POR ALAN WOODS /
Tras 175 años de haberse publicado es sorprendente la vigencia que conserva uno de los ensayos que puede considerarse de los más importantes en la historia del mundo. ¿Cómo se puede justificar que se siga reeditando un libro escrito hace más de siglo y medio? Si echamos un vistazo a cualquier libro burgués escrito en un similar lapso sobre los mismos temas, nos daremos cuenta rápidamente de que ese texto no tendrá más que un mero interés histórico, sin aplicación práctica alguna. No obstante, el libro que nos ocupa es el documento más moderno que existe. De ahí que su actualidad exige una explicación.
En efecto, ese texto de espíritu combativo pero al mismo tiempo de una gran profundidad analítica sobre lo qué es el capitalismo y su implicación en la historia de la humanidad, como lo es el Manifiesto Comunista, cobra una extraordinaria vigencia en el siglo XXI. Simplemente hay que hacerse un interrogante: ¿cómo se imaginaban el mundo los conspicuos autores de este ensayo de proyección universal, sus compañeros y los liberales a mediados del siglo XIX? Los liberales en esa época pronosticaban un mundo en donde la riqueza generada por el capitalismo iría a ser distribuida más o menos armoniosamente entre todas las naciones y, dentro de cada una de ellas, entre todas las clases sociales. Karl Marx y Friedrich Engels, los padres e inspiradores del Manifiesto, en cambio, plantean en este famoso folleto que la dinámica del capitalismo inexorablemente conduce a la polarización económica y social tanto en lo nacional como en lo internacional. Hoy en día la evidencia empírica, histórica, cuantitativa y cualitativa, demuestra que el mundo actual se adecua perfectamente bien a las especificaciones y previsiones históricas de Marx y no tiene nada que ver, en cambio, con las predicciones que hacían autores contemporáneos suyos sobre el futuro de lo que llamaban la “sociedad industrial” y que creían que iba a ser una sociedad de clases medias en donde los sectores trabajadores estarían muy bien remunerados y las desigualdades de clase iban a desaparecer. ¿Pero qué ha pasado? Exactamente lo contrario, por eso (y no sólo por eso) el Manifiesto es hoy más vigente que hace 175 años atrás.
He aquí un análisis profundo que, en muy pocas palabras, explica todos los fenómenos más fundamentales de la situación actual a nivel mundial. El Manifiesto Comunista es incluso más verdad hoy que cuando apareció publicado por primera vez, el 21 de febrero de 1848. Pongamos sólo un ejemplo. En el período en que Marx y Engels escribían, el capitalismo de los grandes monopolios se encontraba muy lejano en el futuro. No obstante, explicaron cómo la “libre empresa” y la competencia inevitablemente conducirían a la concentración del capital y a la monopolización de las fuerzas productivas.
Resulta francamente divertido leer las afirmaciones de los defensores del capitalismo en el sentido de que Marx se equivocó en esta cuestión, cuando fue éste precisamente uno de sus aciertos más brillantes e innegables.
En la década de 1980 se puso de moda el lema “lo pequeño es bello” (small is beautiful). Sin entrar en un debate sobre la estética de lo pequeño, lo grande o lo mediano (algo sobre lo que cada cual es perfectamente libre de opinar), es un hecho absolutamente indiscutible que el proceso de concentración del capital previsto por Marx ha tenido lugar, está teniendo lugar y, de hecho, ha alcanzado unos niveles sin precedentes en las últimos décadas.
Esta concentración del capital no significa un aumento de la producción, sino todo lo contrario. En EE.UU., donde se ve el proceso de una forma particularmente clara, 500 grandes monopolios controlaban el 92 % de los ingresos totales en 1994. A escala mundial, las mil mayores compañías tenían ingresos por valor de 8 billones de dólares, lo que equivale a una tercera parte de los ingresos mundiales. En EE.UU., el 0,5 % de los hogares más ricos posee la mitad de los activos financieros en manos de individuos. El 1 % más rico de la población estadounidense aumentó su porcentaje de la riqueza nacional del 17,6%, a un asombroso 36,3 %, en apenas once años (entre 1978 a 1989).
