POR DAVID FERNÁNDEZ
La democracia —tantas democratizaciones pendientes— siempre es cara y lenta. Su privatización, en cambio, va a toda pastilla en tiempos de turbocapitalismo global, acumulación por desposesión y ficciones tecnológicas algo más que distópicas.
Escribir y pensar hoy, ahora y aquí, en un contexto creciente de aceleradísima desdemocratización global, implacable retroceso social e inquietante regresión antidemocrática no solo urge como autodefensa sino que ampara, protege y refugia. Estamos obligados todavía a ese ejercicio continuado de desobediencia y resistencia que es pensar, porque, como dijera Enzensberger, el «[no hay alternativa] es una injuria a la razón, porque equivale a la prohibición de pensar; no es un argumento, es una capitulación». Eso hace Jule Goikoetxea en este libro Privatizar la democracia (Icaria, 2019): no capitular y no rendirse, porque ya no hay ningún motivo para no hacerlo, sino más bien todo lo contrario.
Aclaremos la demora democrática incesante en tantos sentidos. El primer correo electrónico de Jule llegó con los primeros compases de enero de 2018, cuando la excepción, la excepción prolongada como forma de gobierno, represión y cortijo, ya sacudía a la sociedad catalana con chuzos de punta. Den por supuesta la vergüenza explícita de acabar remitiendo estas palabras, justing time, en tiempo de descuento y en una carrera de obstáculos impertinente, el día antes de que el libro entrase en imprenta, en un final negro de octubre de 2018, con Bolsonaro ganando las elecciones en Brasil, el dirigente del Partido Popular (PP) de España Pablo Casado reclamando para sí el feminismo y el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) socializando dolores y horrores con la venta de armas al régimen saudí.
Antes, antes de una larga serie de correos electrónicos con plazos incumplidos y entre las pulsiones mercantilizadoras y autoritarias que siempre van de la mano y donde nos han mal instalado, habíamos coincidido con Jule en el Alternatiben Herria de Bilbao en octubre de 2015. Abordábamos, precisamente, junto a la escocesa Cat Boyd y Mario Zubiaga, el catálogo de opciones postcapitalistas para nuestros respectivos pueblos, desde una perspectiva global y en la búsqueda inacabada de vidas soberanas. Sabiendo, de antemano y años ha, que bajo el capitalismo es ya imposible una salida democrática, social, ecológica, feminista o pacifista. Ante el espejo, resignificábamos una soberanía polisémica, redefiniendo alternativas populares y horizontes sociales que caracterizan ya nuestras luchas y compromisos. Teoría y práctica para acercar la habitual lejanía entre palabras y acciones de una izquierda exhausta y demasiado a menudo vencida por incomparecencia. Y es ese vacío el que este libro también contribuye a rellenar de nuevo: como sostiene la autora con lucidez —a quien el presente libro, no cabe duda, le habrá comportado horas muchas, largas noches y algún insomnio—, no hay posibilidad democrática alguna sin democracia local. De hecho, nuestra contraintuición transformadora y nuestras prácticas emancipatorias nos dicen que han ido tan lejos con sus máquinas de guerra que, al final, el único territorio liberado del que realmente disponemos ahora mismo —dique de contención y fértil campo de reconstrucción democrática— son nuestras precarias vidas cotidianas y aquello que desplegamos en nuestros territorios: es allí donde cada día reproducimos lo que hay o nos atrevemos a transformarlo. Así están las cosas y en cada gesto nos la jugamos: ayer mismo, digámoslo así como ejemplo, un conductor de autobús parisino paró en seco e hizo bajar a todo el pasaje —«todo el mundo abajo»—: nadie se había dignado a ayudar a un hombre con silla de ruedas que pretendía acceder al transporte público. Indolencia o exigencia, dilema de lo que hacemos o dejamos de hacer soberanamente.
Disculpen la digresión desordenada, espejo también de los tiempos oscuros que acechan y de las prisas que siempre tenemos a pesar de que toda democratización requiere red, lentitud y tiempo compartido. Pasaron más meses y el prólogo no salía, así que promete que prometerás, perjuré que en verano me pondría, bajo una encina, a leer y prologar con la presunta tranquilidad de un verano que ya no existe. Son demasiados años intensos donde fundamentalmente nos roban el tiempo, secuestran la vida y usurpan soberanías. E ir leyendo el libro era tanto como ir subrayando todo lo que nos pasa —y los porqués y los hasta cuándo—. Todo lo que el libro desmenuza nace de la drástica realidad concreta e interpela sobre la privatización brutal —y la deslocalización permanente— de la democracia.
Venimos de unos tiempos —el de la caníbal y programada desregulación neoliberal— donde los altavoces sistémicos y los profetas de lo postmoderno banal han puesto en boga decir que soberanía, Estado y territorio son palabras huecas y fonemas vacíos. Lo dicen ellos, cínicos permanentes y siempre no-nacionalistas envueltos en sus banderas imperiales uniformizadoras; ellos que disponen de su Estado autoritario —asimilado ya por el poder económico, y si no que se lo pregunten al Tribunal Supremo de España en relación a las hipotecas, cuando en menos de 24 horas es capaz de bloquear una decisión judicial firme que perjudicaba a la banca. Y dado que beneficiaba a la ciudadanía, provocó la bajada de la bolsa: mayor metáfora no cabe. Insistamos en la doble vara hipócrita: lo dicen ellos también —¿qué sentido tiene hoy hablar de fronteras?—, mientras se repeinan ante sus muros del racismo de Estado y cuando su soberanía biopolítica llena sus límites de concertinas, vallas y murallas. Son los mismos que nos quieren hacer olvidar que la soberanía ha sido brutalmente transferida a muy pocas manos y los que siempre se olvidan cuando hablan de fronteras y líneas rojas, de los check-points diarios que sexismo, racismo y clasismo imponen en nuestras sociedades a golpe de desigualdad, segregación y exclusión.
