POR NADIA URBINATI /
El 21 de febrero de 1848 se publicó en Londres por primera vez el Manifiesto comunista en una edición impresa por la Workers’ Educational Association. Aunque el Manifiesto anunciaba que sería publicado en inglés, francés, italiano, flamenco y danés, inicialmente solo tuvo distribución en alemán.
Este formidable folleto de activismo político que 177 años después de su publicación tiene total vigencia no ofrecía recetas para un futuro comunista. Pero al mostrar que el capitalismo no es eterno ni natural, Marx y Engels explicaron cómo las crisis capitalistas preparan el camino para nuestra futura liberación.
El Manifiesto comunista no sugiere que debamos imaginar el futuro. En realidad, lo que Karl Marx y Friedrich Engels nos dicen es que el futuro se alberga en las propias cosas, y que por eso es enteramente racional desearlo. Por tanto, no tiene sentido establecer un dualismo entre el presente y el futuro; si fuéramos a utilizar esta dicotomía, estaríamos condenados a desear lo imposible, o bien a sufrir la maldición de Adán y aceptar el sufrimiento y la pobreza como castigos divinos. El Manifiesto, en cambio, nos dice que nos ocupemos de las tareas que somos capaces de resolver, y por «nosotros» Marx y Engels no se refieren a individuos o a un conjunto de individuos, sino a una clase, determinada por los procesos económicos.
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El Manifiesto es un extraordinario documento de militancia política, a la vez urgente y entusiasta. Y así fue recibido tanto por los admiradores como por los críticos: «La memorable fecha de publicación de El Manifiesto comunista (febrero de 1848) nos recuerda nuestra primera y definitiva entrada en la historia», escribió el filósofo materialista Antonio Labriola en 1895. «Es con respecto a esta fecha que se puede medir el curso de la nueva era, ascendente y floreciente. Así es como esta nueva era escapó y se desarrolló a partir del presente, a través de un desarrollo íntimo e inmanente, de forma necesaria e ineludible».
Para Labriola, la escansión de la temporalidad del comunismo era clara: florecía en un presente determinado por el pasado y preñado de futuro. La historia no daba saltos; estaba determinada y, por tanto, era capaz de dar certidumbre a la acción política, es decir, la confianza en que los sacrificios, las luchas y las represiones no serán en vano, como decía Carlo Rosselli en su obra de 1930 El socialismo liberal.
Marx y Engels escribieron el Manifiesto en diciembre de 1847, cuando Marx tenía veintinueve años y Engels veintisiete. Europa (y el mundo) era su horizonte, un teatro de múltiples revoluciones contra los imperios, la dominación monárquica y los gobiernos tímidamente liberales al servicio de una clase social concreta: la burguesía. Entre 1847 y 1849, la esperanza revolucionaria fue animada por republicanos, socialistas, demócratas, anarquistas y comunistas, todos ellos movilizados con el objetivo de desencadenar un levantamiento popular contra la opresión social, política y económica. Giuseppe Mazzini y Louis Blanc, Pierre-Joseph Proudhon y Mikhail Bakunin fueron protagonistas centrales de estos dos años de lucha democrática, que terminaron en una sangrienta represión, en la República Romana (1849) y finalmente con la dictadura de Napoleón III (1851). Este epílogo cambió la actitud de Marx acerca del papel de la acción política.
Volverse comunista
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¿Cómo habían llegado Marx y Engels al comunismo? Engels ya se autodenominó «comunista» a finales de 1842, y Marx le siguió unos meses después. No fueron los primeros en hacerlo, ni siquiera en la Alemania donde vivían entonces. La Ilustración del siglo XVIII ya había sembrado la idea de progreso en todos los países. El utilitarismo de Jeremy Bentham (que ciertamente no era socialista) había proporcionado un puente entre el materialismo francés (desde Holbach y Helvetius hasta Morelly y Mably) y el utopismo inglés, y, de hecho, las ideas de William Godwin, Robert Owen y William Thompson eran muy conocidas entre los radicales y los socialistas cuando Marx emigró a Londres en 1849.
Entre las influencias notables de esta época se encuentran las teorías de los antropólogos materialistas del siglo XVIII (Bernard de Mandeville) y de los economistas (Adam Smith). Especialmente crucial fue Jean-Jacques Rousseau, quien, aunque no era socialista, había contribuido en gran medida a la conciencia del vínculo simbiótico entre los órdenes social y político. Entre los que se inspiraron en Rousseau estaban François-Noël Babeuf y Filippo Buanarroti, protagonistas de la fallida Conspiración de los Iguales de 1796, que inspiró a su vez la conspiración revolucionaria de Louis-August Blanqui contra el reinado de Luis Felipe (1830-1848) y la Liga de los Justos, fundada en la década de 1830, de la que formaban parte los exiliados alemanes en París (entre ellos Marx). De esta última nació la Liga Comunista en Londres en 1847, fruto de varios años de coordinación entre los movimientos revolucionarios ingleses y continentales (incluida la Asociación Democrática de Bruselas de la que Marx había formado parte).
La Liga Comunista encargó un manifiesto a Marx y Engels, que en aquella época se consideraban demócratas radicales y apoyaban todos los movimientos de emancipación política (incluidos movimientos como el cartismo en Inglaterra). El radicalismo democrático había sido, de hecho, la principal acusación que el gobierno prusiano formuló contra Marx en 1843 por su trabajo en el Rheinische Zeitung; sus «opiniones ultrademocráticas están en total contradicción con los principios del Estado prusiano», decía la acusación contra él. Sin embargo, en el Manifiesto, las ideas de los revolucionarios del siglo XVIII pertenecen a un capítulo del pasado, incluido su método conspirativo. El «partido» del que escriben Marx y Engels apunta a una actividad política llevada a cabo al aire libre, fundada en temas capaces de agitar y despertar las pasiones de la opinión pública. La dialéctica hegeliana que Marx añade a la interpretación materialista de la historia convierte al comunismo en un destino ineludible. El «espectro» es indicativ?colaboraron estrechamente para organizar sesiones de negociación entre un equipo interinstitucional»: el Departamento de Estado de los EE.UU. y los Ministerios ecuatorianos de Relaciones Exteriores y de Defensa. Algo que también resulta revelador es la confirmación de que hubo funcionarios del Ministerio de Defensa del Ecuador que «se opusieron inicialmente a la falta de reciprocidad del SOFA», pero que los cuestionamientos fueron superados con el «compromiso público del ministro de Defensa [general Luis Lara Jaramillo] que invalidara las objeciones de su personal».
De acuerdo con la retórica del DOD, la firma (Lasso) y posterior ratificación (Noboa) del SOFA «agiliza la cooperación a través de la Hoja de Ruta de Asistencia al Sector Seguridad de Ecuador (ESSAR), un marco de planificación bilateral que describe las prioridades de seguridad compartidas por EE.UU. y Ecuador». Prioridades que, sobre decirlo, responden fundamentalmente a la visión norteamericana sobre la región; y eso aplica tanto para las abiertamente declaradas (lucha contra el terrorismo y el narcotráfico), como para las implícitas (control geopolítico y militar; supervisión de lo que consideran «sus» recursos naturales, etc.).
Con la firma del SOFA y de una docena más de acuerdos complementarios, el Ecuador le vuelve a abrir sus puertas a la ya bicentenaria injerencia estadounidense en Nuestra América. Solo en este contexto es posible entender episodios como la artera invasión de la Embajada de México ordenada por Noboa el pasado 5 de abril; una acción que difícilmente podría haberse realizado a espaldas de los órganos de poder de los EE.UU.
Página/12, Buenos Aires.