POR RAFAEL CORREA DELGADO
“Es preciso superar la indigencia ideológica prevaleciente en nuestros países en estas materias, esa proclividad secular a recoger afuera lo que es ajeno en gran parte a la realidad latinoamericana y a sus exigencias”.
El economista sueco Gunnar Myrdal, después de recibir el premio en 1974 por sus trabajos en desarrollo económico, manifestó que el “Nobel” era inapropiado para un área tan poco científica como la economía. Myrdal no sólo atacó la supuesta rigurosidad científica, sino también la solvencia ética de la ciencia económica, denunciando que su supuesto análisis científico en realidad esconde particulares visiones del mundo, valoraciones políticas e intereses, lo que Paul Streeten calificó como “objetividad espuria”. (1)
El mainstream del pensamiento económico utiliza el método deductivo, consistente en premisas supuestamente de validez universal que nos permiten llegar a conclusiones generales si se ha cumplido con las proposiciones establecidas. Esto es por completo inadecuado para las ciencias inexactas en las que, por definición, son raras las premisas universales. Por ello la medicina utiliza el método inductivo o el estudio de casos para tratar de llegar a generalizaciones y conclusiones más amplias que, además, admiten abundantes excepciones. Como acertadamente sugiere Ha-Joon Chang, el enfoque abstracto y deductivo de la economía neoclásica debería ser cambiado por un enfoque concreto e inductivo. (2)
Los economistas del mainstream se convencieron del positivismo de la economía para hacerla aparecer como una ciencia dura, objetiva y cuantificable, aunque en realidad está impregnada de juicios de valor. Cuando desde el siglo XVIII empezaron a analizarse los problemas económicos supuestamente de una forma científica, a la nueva disciplina se la llamó economía política, dejando claro que no se trataba de ciencia pura, sino también de argumentos políticos. Desde finales del siglo XIX, y en especial a partir de la síntesis neoclásica de Alfred Marshall contenida en su libro Principios de Economía (1890), se quedó definitivamente en el camino el nombre de economía política utilizado por los clásicos, y la disciplina comenzó a llamarse simplemente economía, graduándola de ciencia y quitándole supuestamente lo político.
El mayor daño que se ha hecho a la economía es precisamente haberla desvinculado de su naturaleza original de economía política. Nos han hecho creer que todo es un tema técnico, y, sin considerar las relaciones de poder dentro de las sociedades, nos han convertido en funcionales a los poderes dominantes. Como acertadamente sostenía John Kenneth Galbraith: “Tal teoría económica no es neutral. Es el aliado influyente y valioso de aquellos cuyo ejercicio del poder depende de la existencia de un público sumiso”. (3)
El homo economicus
Para la ortodoxia económica, el bienestar se logra con la satisfacción de necesidades por medio del consumo de bienes y servicios. El mayor problema es que asume que estas necesidades son ilimitadas, y aún en los salones de clase se enseña la barbaridad antropológica de que la economía es la ciencia que nos enseña a administrar recursos finitos para atender necesidades infinitas. De acuerdo con esta definición, personajes como el expresidente uruguayo ‘Pepe’ Mujica, que nos repite a cada instante que no necesita nada más para ser feliz, sencillamente no existen. Lo que existe es el famoso homo economicus, supuesto agente representativo que pasa la vida haciendo cálculos para con su ingreso o restricción presupuestaria consumir la canasta de bienes que maximice una inobservable función de utilidad, reflejo del orden de sus preferencias por las diferentes combinaciones de bienes.
La racionalidad del homo economicus es hacer siempre lo mejor dentro de lo posible —es decir, alcanzar el más alto bienestar sujeto a su restricción presupuestaria—. Este comportamiento sería una cuestión de base, prácticamente instintivo o inherente al ser humano, independientemente de su cultura, condición social, género o edad, lo cual contradice con apertura los principios y modelos de otras ciencias sociales, como la psicología y la antropología, que parten del supuesto que el comportamiento humano es en gran medida una construcción social, y que este puede responder a cuestiones como las pasiones o las emociones. En ciencias naturales, las leyes de una disciplina pueden complementar, pero no pueden contradecir las leyes de otra disciplina, lo que se conoce como integración conceptual. En ciencias sociales, esta integración es aún inexistente.
