Geopolítica e imperialismo en América Latina y el Caribe: un nuevo Plan Cóndor

POR LAUTARO RIVARA Y FERNANDO VICENTE PRIETO /

Mecanismos solapados y no declarados de la guerra económica, las ‘revoluciones de colores’, el ‘lawfare’ (guerra jurídica), el neoliberalismo de guerra, la paraestatalidad.

Mucha agua ha corrido bajo el puente desde los tiempos del Maine y desde los golpes de Estado «clásicos» que conoció y ha padecido América Latina y el Caribe a lo largo de los siglos XIX y XX. Sin embargo, Existe una continuidad patente respecto de aquella articulación de dispositivos políticos, militares y comunicacionales puestos al servicio de la intervención y nuestro propio presente geopolítico, aunque las formas y los pretextos de la guerra se hayan desplazado hacia competencias que en otro tiempo tenían una relación más distante con las operaciones estrictamente militares.

Adelanto del libro El nuevo Plan Cóndor: geopolítica e imperialismo en América Latina y el Caribe (Editorial Batalla de Ideas / Instituto Tricontinental de Investigación Social, 2022).

Quizás pocos recuerden que la tercera década del siglo XXI comenzó violentamente un 3 de enero del 2020: con un ataque aéreo al Aeropuerto Internacional de Bagdad, Irak. El operativo de precisión fue llevado a cabo a través de los drones inteligentes Predator B.

Tripulados virtualmente desde cientos de kilómetros de distancia por operadores estadounidenses, lanzaron dos proyectiles aire-tierra Hellfire R9X a un convoy de las milicias iraquíes respaldadas por el gobierno de Irán. En el ataque resultó asesinado el comandante de la Fuerza Quds, Qasem Soleimani, el militar de más prestigio en Irán y uno de los principales artífices de la política de paz en el Oriente Medio.

Como quien quiere dar a entender exactamente lo contrario de lo que afirma, el por entonces presidente de EE.UU., Donald Trump, aseguró que su gobierno no buscaba un “cambio de régimen” ni tampoco dar comienzo a una guerra. Como fuera, era evidente que “cambio de régimen” y “guerra” aparecían como dos elementos de importancia para interpretar aquella coyuntura; y también para los tiempos por venir. El asunto, irreductible, era que con tan solo apretar un botón no solo moría un general, sino también las breves esperanzas de paz de una década que comenzaba así, guerrerista y violenta.

Por entonces, una rápida escalada de declaraciones y movimientos militares parecían poner al planeta al borde de una conflagración mundial. En boca de todos, civiles y militares, especialistas y legos, occidentales y no occidentales, sonaba una palabra que parecía ser la clave de bóveda para la comprensión de tan complejos acontecimientos: la geopolítica. En lo que va de este siglo y, más todavía, tras el reto global presentado a la humanidad por la emergencia de la pandemia de Covid-19, la geopolítica parece ya parte de nuestro vocabulario cotidiano.

De la geopolítica de las vacunas, a la geopolítica del petróleo, de la geopolítica imperialista a la geopolítica de la integración, de la geopolítica del clima a la geopolítica militar; parece en vano intentar comprender algo sin ella. Las tentativas liberacionistas de los pueblos no pueden prescindir de la dimensión geopolítica como una herramienta epistemológica, ni tampoco como una mediación estratégica fundamental. Es notorio que el poder se concentra en el espacio de forma desigual. El espacio será, por lo tanto, un terreno privilegiado de la acción política ya sea imperial o antiimperial, colonial o liberadora.

A esta nueva situación global, determinada por la emergencia de Covid-19, se suman otros “signos de los tiempos” entre ellos, los indicadores cada vez más evidentes de una nueva transición hegemónica global; el desplazamiento del eje geopolítico del mundo hacia Oriente; el conflicto entre unipolarismo y pluricentrismo; la crisis de las principales instituciones del autodenominado “mundo occidental”; la militarización y paramilitarización incesante de la vida; la consolidación de “nuevas derechas” y la fascistización en proceso de diversos sectores sociales; la nueva revolución tecnológica y la irrupción de corporaciones de nuevo tipo; la desenfrenada disputa por los bienes de la naturaleza, de cara a que la rueda de la hiperproducción y el consumo continúe girando; el agravamiento del cambio climático y de todos los indicadores de la crisis ecológica; la erosión del neoliberalismo como sistema económico —e ideológico— hegemónico; la eventualidad de una crisis económica de magnitud histórica; el declive de los EEUU y el simultáneo recrudecimiento de su accionar imperialista en América Latina y el Caribe. Fenómenos que nos urgen a una reflexión estratégica y situada sobre la actualidad geopolítica de la región en el marco de un mundo convulso e incierto.

