 69 % municipales. Citamos esta pequeña muestra del extenso estudio para resaltar que todos son calco y copia de la corrupción del Estado central en manos de las mafias gobernantes.
Es muy claro que la corrupción es un privilegio de la llamada “gente de bien”, de los dueños del país, del poder económico y político y de las cúpulas de los partidos y las altas burocracias del gobierno. A los pobres, solo les está permitido vender un cupo en una fila, saltar los torniquetes de Transmilenio, colarse en un estadio, robarse un cubo de caldo de gallina o de costilla, asaltar un transeúnte, robarse una bicicleta, etc., acciones delictuosas por las que, si son pillados, recibirán penas de prisión mas largas que las que recibieron los presidentes de Reficar por el saqueo de miles de millones a Ecopetrol y al erario. Esa es la diferencia en el castigo de la justicia oficial a la corrupción. Penas severas a los delincuentes de abajo y leves sanciones a los corruptos de alta alcurnia.
*Miembro de la Red Socialista de Colombia y Fiscal de la Asociación Nacional de Educadores Pensionados (ANEP).