La manera de salvar al homo economicus es asumiendo que no es necesariamente egoísta, que sus preferencias pueden incluir el bienestar de los demás, y que estas preferencias pueden variar de acuerdo con el contexto cultural o social. Con ello puede haber todo tipo de preferencias, pero es el mismo comportamiento maximizador, pretendido como sinónimo de racionalidad. De esta forma se construye un modelo único de comportamiento que calza en todas las situaciones porque, al no ser observable ex ante, la función de utilidad se la puede definir ex post de tal manera que toda elección se interprete como racional o maximizadora.
Con ello siempre podremos decir que ‘Pepe’ Mujica está asignando sus recursos para adquirir la mayor cantidad del bien llamado libertad, del cual tiene una necesidad ilimitada, y que regala su dinero porque el bienestar de los demás también forma parte de sus “preferencias”. Al final del día, el altruismo y desprendimiento de Pepe también estaría maximizando su propio bienestar, y sería un homo economicus más. Si añadimos al modelo del homo economicus el costo de elegir, podemos también incorporar en el supuesto comportamiento maximizador cualquier regla heurística. El problema es que un modelo que a posteriori explica todo, y termina no explicando nada.
De supremacías y realidades
Manteniendo un pseudo positivismo, la economía ortodoxa considera como necesidad todo lo que el consumidor desea, sin diferenciar entre verdaderas carencias y simples deseos; asimismo, asume que nadie puede saber mejor que el mismo consumidor lo que éste requiere, juicio de valor conocido como la supremacía del consumidor y presentado como principio científico cuando en realidad sienta las bases para el liberalismo económico. Gracias a su ingreso monetario, el consumidor expresa sus preferencias a través de su demanda o disponibilidad a pagar monetariamente por las diferentes unidades de bienes, de tal forma que maximice su bienestar dadas sus preferencias, el precio de los bienes y su ingreso disponible. Es nuevamente el famoso homo economicus que, de acuerdo con la economía ortodoxa, vive en todos nosotros.
Los problemas surgen por doquier. En primer lugar, está la cuestión del ingreso. Mercado con mala distribución del ingreso es un desastre, y la supremacía del consumidor se convierte tan solo en la supremacía del poder de compra. La segunda cuestión es el supuesto de que el consumidor es el que mejor sabe lo que necesita. Esto implica información perfecta y libre albedrío. Asume que un fumador empedernido entiende perfectamente las consecuencias de fumar, y que no puede ser manipulado por cosas tales como la publicidad subliminal que envía información directamente al cerebro sin que el consumidor esté siquiera consciente de aquello. La tercera cuestión es que nuestras acciones tienen efectos sobre los demás, el todo es diferente a la suma de las partes, y cambios cuantitativos pueden producir cambios cualitativos. Si el consumidor decide ser fumador empedernido, su probabilidad de desarrollar cáncer al pulmón será sensiblemente más elevada que la del resto de ciudadanos, y el costo para el sistema público de salud será mucho más alto, perjudicando a todos. Por último, está la eterna cuestión de los precios: ¿cómo expresa el consumidor la necesidad de bienes que no tienen precios? Un economista responderá de inmediato que aquello no es su problema porque ya no serían bienes económicos. El desdoblamiento como consumidor de un todo que se llama persona humana es un imposible, más aún si lo que se busca es el bienestar humano.
La famosa “mano invisible”
La supuesta validez del mercado como asignador de recursos se resume en los dos teoremas fundamentales de la Economía del Bienestar. El primer teorema nos dice que el libre intercambio guiado por los precios de mercado nos llevará a un punto en el que nadie puede estar mejor sin que alguien esté peor, lo cual se define como eficiencia en el sentido de Pareto, en honor de su creador el economista italiano Vilfredo Pareto, simpatizante del fascismo italiano y nombrado senador vitalicio por Mussolini. Este resultado corresponde a la famosa “mano invisible” de Adam Smith. Aunque el concepto de eficiencia paretiana es de lejos el más usado en economía, es un criterio absolutamente relativo e incompleto, pues, entre otras cosas, las asignaciones eficientes dependerán de las dotaciones iniciales y el criterio no nos permite comparar entre diferentes asignaciones paretianas. Si hay 100 panes y dos consumidores, serán asignaciones igualmente eficientes en el sentido de Pareto si ambos tienen 50 panes o si el uno tiene 100 panes y el otro ninguno.