Nuevas doctrinas y estrategias de intervención

Una conocida anécdota ilustra algunas de nuestras vicisitudes continentales. En enero de 1897, el artista Frederic Remington fue enviado a Cuba por el ‘New York Journal’, propiedad de William Randolph Hearst. Remington estaba allí para cubrir la eventual guerra que habría de desarrollarse, pero nada acontecía. El dibujante dirigió entonces un cable a su jefe, en el que le expresó:

—Todo está tranquilo. No hay problemas. No habrá guerra. Deseo volver.

A lo que Hearst respondió:

—Por favor, manténgase allí. Usted proporcione las imágenes y yo proporcionaré la guerra.

Poco más de un año después, el 15 de febrero de 1898, se produjo la explosión del vapor norteamericano Maine, anclado en la bahía de La Habana. En torno a este episodio, posiblemente una operación de bandera falsa, los medios de comunicación —no solo el de Hearst, sino también el ‘New York World’ de Joseph Pulitzer, convertido hoy casualmente en un prestigioso galardón— difundieron la semántica de la guerra y ayudaron a convencer a la opinión pública de la justicia de la causa norteamericana. Esto dio cobertura ideológica y estímulo político a una acción militar largamente planificada.

Luego de triunfar en la guerra Hispano-Cubano-Norteamericana, EE.UU. tomó posesión de las antiguas colonias españolas de Filipinas, Cuba y Puerto Rico. Así comenzó a consolidar su control territorial en el Caribe, esa “frontera imperial” estratégica (Bosch, 1985). Ya en el siglo XX, el dominio de este espacio fue ampliado con la secesión de Panamá, una prolongada ocupación de Haití y República Dominicana y la compra a Dinamarca de las denominadas Islas Vírgenes Estadounidenses. Hoy este es el centro de operaciones del Comando Sur, desde donde irradia su influencia a todo el continente.

Nada es completamente nuevo bajo el sol. Existe una continuidad patente respecto de aquella articulación de dispositivos políticos, militares y comunicacionales puestos al servicio de la intervención y nuestro propio presente geopolítico, aunque las formas y los pretextos de la guerra se hayan desplazado hacia competencias que en otro tiempo tenían una relación más distante con las operaciones estrictamente militares.

Mucha agua ha corrido bajo el puente desde los tiempos del Maine y desde los golpes de Estado “clásicos” que supimos conocer y sufrir en nuestro continente a lo largo de los siglos XIX y XX. Aquellos asociados aún, en la imaginería popular, a los desembarcos de marines, los escuadrones de paracaidistas, los tanques en las plazas, los bombardeos de edificios públicos y las proclamas en palcos militares.

A lo largo de su historia como república imperial, EEUU, ha desarrollado doctrinas y corolarios imperialistas que han expresado una serie de justificaciones económicas, geopolíticas, filosóficas y hasta religiosas para su expansionismo. La Doctrina Monroe-Adams y el llamado Destino Manifiesto son apenas dos de las más conocidas, pero no las únicas. Estas doctrinas y corolarios han encontrado también su correlato estratégico en diferentes paradigmas de lo que EE.UU. llama su “seguridad nacional”, pero que nosotros preferimos denominar como “doctrinas de intervención” o de “contrainsurgencia”, dado que, con las heroicas excepciones de la “invasión” de Pancho Villa a los ex estados mexicanos apropiados por los yankis en 1916, o del asalto al Congreso de EE.UU. protagonizado por Lolita Lebrón y otros independentistas boricuas en 1954, la “seguridad nacional” norteamericana nunca ha sido amenazada por las naciones ubicadas al sur del río Bravo.

