POR MATEO ROMO
Ese fue el día en el que me di cuenta de que
hay una vida entera detrás de las cosas
y una fuerza increíblemente benévola
que quería decirme que no hay razón
para tener miedo… nunca.
– Belleza Americana.
Una litigante obsesiva
En la lucha por el trono se desencadenó una guerra fratricida. Ambos hermanos murieron. El gobernante que los reemplazó ordenó que uno de ellos fuera honrado con todos los ritos fúnebres, y el otro (considerado un traicionero de su patria), dejado a la intemperie, de manera que los buitres y los gusanos se dieran un banquete con sus restos.
Ante el dolor por la profanación del cadáver, su hermana desacató la orden y realizó un enterramiento simbólico con una ligera capa de tierra. “¿¡Quién lo ha hecho!? ¿¡Quién se atrevió a desobedecerme!?”, vociferó el rey a los cuatro vientos. “Yo fui, porque más atrevido has sido tú, al querer pasar por encima de las leyes no escritas, que son de siempre y nadie sabe a qué tiempos se remontan”. Privarnos de enterrar y llorar a nuestros muertos es expropiarnos de nuestra condición de seres sintientes, que aman y son amados. Es, desde este punto de vista, un sacrilegio contra el templo de los sentidos el que la calidez de las pasiones contraste de tal manera con la fría racionalidad de la cosa pública.
Antígona es el nombre de esta litigante obsesiva, que elevó a juicio una demanda piadosa inscrita en los recovecos de la inmensidad íntima. No estamos conminados a acatar leyes injustas, ese es su legado, que, a propósito de las relaciones y tensiones entre moral y política, resuena desde el tiempo mítico hasta el presente, abarcando cada espacialidad y circunstancia.
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