POR ESTEFANÍA MARTÍNEZ* /
La profundamente impopular reforma tributaria promovida por el ultraconservador presidente Iván Duque desató la furia en Colombia. Tras la huelga general del 28 de abril, las protestas siguen creciendo, al igual que el desafío al régimen neoliberal autoritario de este mandatario, fiel escudero de su jefe, el cuestionado expresidente Álvaro Uribe Vélez, líder de la reacción de derecha de este país andino.
En Colombia, la propuesta de una reforma tributaria profundamente regresiva –la cual busca “salvar al Estado” del déficit fiscal en el que se encuentra luego de la crisis– fue la gota que derramó la copa y que llevó a miles de personas en diferentes ciudades y territorios del país a unirse a la masiva jornada de paro nacional este miércoles 28 de abril. Hubo marchas en todas las ciudades, incluidos los municipios más alejados de las fronteras agrícolas y extractivas, en el Chocó, Meta, Vichada y Arauca.
En medio de la desprotección general que vive la población colombiana, con más de 72 mil muertes por Covid-19, más de la mitad de la fuerza de trabajo en la informalidad, 4 millones de personas desempleadas y un sector campesino abandonado a su propia suerte, el gobierno pretende pasar una reforma para hacer rendir más tributo al Estado. Si bien existen modelos de reformas tributarias de carácter progresivo que buscan gravar las utilidades de las empresas y redistribuir la riqueza, la reforma actual en Colombia es, al contrario, una reforma regresiva con rasgos de ancien régime: esta busca hacer pagar tributo indirecto a las masas, gravar los salarios de los trabajadores, mientras excluye a “la nobleza”, el poder eclesiástico y clase oligarca capitalista del mismo. También busca preservar el presupuesto militar del Estado para mantener la política de control territorial y asegurar el modelo de desarrollo neoliberal que se basa sobre la propiedad de la tierra y la desposesión. No es nada paradójico que sea un “Duque” el que esté detrás de esta reforma.
El carácter ilusorio de la igualdad y la solidaridad en el régimen neoliberal
El problema no es que la reforma “nos va poner a pagar impuestos a todos”, como bien lo indicaban algunos mensajes benévolos que han circulado estos días por Facebook y Twitter para motivar a las personas de diferente sector social, partido político, origen y culto a unirse a la protesta contra la reforma tributaria del gobierno. Era claro desde el comienzo, cuando se filtró la información sobre el proyecto de reforma, que esta no buscaba gravar a “todos”, sino a los no-ricos. La llamada “Ley de Solidaridad Sostenible” es una reforma tributaria propuesta por la bancada uribista del actual gobierno para dar viabilidad a las finanzas públicas en el contexto de la crisis y mantener la confianza de los inversores y prestamistas extranjeros.
La palabra “solidaria” es un eufemismo tomado de las reformas actuales en Alemania, Francia, España e Italia para denominar el impuesto “temporal” sobre la riqueza que busca hacer que los ricos aporten un poco para la reconstrucción de las economías pospandemia. En Colombia, la ley propone la creación de un impuesto a la riqueza del 1% sobre el patrimonio superior a 4.800 millones de pesos (1,35 millones de dólares) y del 2% sobre los patrimonios superiores a 14.000 millones de pesos (4 millones de dólares). De la misma manera, propone reducir los impuestos de renta para las empresas, crear impuestos verdes para mitigar el cambio climático (por ejemplo, la sobretasa a la gasolina, el diésel, biocombustible y alcohol carburante, e impuestos al plástico) y el cobro de contribuciones a los trabajadores de los sectores público o privado que ganan más de 10 millones de pesos mensuales (unos 2.765 dólares).
De acuerdo con la CEPAL, en América Latina el 10% más rico posee el 71% de la riqueza y tributa sólo el 5,4% de su renta. En Colombia, el 1% de los más ricos paga menos impuestos de renta en proporción a sus ingresos, en un porcentaje por debajo del promedio regional. Por lo tanto, aunque la reforma puede parecer a primera vista una reforma “progresista”, en realidad no lo es.
La reforma, en realidad, busca garantizar que los ricos paguen menos dándoles dádivas para que deduzcan su impuesto al patrimonio del impuesto de la renta, el cual a su vez se fija sobre magras tasas marginales (lo que en otras partes se llama el «engaño de la tasa marginal»); por otro lado, el impuesto no se aplica a las utilidades de las empresas las cuales, al contrario, recibirían un alivio en la carga fiscal que sería asumida por un nuevo grupo de personas obligadas a declarar: la clase trabajadora que gana más de 2,6 salarios básicos mensuales (2,4 millones de pesos equivalentes a 663 dólares mensuales).