Por el contrario, un sin fin de excusas han sido esgrimidas para intervenirnos. Desde hace dos siglos, EE.UU. ha desplegado una consistente política de control hemisférico, desde Alaska a la Patagonia, e incluso con proyección hacia la Antártida.

Si bien hay estrategias geopolíticas de largo aliento, durante las últimas décadas se han producido cambios trascendentales en las formas y en los métodos de intervención.

¿Un nuevo Plan Cóndor?

En el último tercio del siglo XX, EE.UU., articuló, dirigió, respaldó, legitimó, una serie de dictaduras militares en todo el continente, configurando así una orientación “clásica” de la Guerra Fría. La articulación de los gobiernos derechistas en América del Sur para detener, torturar y asesinar personas el “Plan Cóndor” fue respaldada por la CIA y el Pentágono, que asesoraron a los dictadores. Se trató de una operación que alcanzó la coordinación incluso con dictaduras de América Central, como analizó en detalle Stella Calloni (2016).

Hoy, ante un nuevo estado de situación, aquella orientación se reedita, utilizando aún más instrumentos de intervención, pero de manera más opaca y fragmentaria. A la fecha apenas si tenemos algunos indicios y lecturas parciales de lo que sin dudas son líneas maestras de la política imperial para la región. Es a esta política a la que diversos líderes del continente han denominado como el “nuevo Plan Cóndor”.

Uno de los primeros en referirse a este concepto fue el expresidente de Ecuador, Rafael Correa. En septiembre de 2016, en la XVII Cumbre del Movimiento de Países No Alineados (MNOAL), Correa señaló que la región estaba haciendo frente a una contraofensiva imperial que buscaba mellar los márgenes de soberanía recuperados durante los primeros años del siglo XXI, cuando emergieron, producto de las luchas populares contra el neoliberalismo, gobiernos que impulsaron políticas populares y de integración.

Para septiembre de 2016 ya se habían desarrollado diferentes golpes “blandos”, entre los que se destacan el impeachment contra Dilma Rousseff, un proceso de destitución de nuevo tipo, a través del Parlamento. Algo similar había ocurrido en 2012 en Paraguay con el expresidente Fernando Lugo. Incluso un antecedente más remoto, el del derrocamiento del primer gobierno popular del presente siglo, el del haitiano Jean-Bertrand Aristide, se había perpetrado en 2004 con una cobertura dizque “humanitaria”. Otras intervenciones, como la de 2009 en Honduras, que derrocó a Manuel Zelaya, y la de 2019 en Bolivia, que desplazó a Evo Morales, tendrían tintes más clásicos, aunque con “innovaciones” propias de la época.

En julio de 2021, el propio Evo Morales retomó la idea: “Reafirmamos que se halla en marcha el Plan Cóndor 2 y debemos acordar medidas para que los gobiernos de la derecha de Latinoamérica no sigan participando en los golpes de Estado bajo la dirección de EE.UU., provocando luto y dolor a nuestros pueblos”, publicó en su cuenta de Twitter. A continuación, difundió un documento que demostraba la participación del gobierno de Mauricio Macri en el apoyo de la dictadura boliviana encabezada por Jeanine Áñez.

El mismo concepto había sido abordado por el hondureño Manuel Zelaya, para referirse a la utilización de las llamadas “organizaciones no gubernamentales” (ONG) en la guerra de baja intensidad de esta época, en particular contra Nicaragua. Pocas semanas después, el medio estadounidense The Grayzone develaría en detalle el esquema de financiamiento gubernamental de EEUU a estas organizaciones.

El paradigma anterior de intervención dominante, conocido como “guerra asimétrica”, implicaba la confrontación entre fuerzas convencionales (ejércitos regulares nacionales o fuerzas regulares de ocupación) contra fuerzas insurgentes (formaciones guerrillas, organizaciones político-militares de todo tipo, etcétera). De ahí la doctrina del “enemigo interno” común a las políticas de terrorismo de Estado articuladas en lo que se conoció como el Plan Cóndor, cuando el Pentágono, asesoró y articuló a su servicio a las dictaduras militares de América del Sur, en las décadas de 1970 y 1980, e incluso la idea del “enemigo difuso” tan utilizada para justificar las guerras en Medio Oriente a partir de la década de 1990.