El proceso de centralización y concentración de capital en la década de los años 90 llegó a proporciones nunca vistas. El número de adquisiciones presentó niveles pasmosos en todos los países capitalistas avanzados. En 1995 se batieron todas las marcas en fusiones y OPAs. El Mitshubishi Bank y el Bank of Tokyo se fusionaron creando el mayor banco del mundo. La unión del Chase Manhattan y el Chemical Bank creó el mayor grupo bancario estadounidense, con activos por valor de 297.000 millones de dólares. La mayor compañía de entretenimiento del mundo fue creada con la compra de Capital Cities/ABC por parte de Walt Disney. Westinghouse compró la CBS, y la Time Warner compró Turner Broadcasting Systems. En el sector farmacéutico, Glaxo compró Wellcome. La adquisición de Scott Paper por parte de Kimberly-Clark creó el mayor fabricante del mundo de pañuelos de papel.
En casi todos los casos, la intención de todas estas operaciones que se dieron en los años 90 no era invertir en nuevas plantas y maquinaria, sino al contrario, cerrar empresas enteras y despedir trabajadores para aumentar los márgenes de beneficios sin incrementar la producción.
Sería muy fácil dar más cifras que demuestran sin lugar a dudas el proceso de concentración del capital definido por Marx y Engels.
La lacra del paro
“Es, pues, evidente que la burguesía ya no es capaz de seguir desempeñando el papel de clase dominante de la sociedad ni de imponer a ésta, como ley reguladora, las condiciones de existencia de su clase. No es capaz de dominar porque no es capaz de asegurar a su esclavo la existencia ni siquiera dentro del marco de la esclavitud, porque se ve obligada a dejarlo decaer hasta el punto de tener que mantenerlo, en lugar de ser mantenida por él. La sociedad ya no puede seguir viviendo bajo su dominación; lo que equivale a decir que la existencia de la burguesía es, en lo sucesivo, incompatible con la de la sociedad” (El Manifiesto Comunista).
Contrariamente a las ilusiones de los políticos reformistas, el paro masivo ha vuelto a extenderse por todo el mundo como una mancha de aceite. Según cifras oficiales de la ONU, el paro mundial alcanza a más de 120 millones de personas. Esta cifra, como todas las cifras oficiales del paro, representa una importante infravaloración de la auténtica situación. Si incluyéramos el gran número de personas que trabajan en sectores marginales, la auténtica cifra del paro mundial no bajaría de 850 millones en estos momentos.
Tan sólo en Europa Occidental, según las cifras oficiales a diciembre de 2022, hay cerca de 13 millones de parados.
Este paro no es el paro cíclico, sobradamente conocido por los obreros en el pasado, que aumentaba en una recesión y desaparecía en cuanto se recuperaba la economía. El paro mundial no da muestras de disminuir o, por lo menos, no de manera significativa. Todos los días se anuncian nuevas oleadas de recortes de plantillas y despidos. Es más, este paro afecta a sectores que jamás habían sido afectados en el pasado: profesores, médicos, enfermeras, funcionarios públicos, empleados de banca, científicos e incluso directivos. El ambiente de inseguridad se generaliza en todos los niveles de la sociedad.
Las palabras de Marx y Engels anteriormente citadas son literalmente ciertas. En todos los países, la burguesía pone el grito en el cielo: “¡Hay que recortar el gasto público!”. Este es el lema de todos los gobiernos neoliberales. Las ansias de reducir los gastos públicos son su rasgo común. Esto no se debe a los caprichos individuales de los políticos de turno, sino que es una expresión gráfica de la crisis del capitalismo.
En el último período —el largo período de auge capitalista desde 1948 a 1973— la burguesía logró, de una forma parcial y temporal, superar las dos contradicciones fundamentales de su sistema: la propiedad privada y el Estado nacional. Esto lo hizo, por un lado, mediante la aplicación de métodos keynesianos (capitalismo de Estado) y por el otro, con la participación en el comercio mundial. Pero ahora todo esto se ha acabado. El viejo modelo ha llegado a sus límites.