Esa revolución permanente contra todos los límites que llamamos capitalismo vacía las palabras para volverlas inservibles. Y si el capitalismo dispone de algún rasgo básico es que es esencialmente antisoberanista: se reapropia, pervierte y asimila todas las soberanías y todas las decisiones. Como una podadora metálica y autómata, insaciable, que recuerda que no decidimos —nos deciden— y que no nos gobernamos —nos gobiernan. Tanto es así que, En España, en tiempos del 15M, uno de los columnistas más habituales del periódico La Vanguardia de Barcelona anunció que el imposible sueño democratizador de la indignación social era que la política prevaleciera sobre la economía, que el urbanismo social limitara la codicia de la especulación en la ciudad lucrativa y que la democracia fuera el freno que parara la hybris carroñera del capitalismo. No lo decía irónicamente, lo decía a cara descubierta y diría que con una elevadísima dosis de resignación oficial. Para completar el cuadro —tras 555 consultas, una movilización persistente inacabable, un referéndum donde ganó lo mejor de la gente contra lo peor de la represión— solo faltaba el lehendakari Urkullu diciendo que el problema catalán radicaba en que la democracia participativa se superponía a la democracia representativa.
Abrir por abajo lo que quieren cerrar por arriba
Democracia, Estado, neoliberalismo… Principio y final, uno constata que la mayor incompatibilidad de nuestros días es la que riñe abiertamente entre Estado de derecho y capitalismo voraz destituyente. El segundo desmiente, niega y tritura al primero. Sin más gobernabilidad global que el diktat de los mercados, con el dispositivo de Estado debilitado y colonizado por el neoliberalismo, parece obvio que lo local, los territorios-sociedad resistentes y transformadores, van a convertirse en los auténticos bastiones democratizadores que necesitamos más que ayer y menos que mañana. Abrir por abajo lo que quieren cerrar por arriba, que es tanto como decir publificar por abajo lo que quieren privatizar por arriba. Sobre todo, cuando su estrategia mediocre es pretender convertirnos en espectadores pasivos de un espectáculo ruin, en consumidores fallidos en el supermercado de los imposibles y en electores cuatrianuales frustrados. Porque, a estas alturas, reducir la democracia a votar cada cuatro años es una paupérrima concepción de la democracia. Sobra decirlo.
Reciclando reflexiones recientes para acabar. Ahora que se habla tanto de identidades, cierres y regresiones, valdría la pena preguntarse por la calidad —y la cantidad— de identidad democrática compartida, es decir, y mirando muy lejos, de la prevalencia del proyecto ilustrado de Kant fundamentado en el Estado de derecho. Incluso habría que tener cuidado de estigmatizar cualquier demanda de regreso a la soberanía popular como un repliegue autoritario, una ucronía retrotópica o una regresión democrática, cuando a menudo se trata de iniciativas orientadas a detener la irrefrenable pulsión capitalista y a cuestionar y revertir todo el poder que han acumulado. El reclamo soberanista, en un contexto de erosión constante e impotencia acumulada del Estado de derecho, de gestión privada y privatizadora de la Unión Europea (UE) de la troika, ¿es repliegue chovinista autoritario o impulso democratizador y transformador? ¿Cierre o apertura? ¿Cueva a oscuras o refugio compartido? ¿Restricción o exigencia democrática? ¿Contracción identitaria o respuesta rehabilitadora? O, ¿están siendo ambas cosas a la vez desde posiciones tan antagónicas, enfrentadas y desiguales como las que distancian el abismo del populismo de derechas y las frágiles alternativas democráticas?
Acabo. La obsolescencia anunciada de los Estados-nación decimonónicos —decretada por los mercados y legislada en nombre de la competitividad— nos sitúa hace décadas en un nuevo paradigma y en un ciclo brutalmente regresivo. Contra todo ello, uno diría que quien mejor ha reflexionado sobre el colapso y ha actuado contra los déficits y perversiones del Estado-nación ha sido el movimiento de resistencia kurdo a través de la propuesta de confederalismo democrático, donde municipalismo, feminismo, ecologismo y cooperativismo comunal se convierten en práctica cotidiana para garantizar la democratización de la interdependencia y la convivencia. Sí, necesitamos más que nunca instituciones comunes que nos permitan autogobernarnos y recuperar las soberanías. Porque en toda comunidad humana, como diría Riechmann, hay dos tipos de listos: los tiranos, que lo quieren mandar todo, y los ladrones, que se lo quieren quedar todo; y contra eso solo tenemos dos frágiles utensilios, democracia política y ética de la decencia.
Por eso, ante los proxenetas de la democracia, los yonkies del poder dinero, pasen ustedes y lean y actúen. Porque el problema, finalmente, no es qué hace una minoría particularmente cruel y poderosa, si no qué hacemos las mayorías sociales con nuestra activación democrática o nuestra pasividad nihilista. Con el agradecimiento final a Jule —por las tesis, por las ideas, por la investigación, por la paciencia—, solo queda citar a Angela Davis: «hace tiempo que he dejado de aceptar las cosas que no puedo cambiar, cambio las cosas que no puedo aceptar». En fin, para empezar, desprivaticémonos.
El anterior texto es el prólogo al libro Privatizar la democracia. Capitalismo global, política europea y Estado español (Icaria, 2019), de autoría de la filósofa política y activista femenina vasca Jule Goikoetxea Mentxaka.
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