Para los evidentes problemas de distribución del primer teorema, viene al rescate el segundo teorema de la Economía del Bienestar, el cual nos dice que cualquier punto eficiente en el sentido de Pareto puede alcanzarse con transferencias que no distorsionen los precios de mercado, las llamadas lumpsum taxes, impuestos de suma fija o simplemente transferencias (ver recuadro 1).
Los dos teoremas fundamentales de la Economía del Bienestar son el típico ejemplo del método deductivo, en el cual la conclusión está determinada por las premisas asumidas. Más exactamente, son teoremas matemáticos en los que los postulados determinan inequívocamente el resultado. El único problema es que son condiciones en absoluto inexistentes en el mundo real, pero los economistas nos olvidamos de aquello y nos quedamos con el asumido y tal vez deseado resultado final. Con este “marco conceptual” es imposible no llegar a la famosa “mano invisible” en caso de existir un equilibrio de mercado. En términos de eficiencia, la acción colectiva sólo se justificaría para acercarnos al mundo idealizado del primer teorema, y luego lo mejor que podemos hacer es no hacer nada, el célebre laissez faire, laissez passer. Es el liberalismo disfrazado de ciencia, el cual Yanis Varoufakis explica mejor que nadie:
Toda dominación necesita una ideología dominante que la legitime, una narrativa que invoque valores éticos fundamentales para justificarse mientras amenaza con castigar a quienes dudan de ella. La religión organizada ha proporcionado tales narrativas durante siglos […] A medida que surgieron las sociedades de mercado, la religión pasó a un segundo plano […] La clase dominante necesitaba una nueva narrativa con la cual legitimarse, y se basó en los mismos métodos matemáticos de físicos e ingenieros para demostrar, con teoremas y ecuaciones, que las sociedades de mercado eran el orden natural último, creado como por una mano invisible, para usar las palabras de su padre fundador más famoso: el filósofo Adam Smith. Esta ideología, esta nueva religión secular era, por supuesto, la Economía. (4)
El mundo es un gran “fallo de mercado”
Adam Smith y su famosa “mano invisible” se referían implícitamente tan solo a un tipo de bienes, los llamados bienes privados, que son más bien la excepción antes que la regla. Fuera de este tipo de bienes o cuando se incumple una de las condiciones extremas —competencia perfecta, mercados completos e información perfecta—, el resultado de mercado no es eficiente en el sentido de Pareto. A todo esto se lo conoce como fallos de mercado.
Una clasificación muy útil de los bienes es por dos características técnicas: la rivalidad y la exclusividad en el consumo. La rivalidad refleja el grado en que mi consumo afecta el consumo del mismo bien por los demás. Si clasificamos a los bienes por su rivalidad o cuando el propio consumo excluye a los demás, tenemos bienes de consumo individual; bienes de consumo colectivo congestionables, cuando el consumo propio afecta al de los demás; bienes clubes, cuando mi consumo no afecta al de los demás; y la tragedia de los comunes, cuando el propio consumo impide el consumo de todos, incluido uno mismo, lo cual representa una forma de lo que Garrett Hardin llamó “la tragedia de los comunes” (5). Como ejemplo, piense en la carretera congestionable en la que el propio acceso produce su colapso e impide la circulación para todos.
La exclusividad representa la posibilidad técnica de excluirme del acceso al consumo de un bien. La exclusividad o no exclusividad en la práctica depende también del marco institucional, y esencialmente de los derechos de propiedad. En nuestro análisis nos referimos a los diferentes niveles de exclusividad técnica, a no ser que se especifique lo contrario. Al clasificar los bienes por su exclusividad, tenemos aquellos bienes de los que se puede fácilmente ser excluido de su consumo, que llamaremos bienes exclusivos; los bienes de los que es muy costoso o imposible excluirse, y que llamaremos bienes de libre acceso; y los bienes de los que ni uno mismo puede excluirse o bienes de obligado acceso.