Socialismo e internacionalismo
En las últimas tres décadas, los economistas burgueses han venido hablando mucho del fenómeno de la “globalización de la economía mundial”, imaginando que han descubierto algo nuevo. En la práctica, fueron Marx y Engels quienes explicaron en el Manifiesto cómo el capitalismo se desarrolla como un sistema mundial. Hoy por hoy, su análisis ha sido brillantemente confirmado.
En el momento actual nadie puede negar la dominación aplastante de la economía mundial. Este es el aspecto más decisivo de la época en que vivimos. Esta es la época del mercado mundial, de la política mundial, de la cultura mundial, de la diplomacia mundial y, también, de la guerra mundial. Ya hemos sufrido dos de éstas como consecuencia de las crisis del capitalismo. La Segunda costó 55 millones de muertos y casi llegó a la destrucción de la civilización humana.
El socialismo es internacional, o no es nada. Pero el internacionalismo proletario no es producto del sentimentalismo. No es sólo “una buena idea”. Surge del análisis científico de Marx y Engels, que explica cómo la creación del Estado nacional, una de las conquistas históricamente progresistas de la burguesía, conduce inevitablemente a un sistema de comercio internacional. El tremendo desarrollo de las fuerzas productivas bajo el capitalismo no se puede contener dentro de los estrechos límites del Estado nacional y, por tanto, todas las potencias capitalistas, incluso las más grandes, se ven obligadas a participar cada vez más en el mercado mundial.
La contradicción entre el enorme potencial de las fuerzas productivas y la agobiante camisa de fuerza del Estado nacional se puso de manifiesto, de una forma dramática, en 1914 y en 1939. Estas convulsiones sangrientas demostraron que el sistema capitalista, desde un punto de vista histórico, ya había agotado su misión progresista. Pero, para llevar a cabo la transformación de un sistema socioeconómico a otro superior, no es suficiente que el viejo mundo esté en crisis. Por mucha crisis que haya, también existen poderosos intereses que obtienen sus ingresos, privilegios y prestigio de las actuales relaciones de propiedad, y que se resisten con uñas y dientes a todo intento de cambiar la sociedad. Por eso, Marx y Engels no escribieron un documento abstracto, sino un Manifiesto, una llamada a la acción, y no un libro de texto; el lanzamiento de un partido revolucionario, y no un club de discusión.
Para derrocar el capitalismo es necesario que los trabajadores se organicen como clase en defensa de sus intereses de clase. Durante muchas décadas, los obreros de todos los países, pero sobre todo los de los países capitalistas avanzados, han creado poderosos partidos y sindicatos. Pero estas organizaciones no existen en el vacío. Están sometidas a las presiones del capitalismo, que pesan especialmente sobre las direcciones.
Uno de los dos obstáculos fundamentales que impiden el desarrollo de las fuerzas productivas en la época actual es la propiedad privada. Un nuevo avance de la civilización humana exige la implantación de un nuevo sistema de producción basado en la planificación racional, científica y democrática a nivel mundial.
La bancarrota del nacionalismo en general y de aquella monstruosa aberración del mal llamado “socialismo en un solo país” en particular, quedó patente con el colapso del estalinismo e incluso antes, con la participación de las burocracias rusa y china en el mercado mundial. Todos los países de África, Asia y América Latina, que ganaron su independencia cuando el imperialismo perdió el control directo sobre ellos, ahora se ven nuevamente subordinados a sus viejos amos mediante el mecanismo del mercado mundial, que les ata de pies y manos.
El libre desarrollo de las fuerzas productivas exige la unificación de las economías de todos los países en un plan común que permita la explotación armónica de los recursos del planeta en beneficio de todos. Esto es tan evidente que incluso lo reconocen científicos y expertos que nada tienen que ver con el socialismo, pero que están indignados por la pesadilla que vive dos tercios de la humanidad y preocupados por los efectos de la destrucción del medio ambiente. Pero sus recomendaciones bienintencionadas caen en saco roto, puesto que chocan con los intereses de las grandes multinacionales, que dominan la economía mundial y cuyos cálculos no están basados en el bienestar de la humanidad o el futuro del planeta, sino exclusivamente en la avaricia y en la búsqueda de ganancias donde sea y como sea.
