Chile, el milagro de la reinvención

POR MARISTELLA SVAMPA

En 2019 las placas tectónicas se movieron en todo el mundo. En América Latina también. Cada levantamiento, cada erupción volcánica, cada giro político en medio del vértigo, tiene su especificidad, pero me atrevo a decir que aquel que tuvo lugar en Chile a partir del 18 de octubre de 2019, nos conmovió en lo más profundo.

Al preguntarnos el porqué de esa conmoción tan profunda, salta el hecho de que Chile fue hasta hace poco la encarnación más persistente del modelo neoliberal, el buen ejemplo de las derechas del continente, el alumno perfecto de todos los organismos internacionales. El país en el cual se privatizó todo, desde la educación hasta la salud, desde las pensiones hasta el agua; en el cual lo público desapareció por el gran agujero negro del neoliberalismo. El país en donde se aplican todavía las leyes antiterroristas de la época de Pinochet para encarcelar por décadas a los activistas mapuches. El país donde el golpe de Estado militar de los 70 fue “más exitoso” y las desigualdades calaron más hondo.

Chile es un país de dueños. Tan es así que, a fines de 2019, la revista Forbes publicó el ranking de las personas más ricas del planeta, entre las cuales hay nada menos que 10 chilenos, todo un récord latinoamericano; entre ellos, la mujer más rica de América Latina, cuya fortuna familiar está vinculada con la minería. En esa lista también está el actual presidente Sebastián Piñera. Y en casi todos los casos las fortunas están vinculadas a los extractivismos sedientos de agua: el cobre, el litio, los monocultivos forestales, la expansión de la frontera pesquera.

Tres reflexiones nos inspiran para pensar el levantamiento chileno y esa “máquina de lucha” que desembocó finalmente en la esperada Convención Constituyente. La primera es el fabuloso proceso de liberación cognitiva que se produjo. El llamado “modelo chileno” estalló en las calles. Las consignas “Chile despertó” y aquella de “No son 30 pesos, sino 30 años”, mostró qué es posible superar el fatalismo y ampliar rápidamente las luchas en diferentes campos.

Si bien los movimientos sociales tienden siempre a autorepresentarse como inaugurales, hay que recordar que Chile formó parte del nuevo ciclo de protestas de América Latina de los últimos 20 años. Aunque su ingreso fue parcial y tardío, con la “revolución de los pingüinos” (2006, que se extienden a 2011), gran parte de las modalidades de protesta que se verán a partir de octubre de 2019, ya estaban ahí: demanda de autonomía, rechazo a los partidos políticos, crisis de representación, activismo cibernético y utilización de las redes sociales; en fin, un ethos militante que encuentra su lugar de identificación en la intervención en el espacio público; que va tejiendo una identidad que no es de clase ni partidaria, cruzada por diferentes temas y tensiones sociales.

Sin embargo, uno de los grandes logros del levantamiento chileno como proceso de construcción colectiva es la tendencia a la interseccionalidad, las cadenas de equivalencia establecidas que condujeron a la superposición de las demandas de clase, de género, étnicas, ambientales, territoriales e intergeneracionales, ligadas a las múltiples desigualdades. Así, no es sólo del combate contra la desigualdad económica, sino asimismo contra la violencia patriarcal, por los derechos de las mujeres, por la desprivatización de las aguas, por la plurinacionalidad que reclama el pueblo Mapuche, por los Derechos de la Naturaleza. Lo novedoso es también la dimensión anticolonial y antipatriarcal de la protesta, visible en el proceso de desmonumentalización que recorrió el estallido, a través de la intervención de monumentos y estatuas, que abarca militares y figuras de la colonización, entre otros. En suma, como subraya Manuel Antonio Garretón, resulta claro que “Chile inició un ciclo que exige un nuevo pacto político-social”.

Este proceso de ruptura está ligado al enorme protagonismo de las mujeres en todos los campos –feminismos urbanos, territoriales, antiextractivistas y comunitarios-indígenas. Su participación fue fundamental para abrir un nuevo horizonte en la representación. También sucedió con el pueblo mapuche, que carga con toda una historia de criminalización y racismo. Eso aparece reflejado en las elecciones para la Convención constituyente que instaló un mecanismo que aseguró la casi paridad de género (45% de mujeres) y 17 escaños a los pueblos originarios. Algo de eso pudo verse también este 4 de julio pasado, cuando se inauguró finalmente la Convención Constituyente en Santiago, presidida por una mujer, filósofa, lingüista y activista mapuche. La voz potente de Elisa Loncón, volvió poner en movimiento en la región el lenguaje de la esperanza, y ello no sólo en clave plurinacional.

La segunda reflexión es, siguiendo a Lucio Cuenca, del Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales (OLCA), la desconexión que parece haber entre la agenda constituyente y la agenda político electoral. Si bien los resultados para la elección de constituyentes (mayo) y para la elección de gobernadores regionales (junio), mostraron el alcance de la derrota de la derecha y del actual presidente Piñera, no parece haber muchos puentes entre ambas agendas; esto es, entre quienes escribirán la nueva Constitución -que sesionará durante nueve meses- y los candidatos que competirán en noviembre de 2021 por la presidencia. Para decirlo mejor: todavía ignoramos si se establecerá algún tipo de conexión entre los nuevos referentes sociales y políticos y sus agendas de cambio, con los procesos políticos electorales que este año definirán el o la próxima presidente de ese país.

La tercera reflexión, íntimamente ligada a la primera, tiene que ver con el lugar de la memoria. No lo digo respecto del neoliberalismo solamente, lo cual es evidente, pues está en el centro del cuestionamiento. Pero, a diferencia de Perú y Colombia, Chile participó del ciclo progresista latinoamericano entre 2000 y 2015, bajo los dos mandatos de Bachelet, aunque no tuvo un rol estelar. Fue más bien un actor de reparto, la ilustración de un progresismo débil, recordándonos siempre la persistencia de la matriz neoliberal, avalada por gran parte del arco político.

¿Traerá esto consigo la idealización de aquellos gobiernos progresistas de alta intensidad, como Bolivia y Ecuador, que proclamaron tantos nuevos derechos en el marco de procesos constituyentes? En realidad, el haber sido participes menores del ciclo progresista abre para Chile también la oportunidad de aprender de los errores de dichas experiencias refundacionales. En todo caso, el proceso mismo de la Convención Constituyente dirá hasta qué punto los y las convencionales conciben el nuevo pacto político-social, no sólo desde la crítica al neoliberalismo y el Estado subsidiario, sino también desde la memoria regional sobre los límites de los progresismos realmente existentes y la necesidad urgente de su superación, sobre todo en lo respecta a la insustentabilidad de los modelos productivos, la defensa de los territorios y la puesta en marcha de la plurinacionalidad.

Nadie duda de que las protestas que arrancaron en 2019 en Chile sellaron un quiebre histórico. Ya nada será como antes. Por eso el presente chileno conmueve y resulta inspirador para toda la región. Pues nutrida de una potente dinámica creativa proveniente desde abajo, la Convención Constituyente abre expectativas para pensar un escenario posneoliberal novedoso que combata las múltiples desigualdades y reconfigure asimismo en clave democrática-participativa el campo político-institucional.

@SvampaM

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