POR JUAN S. PEGORARO
La riqueza y el poder son los bienes más codiciados por los seres humanos que impiden que algún contrato social pueda contener esos deseos. Los filósofos han tratado de conjurar este maleficio con la idea de la creación de un ser superior, una institución que llamaron Estado, como lo llamara Hobbes, capaz de terminar la guerra de todos contra todos. En realidad, la guerra de todos contra todos fue una argucia de Hobbes para solapar lo que sabía: la guerra no es de todos contra todos sino de unos contra otros o de nosotros contra ellos y fue siempre una guerra en pos de la riqueza y el poder como se puede constatar en la realidad que estamos viviendo
Ahora bien, de manera providencial o predestinada o fatal algunas regiones o países del mundo han sido y son dotados por la naturaleza (dirían los agnósticos) de una gran riqueza que podía ser disfrutada por la humanidad toda, pero la codicia y el poder lo hace imposible.
Apelando al prestigio intelectual de Michel Foucault, éste afirma en Defender a la sociedad que la guerra social nunca ha cesado y agregamos: siempre las guerras han sido entre conquistadores y conquistados, mejor dicho entre conquistadores y los que resistieron, entre apropiadores de bienes, de riquezas, de hombres y los que resistieron, entre invasores e invadidos, entre colonizadores y colonizados, entre ricos y empobrecidos; en fin, la guerra es la resistencia.
Las riquezas siempre estuvieron en la mira del poder, porque tanto ellas como éste funcionan en una relación mimética, similar a la del poder y la violencia; solo la viviente riqueza y el viviente poder y su violencia pueden mantener un orden social que supone también la resistencia, porque si no la hubiere no sería necesario imponerlo: “Si la ley no fuera ya la ley, sería la suave interioridad de la conciencia”, dice el autor citado.
Un ejemplo de las desgracias de la riqueza fue la conquista de América y de África por las monarquías y súbditos de ellas. Considerada por ellas como un descubrimiento de tierras lejanas, se reveló de inmediato como la conquista de las riquezas que encontraron y para ello realizaron todo tipo de atrocidades como matanzas, torturas, saqueos, secuestros, violaciones, quema de aldeas, bosques, destrucción de templos y de símbolos: la conquista a la manera de los cuatro Jinetes del Apocalipsis.
En América, la conquista de esos pueblos fue lograda por medio de un genocidio. Tzvetan Todorov calcula que murieron como consecuencia de ella setenta millones de seres humanos; una singularidad de este proceso es que se extendió durante más de cinco siglos; solo “almas sensibles” se preguntan todavía cómo puede haber sido esto. La respuesta se la puede encontrar en la naturalización que fue produciendo, en sentido amplio, la cultura impuesta por la llamada civilización occidental.
En este sentido recordemos que Norbert Elias escribió en 1977 El proceso civilizatorio, libro con una notable influencia en el mundo cultural presentado como un proceso iniciado en el siglo XVII: la progresiva suspensión de las guerras y de la agresividad tanto material como simbólica que se expresaba en el uso habitual del cuchillo, los buenas maneras en la mesa como el tenedor en vez de la mano, en la cortesía para seducir a una mujer (y poseerla), en ciertas formas de vestir o la modelación del lenguaje, cambios en los comportamientos públicos de las necesidades naturales, etc.
Ahora bien, lo que omite Elias es que la realización de estas conductas “civilizadas” solo era practicada por una minúscula cantidad de los habitantes de ciertas regiones europeas, pero contemporáneas con otra inmensa cantidad de conductas inhumanas que realizaban en su “proceso civilizatorio”: apropiación violenta de riquezas, tierras y seres humanos especialmente en África y América.
Ésta fue lograda como “la solución final” del nazismo: su exterminio como el sueco Sven Lindqvist analiza y documenta en Exterminad a todos los brutos; por otra parte el horror de la solución final del nazismo sirvió y sirve para que los europeos no tuvieran memoria de las atrocidades cometidas con su política de conquista y colonización y que justificaran en el hecho que sus habitantes no alcanzaban totalmente status de humano.
El racismo no ha desaparecido de la cultura occidental y sigue siendo abonada por el disfrute y esplendor de la riqueza que conquistaran con el saqueo y la explotación de seres que consideraban de alguna manera inferiores.
Recordemos el comportamiento de europeos en el enclave de Leopoldo II en África cuando Joseph Conrad le hace decir a su alter ego, Marlowe, viendo a unos seres que los saludaban o les arrojaban flechas desde la costa del río Congo: “Teníamos la sospecha de que eran subhumanos”, quizás la mejor metáfora para definir “Corazón de las tinieblas”.
Una particularidad de la conquista y colonización de esas regiones del mundo fue no solo la apropiación de sus riquezas naturales sino la existencia de una abundante de mano de obra humana que dominaron y explotaron con formas de trabajo forzado como la esclavitud, la servidumbre, la encomienda que acompañaban con castigos atroces.
Ahora bien, esta conquista no podría haberse logrado sin algunas formas de colaboración por parte individuos y grupos que allí vivían (y se han reproducido) y que, aunque por motivos o intereses distintos, ayudaron (ayudan) a los conquistadores como fuere la temprana experiencia de Hernán Cortés con Malitzin que oficiaba como su informante para dominar a los pueblos en lucha, lo que se ha denominado la maldición de Malinche.
“La Teoría del colonialismo interno” fue uno de los mayores aportes a la explicación crítica y académica de la continuidad del subdesarrollo de América Latina y ella puede ser considerada como predecesora del Síndrome de Estocolmo, pero no por cuestiones patológicas como éste sino por las conductas de personajes con cierta relevancia política-económica y aun cultural que han colaborado y colaboran con el poder económico mundial en la apropiación de las riquezas naturales y que mantiene a América Latina en el subdesarrollo.
Los personajes que conforman el “colonialismo interno” tienen nombre y apellido y aparecen en la revista Forbes, en los directorios de las grandes asociaciones empresarias, agropecuarias, bancarias, industriales y financieras casi todos los países de Latinoamérica; además no dejan de reactivar culturalmente el Síndrome de Estocolmo mientras comparten con el poder de las corporaciones una parte de la riqueza nacional apropiada.
Página/12, Buenos Aires.
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