Al despuntar la tercera década del siglo XXI, cuando tanto se habla de “globalización”, las contradicciones nacionales son más fuertes que nunca. Hay una declaración de guerra comercial entre las potencias que dominan el tablero de la geopolítica planetaria. Sin embargo, la existencia de armas nucleares significa que una guerra entre las superpotencias, hoy por hoy, esté descartada.
Una salida como la de 1914 y 1939, por lo menos por ahora, es imposible. En ausencia de una solución externa, las contradicciones internas tienden a agravarse cada vez más. La clase dominante no ve otra opción que poner todo el peso de la crisis sobre las espaldas de la clase trabajadora.
Los autores del Manifiesto, con increíble clarividencia, anticiparon la situación que padece actualmente la clase trabajadora en todos los países cuando escribieron:
“El creciente empleo de las máquinas y la división del trabajo quitan al trabajo del proletario todo carácter propio, y le hacen perder con ello todo atractivo para el obrero. Éste se convierte en un simple apéndice de la máquina, y sólo se le exigen las operaciones más sencillas, más monótonas y de más fácil aprendizaje”.
“Por tanto, lo que cuesta hoy día el obrero se reduce poco más o menos a los medios de subsistencia indispensables para vivir y para perpetuar su linaje. Pero el precio de todo trabajo, como el de toda mercancía, es igual a los gastos de producción. Por consiguiente, cuanto más fastidioso resulta el trabajo, más bajan los salarios. Más aún, cuanto más se desarrollan la maquinaria y la división del trabajo, más aumenta la cantidad de trabajo, bien mediante la prolongación de la jornada, bien por el aumento del trabajo exigido en un tiempo dado, la aceleración del ritmo de las máquinas, etc.”.
EE.UU., no obstante su decadencia, ocupa hoy el mismo lugar que en los tiempos de Marx y Engels ocupaba Gran Bretaña: el país capitalista más desarrollado.
Es por esto que las tendencias generales del capitalismo se expresan ahí de una manera más nítida. En los últimos 30 años se ha dado una caída del 20 % en los salarios reales de los obreros de EE.UU., acompañada de un aumento del 10% en la jornada laboral.
Así, pues, el auge económico del último período ha ido acompañado, y en gran parte ha sido consecuencia, de un enorme aumento de la explotación de los trabajadores. El obrero de EE.UU. trabaja actualmente una media de 168 horas extras al año, lo que corresponde a casi un mes de trabajo adicional al año.
Las enormes presiones provocadas por el aumento de las horas de trabajo, la caída de los ingresos reales, el aumento de los ritmos, etc., han tenido serios efectos en la calidad de vida de las familias obreras.
El método de Marx
Los asombrosos aciertos del Manifiesto no son una casualidad. Se deben al método científico del marxismo —el materialismo dialéctico, o, en su aplicación concreta a la historia, el materialismo histórico—. Las bases de la teoría marxista de la historia ya estaban sentadas en escritos anteriores como La Sagrada Familia y La ideología alemana.
Es necesario recordar que el socialismo y el comunismo no empiezan con Marx y Engels. Había grandes pensadores antes que ellos que defendían la idea de una sociedad sin clases, basada en la propiedad común: Robert Owen, Chrles Fourier, Henri de Saint-Simon.
Ya en el siglo XVI, Tomas Moro escribió su libro Utopía, describiendo una sociedad comunista. Incluso antes, los primeros cristianos se organizaron en comunidades donde la propiedad privada estaba radicalmente abolida, como se puede constatar en los Hechos de los Apóstoles.
Marx y Engels calificaron a todas estas tendencias como socialismo utópico, mientras que lo que ellos defendían era el socialismo científico. ¿En qué consistía la diferencia? Para los utópicos, el socialismo era tan solo una buena idea, algo moralmente deseable que había que predicar a los hombres. Desde este punto de vista, si hubieran tenido razón, este sistema de sociedad podría haberse puesto en marcha hace dos mil años, ¡con lo cual la humanidad se hubiera ahorrado bastantes molestias! Por primera vez, Marx y Engels explicaron que el socialismo tiene una base material, que consiste en el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas —la industria, la agricultura, la ciencia, la tecnología—. El materialismo histórico explica cómo el desarrollo histórico se basa en última instancia en el desarrollo de las fuerzas productivas.