Como toda variación dentro de una misma línea estratégica, mantiene continuidades. El asedio económico a Venezuela, por ejemplo, es continuidad del bloqueo a Cuba, que también se ha actualizado.

Al día de hoy, el imperialismo norteamericano ha refinado y complejizado hasta el infinito sus métodos de control, intervención y “cambio de régimen”, pero muchas veces nuestra capacidad reflexiva se orienta todavía a analizar estrategias en desuso o paradigmas ya caducos. Incluso han cambiado, drásticamente, los actores de la confrontación. Así quedó demostrado ante la imposibilidad de conceptualizar y actuar de forma adecuada frente a las nuevas doctrinas de intervención desplegadas sin solución de continuidad en países como Venezuela, Bolivia, Colombia, Brasil, Argentina o Haití.

Todos podemos reconocer con facilidad un golpe de Estado en su modalidad clásica: pero más opacos nos resultan aún los mecanismos solapados y no declarados de la guerra económica, las “revoluciones de colores”, el lawfare, el neoliberalismo de guerra, la paraestatalidad, la narcopolítica, el oenegeismo colonial, el intervencionismo humanitario, la violencia sexual trasnacional, el terrorismo mediático o la instrumentalización política del ultraconservadurismo religioso.

Se trata sin duda de tiempos difíciles, distantes ya de los momentos más cálidos de la primavera latinoamericana y caribeña. Pero la ofensiva imperialista no solo maximiza sus esfuerzos injerencistas y su despliegue belicista, sino también su aún formidable capacidad de disputa intelectual, cultural y moral. Por eso no ha de sorprendernos la proliferación y circulación de las teorías coloniales más diversas, elaboradas en las usinas del enemigo y difundidas aquí como formas deliberadas de desmovilización y confusión organizada en lo que parece ser una suerte de “nueva Guerra Fría cultural”, parafraseando el título del conocido estudio de Frances Stonor Saunders.

El hecho de fondo es que EE.UU. ha respondido al reto del socialismo del siglo XXI y a la emergencia de formidables movimientos obreros, campesinos, indígenas, negros, feministas y de la economía popular, en ascenso en todo el continente desde fines de la década de 1980, con un renovado Imperialismo para el Siglo XXI, en el que todavía algunos ideólogos sueñan con que sea “el nuevo siglo norteamericano”.

En esta contraofensiva imperial lo que se observa es una multiplicación y sofisticación de las tácticas y las modalidades de intervención. En las últimas décadas se ha generalizado el enmascaramiento de la guerra a través de actividades que tradicionalmente, en la doctrina liberal, figuraban en el campo de lo civil. Entre ellas podemos mencionar la comunicación, la cultura, la justicia, la religión, la ayuda humanitaria, etcétera.

En la mayoría de los casos, el acontecer de estos mecanismos será paralelo al de la implantación del propio neoliberalismo en el continente, o coincidirá con procesos regionales no siempre sincronizados en cada uno de nuestros países (la desmovilización de las insurgencias, los cambios constitucionales, las políticas de ajuste estructural, el cese de las dictaduras, los post conflictos, etcétera).

Pero es preciso no perder de vista que parte de estas doctrinas son comunes al conjunto de la región, y también al resto de los países del Sur Global: así, la política de sanciones sufrida por Venezuela será similar a la aplicada a Irán, el recurso a fuerzas irregulares conectará a Colombia con Siria, o el uso de la violencia sexual como instrumento de control territorial trasnacional nos llevará desde Haití hasta el Congo.

En las doscientas cincuenta y cuatro páginas de El nuevo Plan Cóndor. Geopolítica e imperialismo en América Latina y el Caribe, que tuvimos el gusto de coordinar, veinte autores y autoras de Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Cuba, Ecuador, Haití y Venezuela sistematizan estas nuevas dinámicas de intervención a partir de casos concretos. Esperamos que el conocimiento de estos procesos contribuya al debate de la intelectualidad crítica, tanto aquella que habita los ámbitos académicos como la que no, y en general, a la reflexión sobre las características de la guerra híbrida en un continente sin guerras declaradas oficialmente; un fenómeno que, según entendemos, atraviesa la etapa política que transitamos y que, por eso mismo, llegó para quedarse.

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