Pero lo más regresivo de la medida es el intento de aumentar el IVA del 16% al 19% sobre una cantidad de productos de consumo básico (como huevos, café y leche) y sobre las tarifas de servicios públicos de energía, gas domiciliario y acueducto y alcantarillado. De acuerdo con las estadísticas oficiales, una familia promedio necesita para cubrir sus gastos de alimentación alrededor de medio salario mínimo mensual y un poco más de un salario mínimo legal para cubrir otras necesidades básicas como transporte. Aun así, esta cifra que se toma de referencia no incluye los altos costos de la salud –dada la saturación del régimen subsidiado de salud y el costo de las medicinas en un país donde los precios los ponen las multinacionales farmacéuticas– ni las deudas con el Icetex para pagar la educación superior privada frente a la desfinanciación de la educación pública.
Con todo, el gobierno pretende con la reforma que el mayor porcentaje (el 74%) de la recaudación del dinero provenga de este grupo de gente consideradas “personas naturales” mientras que las empresas solo aportarían el 25% (donde no se incluye a las iglesias, un sector lucrativo que sin embargo el presidente Duque se niega a gravar). Así, se esperaba recaudar 25.000 millones de pesos (unos 6.850 millones de dólares) adicionales para el presupuesto de los próximos años.
El presidente Duque defendió la ley incluso después de las protestas multitudinarias que se presentaron el 28 de abril. Según él, es la única alternativa que le permitiría al país reducir la deuda, aumentar los ingresos y estabilizar las cuentas fiscales en medio de una crisis económica causada por la pandemia de coronavirus, a la vez que mantener los programas para el bienestar social. Con esto, se refiere a los programas como Ingreso Solidario que otorga la suma de 160 mil pesos (menos de 45 dólares mensuales) a 5 millones de hogares colombianos, el apoyo a estudiantes de bajos recursos para que estudien en escuelas y universidades privadas y el apoyo a las pequeñas y medianas empresas para que paguen la seguridad social de jóvenes entre los 18 y 28 años. Estos programas, que son parte del marco de las políticas para la reducción de la pobreza y la desigualdad, no obstante, han sido creadas como paños de agua tibia dentro del mismo modelo de disciplina fiscal, basado en los principios de la economía neoclásica que sugieren la retirada del Estado de la prestación de servicios sociales básicos. En lugar de devolver la gratuidad y asegurar la calidad de los servicios públicos para atender mejor la crisis sanitaria actual, la propuesta del gobierno es mantener el modelo neoliberal que beneficia a una minoría mientras se arrojan migajas sobre la mayoría.
La obsesión de Duque con el déficit fiscal y el crecimiento
La “reforma solidaria pospandemia” de Duque no ofrece nada distinto del paquete de políticas lanzadas en 2018 bajo la Ley de Crecimiento Económico, la cual se había construido siguiendo al pie de letra las recomendaciones de organismo internacionales como el FMI y el Banco Mundial y los mandatos (aún vigentes en Colombia) del Consenso de Washington: disciplina fiscal, recorte del gasto público, liberalización financiera, liberalización del comercio, inversión extranjera directa, privatización de empresas estatales. Esta ley buscó reactivar la economía y generar confianza en la inversión, luego de la desaceleración regional que se experimentó como resultado de la caída de los precios de las materias primas en 2014. El gobierno de Duque dictó medidas de austeridad y recorte del gasto público, redujo los impuestos para las empresas y estimuló a los bancos. Lo anterior se vio reflejado en un crecimiento del PIB en 2,7 puntos al final del 2018, el cual mostró el aumento extraordinario en las utilidades del sector financiero ($11.000 millones de pesos que ganaron los bancos en 2019 con una rentabilidad del 12%), mientras el país se sumía en la miseria y salía a protestar en la multitudinaria marcha del 21N de 2019 (la cual tuvo víctimas mortales) contra la ya entonces anunciada reforma tributaria y otras reformas adicionales al sistema de pensiones y el régimen laboral.