Esta afirmación ha sido frecuentemente distorsionada por los enemigos del marxismo, que aseguran que Marx y Engels “reducen todo a lo económico”. Los autores del Manifiesto contestaron repetidas veces a esta burda caricatura, como se ve en la célebre carta de Engels a Joseph Bloch: “Según la concepción materialista de la historia, el elemento determinante de la historia es en última instancia la producción y la reproducción en la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado nunca más que esto; por consiguiente, si alguien lo tergiversa transformándolo en la afirmación de que el elemento económico es el único determinante, lo transforma en una frase sin sentido, abstracta y absurda. La situación económica es la base, pero las diversas partes de la superestructura: las formas políticas de la lucha de clases y sus consecuencias, las constituciones establecidas por la clase victoriosa después de ganar la batalla, etc., las formas jurídicas, y, en consecuencia, inclusive los reflejos de todas esas luchas reales en los cerebros de los combatientes: teorías políticas, jurídicas, ideas religiosas y su desarrollo ulterior hasta convertirse en sistemas de dogmas, también ejercen su influencia sobre el curso de las luchas históricas y en muchos casos preponderan en la determinación de su forma”.
Es evidente que la religión, la política, la moralidad, la filosofía, etc., juegan un papel en el proceso histórico. No obstante, en última instancia, el éxito de un sistema socioeconómico depende de su capacidad de satisfacer las necesidades básicas de los seres humanos. Antes de poder desarrollar ideas religiosas, políticas o filosóficas, la gente necesita comer, vestirse y vivir en casas. Desde los primeros tiempos, los hombres y las mujeres han tenido que luchar para satisfacer estas necesidades y, para la aplastante mayoría de la humanidad, este sigue siendo el caso.
En un momento determinado, surge la división del trabajo, que coincide históricamente con la división de la sociedad en clases.
Esto significa un gran paso adelante, por primera vez, que permite la creación de un excedente social y el surgimiento de una clase que está libre de la necesidad de trabajar, la clase dominante que vive del trabajo de otros: en la antigüedad, de los esclavos; después, bajo el feudalismo, de los siervos; y, por último, de los obreros asalariados bajo el capitalismo.
A pesar de todos los sufrimientos, vejaciones e injusticias del sistema clasista, no obstante, desde un punto de vista marxista, es decir, desde un punto de vista científico, y no moralista, todo esto sirvió para empujar la sociedad hacia delante. Los logros más brillantes de la ciencia, del arte y de la filosofía de Grecia y Roma estaban basados en el trabajo de los esclavos, que los romanos llamaban “instrumentum vocale” —“una herramienta con voz” (la auténtica situación del obrero moderno no ha cambiado mucho)—.
El excedente era suficiente para emancipar a una minoría de explotadores, pero no para emancipar a la mayoría, cuya esclavitud era la condición previa para la civilización, que surge del desarrollo de las fuerzas de producción. En este sentido, un sistema socioeconómico dado se puede comparar a un organismo vivo. Nace, crece, entra en la plenitud de sus fuerzas y, después, llega a un punto culminante, donde empieza su declive, terminando en la muerte. He aquí una maravillosa ley que sirve para explicar el desarrollo no sólo del capitalismo, sino de la sociedad humana en general. Por primera vez, nos permite comprender la historia no como una cosa sin sentido, como el producto del azar, ni la obra exclusiva de “grandes individuos”, sino como un proceso que tiene sus leyes y que puede ser comprendido, como cualquier área de la naturaleza.
De la misma manera que Charles Darwin explicó que las especies no son inmutables, sino que tienen un pasado, un presente y un futuro, que cambian y evolucionan, Marx y Engels explican que un sistema socioeconómico no es algo fijo y para siempre.
Esta es la ilusión de cada época. Cada sistema social cree que es la única forma posible de existencia para los seres humanos, que sus instituciones, su religión, su moralidad son la última palabra.
