POR GABRIELLO BOSNIO /
El deterioro de la favorabilidad política del expresidente Álvaro Uribe Vélez, el derrumbe del modelo de gestión del Grupo Empresarial Antioqueño (GEA), el fracaso de la ingeniería paisa, la ruptura del engranaje entre la clase política y el empresariado en Medellín, son síntomas de la crisis de un modelo de sociedad abiertamente machista, sospechosamente rica, decididamente violenta y definitivamente racista. A la innegable capacidad empresarial y de generación de riqueza que se le reconoce al pueblo antioqueño se le unen costumbres asociadas a la trampa, a la astucia y a la falsedad que hace del interés general y del bien común un elemento incompatible con el “ethos paisa”.
Las coyunturas políticas reflejan las luchas intestinas de los pueblos. Los gigantescos conflictos socio-políticos-económicos que se desarrollan en territorio antioqueño reflejan la implosión de una sociedad que ha erigido una imagen que cada vez resulta evidenciarse como artificiosa y deleznable. El último ciclo de crecimiento y expansión del poder paisa coincide con la caída del General Noriega tras la invasión de Panamá por las tropas estadounidenses (1989). Este suceso ocasionó que se trasladara el eje de las operaciones latinoamericanas del narcotráfico de Panamá hacia Medellín, lo cual generó en la década de los 90, el fortalecimiento exponencial de las economías ilícitas en la región conformada por Antioquia, Córdoba y el Urabá. Esta gigantesca operación criminal se desarrolló en tres actos:
El control territorial
A través de la consolidación del paramilitarismo como organización federal el cual tuvo sus cuarteles generales en Antioquia y sus fronteras por el oriente, por el norte, por el occidente y por el sur, de donde se expandió hacia el resto del país. En efecto, en 1993 se fundaron las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio, en 1996 se fundaron las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU), en 1997, se fundaron las Autodefensas Unidas de Colombia, en 1998 se configura el bloque Cacique Pipintá en Caldas y Risaralda.
El control político e institucional
A través de los gobiernos de Álvaro Uribe Vélez que en su primer gobierno 2002-2006, desplegó una estrategia para posicionar un esquema político de corte franquista que buscaba instaurar un régimen caudillista, con una economía corporativista y un populismo fascista que tenía la pretensión de extenderse durante varios decenios como lo manifestó el “primo” Mario Uribe en una entrevista televisiva al decir que “Uribe debía quedarse en el poder por las vías legales o por otras vías” (RCN, 2005). Adicionalmente el Gobierno de Uribe propuso un corpus legislativo para garantizar impunidad a los jefes del paramilitarismo conducentes a materializar los acuerdos del Acuerdo de Santa Fe de Ralito (2003).
El control económico
En el segundo mandato de Uribe Vélez (2006-2010) se buscó legalizar el despojó de tierras, lo cual implicó la consolidación del control territorial esta vez fomentando el desplazamiento forzado de los campesinos con excesos de la fuerza pública denunciados eufemísticamente como los “falsos positivos”, la persecución criminal de la oposición en todo el país utilizando los organismos de seguridad e inteligencia del Estado (chuzadas).
El control social se vio frustrado
La pretensión de control social se vio frustrada dado que el tercer mandato de Uribe Vélez fue bloqueado por disposición de la Corte Constitucional. En este se pretendía sanear las inmensas fortunas ilícitas asociadas al narcotráfico. De esto se había iniciado una primera fase que terminó en el escándalo de la Dirección Nacional de Estupefacientes (2009) entidad que fue instrumentalizada por los políticos que apoyaron el segundo mandato de Uribe Vélez para usurpar las propiedades que estaban bajo el control del Estado.
Durante el gobierno neoliberal de un bribón como Juan Manuel Santos (2010-2018) el cual se enfocó a sacar adelante la firma de un Acuerdo de Paz con la guerrilla de las FARC, las fuerzas fascistas radicalizaron su accionar y con la recuperación del control gubernamental por parte del uribismo a través de un Presidente títere como el impresentable Iván Duque, articularon un discurso de odio y violencia en todos los niveles sociales que se irrigó por todos los estamentos institucionales del país. El extremismo incluyó la introducción de elementos ideológicos de corte neonazi en procesos de formación castrenses (Escuela Superior de Guerra) y policiales (Escuela de Policía de Tuluá).
En estos últimos años, el deterioro de la imagen del expresidente Uribe, sus complejos problemas judiciales, el desprestigio del gobierno, la pérdida de confianza de los ciudadanos en las instituciones, la radicalización de la protesta social (bloqueos y paros), el fortalecimiento de disidencias de las guerrillas, la incursión urbana del ELN (bloqueos y paros), los excesos de la fuerza pública, el discurso de desprecio por las diversas ciudadanías desde altos estamentos políticos, sociales y empresariales, amenazan con una ruptura política con resultados de difícil pronostico en Colombia que además coincide con un nuevo ciclo de avance de la izquierda en Latinoamérica (Perú, Chile, Brasil) que traerá cambios definitivos en el país. Quienes lideran la propuesta de ruptura política en Colombia, tienen la posibilidad de aprovechar el derrumbe, no solamente de las más insignes obras de ingeniería antioqueña, sino también de las estructuras autárquicas que han sido objeto de orgullo por los empresarios de esa región, así como de la estructura política de la derecha uribista, para darle un golpe de gracia a la narrativa que versa sobre la supuesta superioridad de la “raza paisa”. Es posible que se alineen estrellas y que se sintonicen por conveniencias e intereses particulares, políticos y empresarios. Es paradójico que unos judíos declaradamente uribistas con financiación árabe se tomen por asalto las empresas antioqueñas controladas por militantes vinculados a oscuras organizaciones de extrema derecha católica y de claros tintes fascistas como el Opus Dei y Tradición, Familia y Propiedad.
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