Luego de estas protestas, el gobierno intentó recuperar su popularidad y darle un ‘pequeño contentillo’ a la gente con panem et circenses: creó un día loco de compras sin IVA durante la pandemia –que se conoció internacional como el “Covid Friday” -cuando miles de personas salieron a aglutinarse en los centros comerciales y supermercados, algunos de ellos sirviéndose del subsidio de Ingreso Solidario, para comprar cosas sin impuestos y contribuir así a aumentar las ventas de los grandes almacenes de cadena y supermercados. Esto no sirvió para recuperar la popularidad, ni siquiera entre los ricos que se sentían ‘estafados’ porque la reforma tributaria incluye un impuesto al patrimonio, cuando el actual “Gobierno Nacional se hizo elegir abanderado de la mano fuerte contra la insurgencia y la delincuencia, pero especialmente porque bajaría la alta tasa de impuestos que se cobra a los empresarios”.
¿Por qué el gobierno está tan obsesionado con reducir el déficit fiscal y buscar nuevas fuentes de financiamiento para los programas de subsidios a la pobreza? Por un lado, está el interés en seguir manteniendo la base popular de adeptos en las clases populares y así conservar el voto por la derecha en Colombia, aunque, como anticipó el expresidente Álvaro Uribe (y líder natural del partido de derecha Centro Democrático), «la reforma le hace daño al partido». Por otro lado, está la obsesión de Duque por el apego a los principios de la economía neoclásica en la que se ha formado, según los cuales una mayor disciplina fiscal y una reducción del déficit son necesarios para garantizar el crecimiento. Finalmente, se encuentra la presión y el compromiso de financiar una gran cantidad de proyectos de infraestructura que supuestamente iban a permitir que Colombia sea una economía desarrollada al 2035, por lo que el país necesitaba mostrarse como un lugar atractivo para la inversión.
De acuerdo con el Índice Global de Competitividad creado en el foro de multimillonarios en Davos, Colombia figura en el puesto 104 en una lista de 141 países en términos de la calidad de su red vial de infraestructura, por lo que el gobierno de Duque pretende utilizar una parte importante del presupuesto público (3.300 millones de pesos) para financiar las obras del Pacto Bicentenario: una serie de vías, conocidas como «4g y 5g» para mejorar el transporte de mercancías en diferentes regiones del país. Esto representa una mina de oro en términos de contratos para los desarrolladores y los capitales internacionales interesados en participar de estos proyectos. Además de los contratistas (entre los cuales se encuentran algunas empresas del conglomerado cuyo principal accionista es el magnate colombiano Luis Carlos Sarmiento Angulo, uno de los hombres más ricos del mundo con una fortuna cercana a los 12 mil millones de dólares), también se beneficiarían algunos sectores oligopólicos nacionales. Serían también beneficiarios el sector de caña de azúcar, la federación de ganaderos y las empresas del sindicato antioqueño, quienes controlan a su vez las principales cadenas de supermercados y las industrias básicas, sin exceptuar las empresas multinacionales que operan actualmente en el país.
La política de control sobre el territorio y la población
Aunque el sector oligopólico nacional se consolidó en la década del sesenta cuando se desarrolló el pacto entre la clase terrateniente y la clase industrial nacional bajo el modelo de industrialización por sustitución de importaciones (que en ese momento también les otorgó estímulos económicos y excepciones tributarias y apoyó al proceso de contrarreforma agraria), el modelo de acumulación actual se consolidó en los noventas con la reforma neoliberal de apertura económica. Esta última descentralizó las regalías y redujo la participación del Estado en los sectores de producción y distribución de energía, salud y otros servicios sociales básicos, pero mantuvo medidas proteccionistas para los sectores oligárquicos. Desde entonces, el modelo de acumulación se basa en la explotación de las clases urbanas a través de los bienes de consumo, las tarifas de energía y servicios públicos, lo cual ha sido posible a su vez por cómo se explota el campo y la fuerza de trabajo rural: en Colombia, el sector campesino produce el 70% de los alimentos, pero el 1 % de las grandes propiedades rurales concentran el 81 % de la tierra.
Como bien lo ha señalado David Harvey en su análisis de la acumulación por desposesión, la expansión del capital en la fase neoliberal se ha basado en la especulación, la depredación, el fraude y el robo de una cantidad de riqueza social que se ha convertido en la nueva base de acumulación. Estas dinámicas, que se asemejan a las prácticas de acumulación que Marx consideró como “primitivas” u “originales”, no son de ninguna manera una “fase” o una “excepción” propia de la historia de la “disolución de la sociedad feudal”. Tampoco son una excepción en Colombia donde el modelo de acumulación se ha consolidado sobre la desposesión y el desplazamiento de miles de personas de sus territorios (entre ellos campesinos, indígenas, poblaciones afrocolombianas), donde hoy se consolidan las grandes propiedades agrícolas con incentivos (bajos impuestos), para producir aceite de palma, biocombustibles, concentrado de animales y carnes para la exportación.