Así pensaban los caníbales, los sacerdotes egipcios, María Antonieta y el zar Nicolás. Así piensan los burgueses y sus apologistas hoy, cuando nos aseguran, sin la menor base, que el mal llamado sistema de “libre empresa” es “el único posible”, justo en el momento en que está haciendo agua por todos lados.
Reforma y revolución
Hoy por hoy, la idea de la “evolución” ha calado hondo, por lo menos en la conciencia de las personas educadas. Las ideas de Darwin, tan revolucionarias en su tiempo, están admitidas casi como un lugar común. Sin embargo, la evolución es en general entendida como un proceso lento y gradual, sin interrupciones ni saltos violentos. En política, semejantes argumentos se emplean a menudo para justificar el reformismo. Lamentablemente, están basados en un malentendido. El auténtico mecanismo de la evolución sigue siendo un libro cerrado a cal y canto para la gran mayoría.
Esto no es sorprendente, porque el propio Darwin no lo entendió.
Tan sólo en las últimas décadas, con los nuevos descubrimientos de la paleontología llevados a cabo por Stephen J. Gould, autor de la teoría del equilibrio interrumpido, se ha demostrado que la evolución no es un proceso gradual. Hay largos períodos en que no se observan grandes cambios, pero, en un momento dado, la línea de la evolución queda rota por una explosión, una verdadera revolución biológica caracterizada por la extinción de algunas especies y el ascenso rápido de otras.
La investigación más superficial de la historia revelará inmediatamente la falsedad de la interpretación gradualista. La sociedad, al igual que la naturaleza, conoce largos períodos de cambio lento y gradual, pero también aquí la línea está interrumpida por momentos explosivos, guerras y revoluciones, en que el proceso sufre una enorme aceleración. De hecho, son estos acontecimientos los que actúan como la principal fuerza motriz de la Historia.
Y la causa de fondo de estas convulsiones es el hecho de que un sistema socioeconómico determinado ha llegado a sus límites, y ya no puede desarrollar las fuerzas productivas como antes.
“La historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases”, dice El Manifiesto en una de sus frases más célebres. Pero, ¿qué es la lucha de clases? Ni más ni menos que la lucha por la repartición del excedente producido por la clase obrera.
Y esta lucha será siempre inevitable hasta que las fuerzas productivas no hayan alcanzado un nivel de desarrollo que permita la abolición de la miseria y la escasez de productos, no sólo para una minoría privilegiada, sino para todos. El socialismo, por lo tanto, no es sólo “una buena idea” que se puede llevar a la práctica en cualquier situación, siempre y cuando la gente lo desee. El socialismo tiene una base material, que consiste en el nivel de desarrollo de la industria, la agricultura, la ciencia y la tecnología.
Ya en La Ideología alemana, texto escrito en 1845-46, Marx y Engels explicaron que el socialismo presupone “un gran incremento de la fuerza productiva, un alto grado de su desarrollo (…) porque sin ella sólo se generalizaría la escasez y, por tanto, con la pobreza, comenzaría de nuevo, a la par, la lucha por lo indispensable y se recaería necesariamente en toda la porquería anterior”.
Con esta frase —“toda la porquería anterior”— Marx y Engels tenían en mente la desigualdad, la explotación, la opresión, la corrupción, la burocracia, el Estado y todos los demás males endémicos de la sociedad clasista. Hoy, después de la caída del estalinismo en Rusia, los enemigos del socialismo intentan demostrar que las ideas del marxismo son imposibles de realizar. Pero se olvidan del pequeño detalle de que Rusia, antes de 1917, era un país bastante más atrasado que la India. Lenin y los bolcheviques, que conocían perfectamente los escritos de Marx, sabían de sobra que las condiciones materiales para el socialismo se encontraban ausentes en Rusia. Pero Lenin y Trotsky jamás tuvieron la idea de una revolución nacional, del “socialismo en un solo país”, y mucho menos en un país atrasado como Rusia. Lenin y los bolcheviques tomaron el poder en 1917 con la perspectiva de una revolución mundial. La toma del poder en Rusia dio un poderoso ímpetu a la revolución en el resto de Europa, empezando por Alemania, que podía haber triunfado de no ser por la cobardía y traición de los dirigentes socialdemócratas, que salvaron el capitalismo. El mundo pagó un precio terrible por ese crimen, con las convulsiones económicas y sociales del período de entreguerras, el triunfo de Hitler en Alemania, la guerra civil en España y, finalmente, con los horrores de una nueva guerra mundial.
