POR GERARDO SZALKOWICZ /
“Aquí si no te mueres por Covid te matan de hambre o de bala”, vociferaba una manifestante veinteañera a un micrófono extranjero condensando en una frase al voleo el nudo central del paro que se volvió estallido social. Si la chispa que encendió las calles –por tercera vez en tres años– fue la regresiva reforma tributaria que torpemente intentó imponer el presidente Iván Duque, el triunfo de frenarla alumbró un “ya basta” contra todo el modelo, una explosión de bronca acumulada contra el régimen uribista, una cruzada popular para tumbar los cimientos del neoliberalismo de guerra que tanto cuesta destronar pese a estas cíclicas revueltas. ¿Será esta la definitiva, la que finalmente abone el terreno para el arribo, en mayo del 2022, de un gobierno que desmonte este sistema de injusticias sostenido con hambre y balas?
Las protestas iniciadas con el Paro Nacional del 28 de abril desnudaron, otra vez, dos pilares sobre los que asienta su hegemonía la élite colombiana. Por un lado, la ferocidad de las fuerzas policiales y militares para acallar cualquier reclamo imponiendo el terror (al cierre de este artículo se registraban 47 manifestantes asesinados, 548 desaparecidos y más de un millar de heridos, según la ONG Temblores). Por el otro, un aceitado blindaje mediático como complemento necesario para asegurar la inmunidad: los medios locales demonizan las protestas y los internacionales miran para otro lado. ¿Qué cobertura le daría la prensa global si fuese otro gobierno, por decir Venezuela, el que estuviese ejecutando una masacre a cielo abierto de esta magnitud?
Con el correr de los días, el cerco informativo se fue resquebrajando por la brutalidad policial viralizada en las redes sociales. Recién ahí, algunos comunicados de la ONU, la OEA y la Unión Europea, tibios y escuetos, como diciendo “aflojen un poco, que no se note tanto”. De los presidentes latinoamericanos, sólo Alberto Fernández condenó con contundencia la represión. La diplomacia internacional garantiza protección al niño mimado de Estados Unidos en la región, mostrando un casi nulo sentido de la indignación como suele pasar con los carabineros desbocados de Sebastián Piñera.
También como en Chile, la rebelión colombiana tiene un gran componente de espontaneísmo y es protagonizada por la juventud, por las y los pelaos que resisten en las barricadas, cantan y bailan, desbordando la capacidad de conducción del Comité Nacional del Paro, convocante del 28-A.
El Comité, que agrupa a unas 50 organizaciones sindicales y sociales, surgió en las grandes movilizaciones de noviembre de 2019 contra la agenda de ajuste de Duque. El saldo, tres manifestantes asesinados. La irrupción del coronavirus obligó el repliegue pero la rabia se siguió acumulando y volvió a estallar en septiembre de 2020, esta vez contra la violencia institucional. Diez días de protestas y la misma respuesta: 13 víctimas fatales.
El transcurrir de la pandemia no hizo más que potenciar el malestar, principalmente por el deterioro económico y las escasas medidas paliativas. Según datos oficiales, 3,5 millones de personas cayeron en la pobreza, que trepó al 42,5%, y el desempleo aumentó cinco puntos llegando al 16,8%. El gobierno otorga un pírrico subsidio que equivale a 43 dólares mensuales cuando el salario mínimo es de 259.
Luego de la mayor caída del PBI en medio siglo (6,8%), el gobierno sigue apostando al sobreendeudamiento y a fortalecer el aparato militar, destinando el 70% del presupuesto al Servicio de Deuda Pública y a Defensa y Seguridad. La indignación popular llegó al límite cuando se anunció la compra de aviones de guerra por 14 billones de pesos. Y luego llegó la insólita propuesta de reforma tributaria que pretendía ampliar el impuesto salarial y gravar los productos de la canasta básica, el combustible y hasta los servicios funerarios. Duque metió los dedos en el enchufe y se le vino el vendaval. Como Piñera, ahora se tapa los ojos y repite el libreto: si en Chile protestaban alienígenas (primera dama dixit), en Colombia son vándalos o venezolanos.
Necropolítica de Estado
La violación sistemática de los DDHH se volvió política de Estado desde el asesinato del líder liberal y candidato presidencial Jorge Eliécer Gaitán en 1948. El Bogotazo abrió el período conocido como “La Violencia”, que en una década dejó unas 300 mil muertes y fue el prólogo de la conformación de las guerrillas y el conflicto armado más extenso de Latinoamérica. La oligarquía colombiana se alimentó de la guerra para edificar una democracia muy floja de papeles en la que cualquier pensamiento crítico corría (y corre) peligro de muerte. Sólo en lo que va del año fueron asesinados 57 líderes y lideresas sociales y 22 ex combatientes de las FARC que habían firmado la paz, se registraron 33 masacres, 158 feminicidios y 27.435 personas tuvieron que desplazarse. Colombia acumula en estas décadas unos 85 mil desaparecidos, más que la suma de todas las dictaduras del Cono Sur.
El pico de violencia actual tiene su matriz en el incumplimiento de los Acuerdos de Paz firmados en 2016 y la impronta del gobierno uribista, expresión política que cristaliza la alianza entre la élite terrateniente, el empresariado y el poder narco-paramilitar. Un esquema de violencia estatal y paraestatal directamente asociado al rol geopolítico de Colombia (mayor productor de cocaína del mundo) como principal aliado de EE.UU. en la región (el mayor consumidor).
Este régimen atraviesa hoy su crisis más profunda, y ya no tiene el pretexto de ligar cualquier voz crítica con la guerrilla. Justamente Gustavo Petro, un exguerrillero, asoma como alternativa real para encauzar políticamente el descontento social. Pero para eso falta un largo año. Por lo pronto, las nuevas generaciones se levantan contra este genocidio silencioso y silenciado, contra el neoliberalismo de guerra que los mata de hambre o de bala, contra un destino de mera subsistencia. Le ponen el cuerpo al futuro porque, como rezaba una pancarta en las calles de Bogotá, “al otro lado del miedo está el país que soñamos”.
Página/12, Buenos Aires.
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