POR MARCOS ROITMAN ROSENMANN
Preeminentes hombres de letras, de la cultura, se enredan en explicaciones para sacar del charco de sangre en el cual están sumergidos a los países de la OTAN.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Esta es la pregunta que deberíamos hacer en el instante que se justifica el asesinato político, las matanzas, los campos de refugiados, las torturas y las dictaduras. Deberíamos interrogarnos cada vez que se avalan regímenes políticos verdugos de sus pueblos, renunciando a ejercer el juicio crítico que nos humaniza. De esa manera se condena a muerte a millones de seres humanos.
La economía de mercado es la trinchera desde la cual Occidente dispara sus misiles ideológicos. La pobreza, la desigualdad, la corrupción, los golpes de Estado, cobran sentido bajo este mantra. Son un recurso para patrocinar guerras y administrar justicia. Amigos y enemigos. Unos, morirán bajo la bandera de la libertad; los otros, ni siquiera merecen el calificativo de seres humanos. Sólo les cabe un adjetivo: criminales, violadores, bestias y ladrones.
Occidente es equilibrado. Sus asesinos son protegidos y liberados de carga. Son ensalzados y exonerados de responsabilidad. El mundo se presenta sin contradicciones. Se debe elegir entre Ucrania y Rusia, Marie Le Pen o Emmanuel Macron, Donald Trump o Joe Biden, Vladimir Putin o Volodímir Zelensky. Ojivas nucleares buenas o malas, invasiones a Panamá o a Ucrania. Extrema derecha o derecha. En definitiva: ellos o nosotros. De lo malo, lo menos malo. Capitalismo con rostro humano o salvaje, pero capitalismo. La frase de Franklin Delano Roosevelt al referirse a su aliado nicaragüense, el tirano Anastasio Somoza, sintetiza la hipocresía de Occidente: Somoza es un hijo de puta, pero es uno de los nuestros y lo defenderemos.
Preeminentes hombres de letras, la cultura, las ciencias y las artes se enredan en explicaciones para sacar del charco de sangre, en el cual están sumergidos, a los países de la OTAN, tras la invasión de Rusia a Ucrania. Niegan la historia, el pasado, la memoria, tergiversan los hechos y de manera torticera explican que unos asesinan y otros defienden su patria. Unos disparan balas y otros reparten caramelos. Así no hay lugar para la reflexión. Sólo cabe una opción: conmigo o contra mí. De allí, se pasa directamente a justificar el envío de armas para la vida. Armamento que no mata seres humanos, sólo rusos invasores, monstruos sin alma.
Su concepción del bien y del mal es, digamos, al menos cuestionable. Pero ellos, con la pistola humeante entre las manos, actúan en defensa propia, defienden la paz, y patrocinan guerras bien intencionadas. En sus diferentes tipologías, se están desarrollando en este momento más de una cincuentena de guerras, sean de baja intensidad, hibrida, asimétrica o neocortical. Pero Occidente sólo tiene ojos para Ucrania. En Asia, América Latina, Medio Oriente y África despliegan sus armas. Sea en Yemen, Arabia Saudita, Nigeria, Mali, Somalia, Siria, Marruecos, Chad, Kenia, Afganistán, Sudán, Etiopia o la guerra genocida de Israel contra el pueblo palestino.
Las anteojeras son útiles para no distraer el paso de los animales enyuntados, que deben seguir el camino marcado por el amo. No ven a su alrededor, no tienen una visión global, simplemente ven lo que les deja ver su amo. Éste unas veces recurre a la violencia y el castigo, otras al cariño, al premio. La doctrina del palo y la zanahoria. Fama, honores, medallas, dinero son la zanahoria del poder. A cada uno según sus deseos. Todos tendrán su recompensa en especie, acorde con sus peticiones.
El conocimiento del conocimiento obliga. Bajo esta premisa, dos destacados neurobiólogos del siglo XX, Humberto Maturana y Francisco Varela, llamaron a pensar las consecuencias que, para la condición humana, tienen los actos del quehacer cotidiano bajo el tabú más escandaloso presente en la cultura occidental: prohibido conocer el conocer. Ambos neurobiólogos descifraron el cómo conocemos y a continuación explicaron la indisoluble relación entre lo biológico y lo social, lo ético y la cooperación como fundamento de lo humano.
Así concluían: “No es saber que la bomba mata, sino lo que queremos hacer con la bomba lo que determina el que la hagamos explotar o no. Esto corrientemente se ignora o se quiere desconocer para evitar la responsabilidad que nos cabe en todo nuestros actos (…) Ciegos ante esta trascendencia de nuestros actos pretendemos que el mundo tiene un devenir independiente de nosotros que justifica la irresponsabilidad en ellos y confundimos la imagen que buscamos proyectar, el papel que representamos, con el ser que verdaderamente construimos en nuestro diario vivir”.
Si no nos preguntamos sobre la fabricación de armas de destrucción masiva en sus diferentes modalidades, su envío a los escenarios de guerra, estamos renunciando conscientemente a la condición humana. El proceso de deshumanización que se vive, del cual todas las guerras, incluida la invasión a Ucrania, son el resultado de una civilización de terror y muerte, nos debe hacer recapacitar para luchar contra el nuevo totalitarismo emergente, cuya eclosión proviene de una razón cultural decadente que se lleva por delante la vida y la dignidad del ser humano.
La Jornada, México.
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