En este mismo orden de ideas, el gobierno de Duque prioriza dentro del gasto público del Estado el presupuesto que se destina para el mantenimiento de la guerra interna (10.000 millones de pesos en el 2018 siendo uno de los países que más invierte en la guerra). En Colombia, el control social a través de una política militar fuerte y una amplia fuerza policial capaz de reprimir cualquier acto de levantamiento de masas le ha permitido consolidarse como uno de los sistemas políticos más estables de la región. Esto incluye la cifra de más de siete millones de desplazados internos (solo detrás de Siria a mundial) y de los asesinatos de civiles en protestas. El gasto militar permite también mantener un control de facto sobre la población y el territorio, particularmente en las regiones que no acceden a ninguno de los servicios del Estado. En particular, la política militar de contrainsurgencia que se implementa en Colombia se mantuvo como una estrategia clave del neoliberalismo para garantizar la seguridad de las empresas petroleras en zonas de control guerrillero y preservar los intereses de la clase terrateniente (ganaderos). Asimismo, es gracias a esta política que el Estado accede a los programas de ayuda internacional para la lucha contra las drogas que financia la fumigación con glifosato sobre los territorios de poblaciones indígenas sin importar los efectos negativos probados que esto tiene sobre la salud y el ambiente.
En este sentido, el paro es también una respuesta frente al asesinato reciente de la gobernadora indígena Liliana Peña, en el departamento del Cauca, dentro de una zona productora de coca, y por los asesinatos de más de 1100 campesinos, líderes sindicales, afrocolombianos y mujeres desde que se firmó el acuerdo de la paz de La Habana entre el Estado y la guerrilla de las FARC en 2016. Un acuerdo que el gobierno ha desconocido. Al contrario, Duque ha buscado fortalecer el enfoque militarista de la política que sigue sumando más víctimas extrajudiciales a los llamados “falsos positivos”, como se definió al asesinato de civiles disfrazados de guerrilleros y beligerantes presentados como “bajas en combate”, durante la política de la ‘Seguridad Democrática’ de Álvaro Uribe Vélez.
¿Hacia dónde irá el paro?
La revuelta popular que dio origen a la Revolución de febrero de 1917 en Rusia empezó bajo condiciones similares a las que tiene hoy Colombia: un régimen autocrático y represivo con una economía fundamentalmente agraria, una élite terrateniente que controlaba las tierras bajo un sistema feudal abusivo y una clase obrera que se aglutinaba en la ciudad atraída por el crecimiento de las industrias de capital extranjero. Al fin de la Primera Guerra Mundial, el Imperio se sumía en una crisis con una situación de escasez de alimentos y hambrunas generalizadas. Fue la represión de las protestas ordenada por el Zar, que causó la muerte de cientos de manifestantes, lo que llevó a la ira e indignación que desembocó en la revolución.
En Colombia existe un régimen neoliberal represivo que se basa sobre un sector campesino explotado y arrinconado por las grandes propiedades agroindustriales y sobre una clase urbana empobrecida, maltratada y aglutinada, que debe pagar por acceder a los bienes y servicios más básicos mientras se sume en el desempleo y la informalidad. Las condiciones están dadas, existe la ira y la indignación. También hubo muchas víctimas y evidentemente no se quiere que haya más.
¿Sería capaz el paro de transformar toda la ira, que ahora se desborda en las ciudades y en las barricadas, en un verdadero movimiento de masas, capaz de tirar abajo el régimen neoliberal, oligárquico y de excepción en Colombia, que somete a las clases pobres urbanas, rurales e indígenas a la regla del éxito de unos pocos? Es muy pronto para saberlo. Lo cierto es que las movilizaciones han creado un precedente importante para repensar el presente y recuperar la conciencia de clase en un país que ha sido alienado de su propia historia. La lucha no es solo contra la reforma tributaria, es contra el modelo de acumulación y contra las injusticias que ciertas instituciones e individuos se empeñan en perpetuar.
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*Estefanía Martínez: socióloga de la Universidad del Valle, máster en Estudios Socio ambientales por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO-Ecuador) y doctoranda en geografía de la Universidad de Montreal, docente del Instituto de Altos Estudios Nacionales del Ecuador (IAEN), Universidad de Posgrado del Estado con sede en Quito.
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