Combinando las características de rivalidad y exclusividad, definiremos como bienes privados aquellos de consumo individual y acceso exclusivo, como por ejemplo una manzana.
Cuanto mayor sea la facilidad —bajo costo— de lograr exclusividad, así como la disminución del consumo de los demás debido al propio consumo, los bienes privados serán más puros y aumentará la posibilidad de que los genere el mercado de una forma espontánea y eficiente en el sentido de Pareto. El resto del espacio de bienes será normalmente parte de los “fallos de mercado”, ya que la provisión del mercado libre, de ser posible, sólo por excepción será eficiente. En el otro extremo de los bienes privados se encuentran los bienes sin rivalidad ni exclusividad en el consumo, los llamados bienes públicos puros, como la defensa nacional.
Mientras más se acerquen los bienes a las características de no rivalidad e imposibilidad de exclusión, se llamarán simplemente bienes públicos, y será cada vez más difícil que los provea espontáneamente el mercado o que lo haga en forma eficiente. Para entenderlo intuitivamente examinemos los casos extremos. Una vez creado un bien no rival la exclusividad es indeseable por ineficiente en el sentido de Pareto, porque, mientras más gente disfrute el bien, alguien estará mejor sin que nadie esté peor. Donde la exclusividad técnica es imposible, imponer derechos exclusivos de propiedad será absolutamente ineficaz, por lo que no existirán precios de mercado, y la producción mercantil del bien será inviable.
En el primer teorema de la Economía del Bienestar los mercados completos, la competencia y la información perfectas son condiciones suficientes para que el equilibrio de mercado, si existe, resulte en la famosa “mano invisible” o sea eficiente en el sentido de Pareto. Con los bienes de consumo colectivo o aquellos sin exclusividad las dos primeras condiciones del teorema se complican o son sencillamente imposibles de cumplir.
Un bien de consumo colectivo congestionable genera externalidades negativas por el perjuicio que su consumo ocasiona sobre los demás consumidores del bien, como en el caso de una carretera congestionable o la contaminación ambiental. La expresión extrema de esta clase de externalidades negativas es la tragedia de los comunes, una situación en la que nadie puede disfrutar del bien, como en la carretera congestionable pero colapsada, o la mayor tragedia de los comunes que pudiera ocurrir: el colapso ambiental. Podemos considerar estas externalidades como una forma de mercados incompletos, ya que, si el usuario de la carretera pudiera negociar con los demás su entrada, se llegaría a una situación eficiente, pero tal mercado no existe. Como corolario, todos los bienes rivales de consumo colectivo rompen con la segunda condición del primer teorema.
Mientras que una alta rivalidad en los bienes de consumo colectivo produce fuertes externalidades negativas, una baja rivalidad impide mercados competitivos, debido a que en principio será más barato atender más gente con el bien ya creado, que producir nuevos bienes similares. Es la cuestión de las economías a escala y los monopolios naturales, como el servicio de recolección de basura, en el que siempre será más barato atender a un nuevo usuario para la empresa ya instalada, que para una nueva. El caso extremo es la ausencia de rivalidad o los bienes clubes no saturables, en la que además —como hemos visto— la propia exclusión produce ineficiencia paretiana.
La imposibilidad técnica o práctica de establecer efectivos derechos de propiedad por la baja exclusividad de un bien también impide tener mercados completos, rompiendo nuevamente la segunda condición para que se cumpla el primer teorema de la Economía del Bienestar. Un caso interesante es el de los bienes de consumo individual y de libre acceso, que da como resultado una situación denominada winner takes all, porque el ganador consume todo sin dejarle nada a los demás. Por el libre acceso no existe mercado y el ganador no es necesariamente el que más desea el bien, por lo que habría la posibilidad de mejoras paretianas. Un ejemplo es la cacería de Mocha Dick, el gigante cachalote blanco que en el siglo XIX habitaba los mares de la isla de Mocha en Chile y que inspiró Moby Dick, la novela de 1851 de Herman Melville. Muchos balleneros estuvieron décadas detrás del cachalote que nadaba libremente en el océano, hasta que sólo un ganador lo cazó en 1838. La solución de mercado nos dice que, si se hubiera subastado el derecho exclusivo para cazar a Mocha Dick, lo hubiese adquirido el que más deseaba el cachalote y el resultado habría sido eficiente en el sentido paretiano.
