LA JORNADA /
Una investigación periodística desató el mes pasado un escándalo al revelar las denuncias acerca de que un militar estadunidense, residente en las instalaciones de un batallón del Ejército colombiano, habría violado y embarazado a una indígena nukak de 10 años en San José del Guaviare, en la región amazónica. En respuesta, el presidente Gustavo Petro instruyó el pasado viernes 13 de enero al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) que investigue y atienda a todas las víctimas de abusos sexuales a manos de militares nacionales y estadunidenses.
No es la primera vez en que las Fuerzas Armadas de este país se ven cuestionadas por violencia sexual contra menores de grupos originarios: sólo en 2020 se registraron dos violaciones tumultuarias, una perpetrada por ocho soldados contra una adolescente de 15 años, también nunak, y otra cometida por siete uniformados contra una niña embera de 13 años. Por el segundo caso los elementos fueron condenados a 16 años de prisión, mientras el primero continúa en proceso.
Estos episodios no representan, como sostuvo el Ejército en su momento, actos aislados de unas pocas “manzanas podridas”, sino el resultado directo de la degradación moral de las Fuerzas Armadas colombianas bajo décadas de gobiernos de derecha que fueron tan diligentes para aplastar a los sectores populares, como para acatar los dictados de Washington. En particular, la incapacidad de la tropa para convivir en términos civilizados y de respeto con las comunidades donde se despliega es muestra de la herencia nefasta del cuestionado exmandatario paramilitar Álvaro Uribe Vélez (2002-2010), quien hizo más que nadie para elevar la violencia a única razón de ser del Estado, criminalizar el descontento social y pervertir las funciones de los militares hasta convertirlos en una verdadera fuerza de ocupación interna, ciega a cualquier consideración legal o de observancia de los derechos humanos.
Debe recordarse que Uribe Vélez fue el promotor de la tragedia conocida como “falsos positivos”, en la que 6.402 personas (documentadas judicialmente) en su abrumadora mayoría campesinos pobres, fueron asesinados por soldados con el propósito de usar sus cuerpos para reclamar los siniestros premios que el Ejército entregaba por cada guerrillero abatido. Además, firmó un acuerdo para ampliar la presencia estadunidense en siete bases militares colombianas, medida ilegal que fue anulada por la Corte Constitucional de Colombia.
Su ministro de Defensa, sucesor y luego rival, Juan Manuel Santos (2010-2018), dejó atrás el ensalzamiento de la violencia, y debe reconocerse la determinación con que condujo el proceso de paz que culminó en 2016 con la desmovilización de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), pero permitió los ascensos de militares involucrados en los “falsos positivos”, con lo que perpetuó una cadena de mando manchada por las masacres. Por último, el impresentable Iván Duque (2018-2022), pupilo político de Uribe y considerado un instrumento suyo, hizo todo lo que estuvo en sus manos para desbaratar la pacificación de la nación y revivió la lógica genocida de su antecesor al ordenar a las Fuerzas Armadas que duplicaran el número de “criminales y guerrilleros” que mataban.
Con distintos matices, los tres exmandatarios (y otros antes que ellos) facilitaron a Washington violentar de manera permanente la soberanía nacional colombiana con todo tipo de medidas legales o extralegales. Entre ellas, alentaron la participación abierta o encubierta de sus agentes en territorio del país sudamericano: se estima que para 2021 personal militar estadunidense operaba en 40 o 50 bases de la nación.
Es a estas Fuerzas Armadas y a este poder injerencista a quienes deberá encarar el presidente Petro a fin de esclarecer (y detener) la violencia sexual contra las mujeres y niñas de los sectores más desprotegidos: pobres, rurales e indígenas.
En lo que toca a Estados Unidos, el episodio en que se vio envuelto uno de sus uniformados y la premura con que su embajada en Bogotá pretendió lavarse las manos constituyen la enésima demostración del papel opresor y destructivo de su política neocolonial en América Latina.
La Jornada, México.
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