POR OMAR ROMERO DÍAZ
Antonio Gramsci (1891-1937), filósofo marxista italiano, fue encarcelado por el régimen fascista de Mussolini debido a sus ideas revolucionarias. Su peligrosidad, desde la perspectiva de los poderosos, no radicaba en la fuerza de las armas, sino en su capacidad para revelar los mecanismos ocultos del poder. Su concepto central, la hegemonía, muestra cómo la dominación no se impone solo con violencia, sino a través de la cultura, la educación y el sentido común.
La hegemonía: un poder que no se ve, pero se siente
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Gramsci nos dice que el control político no se limita a las instituciones del Estado, como el Ejército o la Policía. El verdadero poder está en la forma en que pensamos, hablamos y actuamos. La clase dominante no necesita usar la fuerza todo el tiempo porque nos convence de que su dominio es natural. Así, el pueblo acepta la explotación sin rebelarse, porque el sistema le ha enseñado que las cosas «siempre han sido así».
Por ejemplo, frases como «el éxito depende solo de tu actitud» justifican la pobreza como un problema individual y no como el resultado de un sistema injusto. «Los inmigrantes quitan empleos» desvía la atención de los empresarios que pagan sueldos de miseria. «Las mujeres son emocionales, por eso no pueden liderar» refuerza una cultura patriarcal que mantiene la desigualdad. Estas perniciosas ideas, repetidas en escuelas, medios de comunicación y redes sociales, forman parte de la hegemonía.

