La nueva era de Xi Jinping y el futuro de China

Xi Jinping, máximo líder del Partido Comunista de China y presidente de la República Popular China.

POR XULIO RÍOS / LA JORNADA /

En verdad, ahora sí podemos decir que China ha entrado por la puerta grande en la nueva era de Xi Jinping, quien lleva ya diez años de ejercicio en el poder sobre sus hombros. El balance del XX Congreso del Partido Comunista (PCCh) incluye una consolidación prácticamente absoluta de su magisterio, escenificada, sobre todo, en la unanimidad xiísta del Comité Permanente del Buró Político, el máximo órgano de dirección del país.

Entre el 16 y el 22 de octubre se llevó a cabo el XX Congreso del (PCCh), al cual acudieron 2 mil 338 delegados de todas las regiones del país. En este evento quinquenal, considerado el más importante de la vida política del gigante asiático, se eligió un nuevo Comité Central de 205 miembros y una nueva Comisión Central de Control Disciplinario de 133 integrantes. El Comité Central eligió entre sus miembros a los 25 dirigentes del Buró Político y, dentro de éste, a los siete designados al Comité Permanente, el máximo órgano del PCCh.

Instalación del XX Congreso del Partido Comunista de China, cuyas deliberaciones se llevaron a cabo entre el 16 y el 22 de octubre de 2022.

El incidente con el expresidente Hu Jintao en la clausura del congreso, cabe interpretarlo como una demostración palpable de las tensiones previas existentes y como una última expresión de la impotencia de la resistencia interna.

La revolución interior, en expresión del propio Xi, operada en este cónclave, tiene varias lecturas. Primera, la omnipresencia del líder chino seguirá creciendo no solo en forma de incremento del culto a la personalidad sino también inmiscuyéndose en ámbitos que afectarán especialmente al llamado a ser su primer ministro, Li Qiang, y a otras áreas de gestión. No hay sucesor claro a la vista y Xi lo es y será todo. Las reglas de juego trazadas durante la época de Deng Xiaoping (denguismo) se evaporan no solo en el partido sino en todo el entramado institucional del país, quedando supeditadas a una coyuntura medida por el avance o no hacia los objetivos estratégicos de esta etapa.

Segundo, esta respuesta en las dinámicas internas tiene como fundamento la caracterización del momento que vive el país y el mundo. En un periodo de inflexión histórica, China, con el amplio capital acumulado en las últimas décadas, tiene una gran oportunidad para realizar lo que Xi llama el sueño de la revitalización nacional. Esto requiere pisar el acelerador de las transformaciones en el país y, para ello, nada mejor que cerrar filas, apartar a los vacilantes,  hacer oídos sordos a las críticas e imbuirse de espíritu de lucha. El “líder fuerte” aportará certeza frente a las incertidumbres globales y la crisis de Occidente (pérdida de impulso político y económico) haciendo gala de un nivel de eficiencia incomparable. Xi, además, ha demostrado a todos en este cónclave que dispone en su haber de la determinación y el coraje indispensables, sin margen para  efectuar concesiones en los asuntos capitales. En suma, es invencible.

Tercero, se cercena de cuajo cualquier posibilidad de evolución de signo liberal ya no en el orden político, que no estaba en la agenda, sino también en lo económico, persistiendo en un modelo de modernización que tanto atiende a la calidad de las transformaciones tecnológicas, sociales, ambientales, como igualmente a la reafirmación del patrón ideológico, de signo ecléctico, a la vez marxista y singularmente chino. Ese esquema ha sido cincelado formalmente en los estatutos del partido.

¿Puede esta evolución generar confianza en el exterior? En lo político, en modo alguno, al menos en las economías más desarrolladas, incrementando la percepción de una evolución autoritaria ante la que conviene prevenirse. En lo económico, la insistencia en las oportunidades para la atracción del capital extranjero negando cualquier reversibilidad de la apertura al exterior, tampoco cuajará fácilmente. Por último, respecto al signo de la política exterior, la promoción de Wang Yi, el actual ministro del ramo, abunda en el reforzamiento del rumbo seguido en los últimos años y muy probablemente implicará un mayor énfasis en la defensa a ultranza de sus intereses centrales. ¿Puede un partido más cerrado abrir más China al mundo? El escepticismo es comprensible.

La idea de que vivimos tiempos excepcionales que requieren poderes y líderes igualmente excepcionales, una época que exige una templanza especial y plena conciencia de que la seguridad importa tanto o más que el propio desarrollo, que hasta ahora había sido el santo y seña principal de la transición china, bien envuelto todo en la tradición cultural de su civilización, puede gozar de cierto recorrido a corto plazo. La oposición a Xi es débil y muy fragmentada, tanto dentro como fuera del partido. Socialmente, la combinación de énfasis nacionalista y sensación de progreso pese a los atrancos le proveen aun de una holgura nada despreciable que se verá complementada con un incremento del control en todas sus modalidades.

No obstante, cabe imaginar que los peligros al acecho se incrementen en tanto las dificultades vayan en aumento. Y todo hace pensar que se avecinan escenarios de gran tensión. Ese contexto puede también agrietar esa unanimidad en la cumbre que hoy no solo deja poco espacio para un análisis rico y plural sino que convierte la discrepancia en disidencia y quizá, con el tiempo, en algo más.

Se abre ahora un compás de ajustes hasta marzo del año próximo, cuando se plasme el eco de estas decisiones en el aparato estatal. Todo hace pensar que se mantendrá la misma orientación. El mensaje que han recibido los más de 96 millones de militantes del PCCh es que la ovación cerrada al líder y a su pensamiento es lo que el país necesita y también el prerrequisito de cualquier promoción. Ese talismán debe acompañarse de una actitud exigente y disciplinada como nunca. ¿Demasiado simple para tiempos tan complejos?

Lo cierto es que China configura una realidad política extremadamente compleja, como lo muestra la resolución del XX Congreso, en la que (como es tradición), se afirma enarbolar de manera simultánea las inconciliables doctrinas del marxismo-leninismo, el pensamiento de Mao y la “teoría” de Deng Xiaoping. En medio de esta confusión ideológica y haciendo gala de un sagaz pragmatismo en el ejercicio efectivo del poder, Xi y sus antecesores devolvieron a esta nación milenaria el lugar preeminente que perdió hace dos siglos a manos de las potencias colonialistas en expansión (las europeas, pero también Estados Unidos y Japón).

Más allá de los inocultables pendientes internos, hoy el principal desafío en la ruta ascendente de China parece encontrarse en la determinación de Washington de recurrir a todos los expedientes a su alcance para evitar el surgimiento de un nuevo actor hegemónico en el concierto internacional. Al inaugurar el XX Congreso, Xi aseguró que su país se opone “a toda manifestación de hegemonismo y política de fuerza, a la mentalidad de guerra fría, a la intervención en los asuntos internos de los demás y a los dobles raseros”, y proclamó que “sea cual sea el grado de desarrollo que alcance, China jamás procurará la hegemonía ni practicará el expansionismo”. De atenerse a estos preceptos (pero hay señales de que no necesariamente será así), el gigante asiático podría abrir una nueva era en las relaciones globales, apartada del unilateralismo, el imperialismo y la antidemocracia que han caracterizado al siglo americano.

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