En resumen, todo el fundamento del mercado libre y la famosa “mano invisible” de Adam Smith es tan solo un caso particular: la de los bienes privados, modelo de base que no es la regla sino la excepción. En 1776 el filósofo proponía el laissez faire, laissez passer y el mainstream de la economía “moderna”, prácticamente reducida a la Teoría de Mercado, justificando la intervención del Estado solamente para corregir los fallos del mercado. El problema es que, hablando su propio lenguaje, el mundo es un gran fallo de mercado.
Ideología en ecuaciones
Con el auge del neoliberalismo de nuevo se presentan como ciencia los más grandes disparates, que sólo pueden entenderse desde la visión de la economía política, porque responden exclusivamente a fundamentalismos ideológicos e intereses creados. Un ejemplo es la llamada Curva de Laffer, propuesta por el economista estadounidense Arthur Laffer a inicios de los años setenta, la cual nos presenta la recaudación tributaria (T) en función de la tasa impositiva (t), con una simpática forma de U invertida. La lógica que nos quiere transmitir la curva es que con una tasa impositiva del cero por ciento se recaudará cero dólares, pero con una tasa del 100 % ocurrirá lo mismo, ya que en este último caso a nadie le interesará generar ingreso. En consecuencia, entre 0 y 100 % debe existir una tasa impositiva óptima que maximice el ingreso recaudado.
El Gráfico 1 presenta ejemplos de estas curvas de recaudación tributaria, una al estilo de Laffer, y otra en la cual —exagerando para ilustrar— también se cumple cero de recaudación con tasas impositivas del 0 % y del 100 %, pero que es discontinua debido a que no existe un máximo matemático, y en la cual, para una mayor recaudación, habría que subir permanentemente la tasa impositiva sin llegar a 100. Si bien una curva de recaudación de impuestos como la descrita por Laffer es pura imaginación, lo sorprendente es que, para los devotos de esta clase de ideas —también llamados economistas de la oferta— la tasa impositiva óptima siempre es menor que la tasa impositiva vigente, y, por lo tanto… ¡invariablemente hay que reducir impuestos!
En esta misma línea de pensamiento se popularizó el efecto goteo o trickle down, esto es reducir los impuestos a los ricos para así generar ahorro, inversión y crecimiento económico, el cual supuestamente beneficiaría a todos. La evidencia destroza estos dislates una vez más. Entre 1930 y 1980, en Estados Unidos, el impuesto a la renta promedio para los más altos ingresos fue de 81 %. En 1981 en el gobierno del republicano Ronald Reagan se redujo abruptamente la tasa máxima impositiva, continuando un descenso sostenido hasta llegar a un mínimo de 35 %, encontrándose en la actualidad en 37 %. Como era obvio, con la drástica reducción de impuestos de Reagan disminuyó la recaudación, y al país le tomó cerca de veinte años recuperarse del tremendo golpe fiscal. Además, la tasa de crecimiento del ingreso por habitante en el período 1980-2020 fue la mitad de lo que fue la del período 1930-1980 (6). Lo único que se disparó desde 1981 —y a niveles nunca vistos en la historia estadounidense— fue la desigualdad.
El asesor de Reagan era precisamente Arthur Laffer, quien en una reciente entrevista aseveró que “subir impuestos a los ricos es un error, un grave error. Es un error económico y es un error moral” (7). A nadie le interesa la ideología o moral de Laffer, lo reprochable es que nos la quiera imponer con ecuaciones y dibujitos para disfrazarla de ciencia.
Un enfoque radicalmente diferente
La sociedad humana es lo que en términos de las ciencias de la complejidad se conoce como sistema adaptativo complejo (SAC). Un sistema es un conjunto de agentes interconectados por información común que funcionan como un todo. Es un sistema adaptativo porque los agentes procesan esa información, aprenden y se adaptan al medio. Es un sistema complejo porque los agentes son diversos e interdependientes, y su comportamiento conjunto es no lineal o emergente, ya que de la agregación de los comportamientos individuales surge un todo que es cuantitativa y cualitativamente diferente a la intención y comportamiento de cada una de las partes. Un sistema complejo es, además, con frecuencia inestable, pues su trayectoria es muy sensible a las condiciones iniciales y a los shocks colectivos que reciba, lo que se conoce como dependencia del camino o path dependency.
Muchos SAC pueden regularse de manera espontánea. En biología evolucionaria es sorprendente ver la capacidad de los sistemas biológicos para organizarse, pero con mutaciones genéticas no necesariamente óptimas sino fruto del azar, y muchas veces a un costo inmenso, como la extinción de ciertas especies. La característica única del SAC —llamada sociedad humana— es que tiene la facultad de autorregularse conscientemente, gracias a que sus miembros poseen la capacidad de pensar colectivamente, lo que les permite controlar el sistema y buscar su óptima organización, lo que nos lleva a una de las claves del desarrollo: la calidad de la gobernanza.
Las llamadas ciencias sociales, entre ellas la economía, serán ciencias de la complejidad o, simplemente, no serán. Su objeto de estudio, la sociedad humana, es un sistema complejo por excelencia. Con anterioridad este enfoque era casi imposible de manejar, no por desconocido, sino por falta de capacidad tecnológica para tratarlo adecuadamente. Hoy los avances tecnológicos —en particular los informáticos— permiten obtener información y simulaciones computacionales antes imposibles. Así, ciencias sociales como la economía pasarán de utilizar datos promedios a datos individuales, que capturan toda la diversidad de agentes; de usar variables agregadas, que perdían muchísima información, a variables desagregadas; de trabajar con muestras, a trabajar con todo el universo de la sociedad; y, sobre todo, pasarán de la abstracción a la simulación. Los modelos estarán basados no en supuestos, sino en el comportamiento real de los agentes, los llamados agent based models. El método deductivo, utilizado sobre todo por la economía neoclásica, perderá su razón de ser.
La neutralidad científica no existe. Todos tenemos nuestros juicios y prejuicios, afectos y desafectos, en fin, ideología. La honestidad intelectual no implica no tener ideología, sino el tratar de ser objetivos a pesar de nuestra no-neutralidad. El neoliberalismo ha sido, con altibajos, la doctrina económica predominante hasta los actuales momentos, en gran parte gracias a una impresionante construcción pseudocientífica para justificarlo. Obviar la necesidad de acción colectiva o tratar de hacer creer cosas tales como que reduciendo impuestos a los ricos se ayuda a los pobres sólo puede ser explicado por poderosos intereses económicos o por demencia. Todo esto nos indica que, hoy más que nunca, es urgente devolverle el membrete de “política” a la economía.
Notas
- Paul Streeten, “The cheerful pessimist: Gunnar Myrdal the dissenter (1898–1987)”, en World Development, vol. 26, núm. 3, Boston, marzo 1998, pp. 539-550.
- Ha-Joon Chang, Kicking Away the Ladder: development strategy in historical perspective, Londres, Anthem Press, 2002.
- J. K. Galbraith, “El poder y el economista útil”, en El Trimestre Económico, vol. 41, núm. 161(1), 1974, pp. 231–247.
- Yanis Varoufakis, Talking to my daughter about the economy: a brief history of capitalism, Londres, Bodley Head, 2013, pp. 192-193. (Traducción libre del inglés).
- G. Hardin, “The Tragedy of the Commons”, en Science, vol. 162, núm. 3859, diciembre de 1968, Washington, D. C., pp. 1243-1248.
- Thomas Piketty, “La création, pour la première fois, d’un impôt sur la fortune aux Etats-Unis”, en Le Monde, 9 de febrero de 2019.
- Diego Sánchez de la Cruz, en Expansión, España, 14 de marzo de 2019. Disponible en: https://www.expansion.com/actualidadeconomica/analisis/2019/03/14/5c8a39e8468aeb6a558b4650.html
Este texto hace parte del libro Economía como ideología disfrazada de ciencia, editado por el Instituto para la Democracia Eloy Alfaro (IDEAL), Ciudad de México, octubre 2022.
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