Este no es el lugar adecuado para analizar todo el proceso que tuvo lugar después de 1945. Baste con decir que el capitalismo logró, durante un tiempo, con los métodos anteriormente mencionados, una relativa estabilidad, por lo menos en los países avanzados de Europa Occidental, Japón y EE.UU. Pero, incluso en este período, las contradicciones básicas no desaparecieron. Para dos tercios de la humanidad, fueron años de hambre y miseria, de guerras, de revolución y de contrarrevolución sin precedentes.
Pero por lo menos en los países industrializados había pleno empleo, el “Estado del bienestar” y un aumento del nivel de vida.
Todo esto dio fuerza a la idea de que el capitalismo había solucionado sus problemas, que el paro era una cosa del pasado, que la lucha de clases había acabado y que el marxismo (por supuesto) estaba anticuado. ¡Qué irónicas suenan estas ideas hoy! Con más de 30 millones de parados en Occidente y un ataque salvaje al nivel de vida de la clase trabajadora en todos los países, las contradicciones entre las clases se agudizan cada vez más.
“El ser social determina la conciencia”. Esta es la otra gran idea que forma la base del materialismo histórico. Tarde o temprano, las condiciones sociales se hacen sentir en la conciencia de la gente.
Ahora bien, la relación entre los procesos que se dan en la sociedad y la forma en que éstos se reflejan en la cabeza de los hombres y las mujeres no es ni automática ni lineal. Si fuera así, ¡estaríamos viviendo bajo el socialismo hace muchos años! Contrariamente a lo que creen los idealistas, el pensamiento humano en general no es progresista, sino profundamente conservador. En períodos “normales”, la gente tiende a agarrarse a lo conocido.
Prefieren creer en las ideas, la moralidad, las instituciones, los partidos y los dirigentes que llevan ahí “toda la vida”. Engels dijo una vez que hay períodos en la historia en que 20 años pasan como un solo día, pero hay otros en que la historia de 20 años está concentrada en 24 horas. Durante un largo período parece que nada cambia. No obstante, debajo de la superficie de aparente tranquilidad, se está acumulando enorme descontento, indignación, frustración y rabia contenida. En un momento determinado, esto provoca una explosión social. En momentos de crisis, la gente empieza a pensar por sí misma, actuar como hombres y mujeres libres, como protagonistas, no víctimas pasivas. Buscan un cauce y una organización, empiezan a militar en sus sindicatos y partidos de masas en un intento de cambiar la sociedad.
Una parte muy importante del Manifiesto que no ha sido suficientemente comprendida es la sección Proletarios y Comunistas, donde leemos lo siguiente:
¿Qué relación guardan los comunistas con los proletarios en general? Los comunistas no forman un partido aparte, opuesto a los otros partidos obreros.
No tienen intereses propios que se distingan de los intereses generales del proletariado. No proclaman principios especiales a los que quisieran amoldar el movimiento proletario.
Los comunistas sólo se distinguen de los demás partidos proletarios en que, por una parte, en las diferentes luchas nacionales de los proletarios, destacan y hacen valer los intereses comunes a todo el proletariado, independientemente de la nacionalidad; y por otra parte, en que, en las diferentes fases de desarrollo por que pasa la lucha entre el proletariado y la burguesía, representan siempre los intereses del movimiento en su conjunto.
A la hora de la acción, los comunistas son, pues, el sector más resuelto de los partidos obreros de todos los países, el sector que siempre impulsa adelante a los demás; en el aspecto teórico, tienen sobre el resto del proletariado la ventaja de su clara visión de las condiciones, la marcha y los resultados generales del movimiento proletario.
Estas líneas tienen una importancia transcendental, porque demuestran el método de Marx y Engels, que siempre partían del auténtico movimiento de la clase obrera, del proletariado tal y como es, no como nos gustaría que fuera. Este método está a mil años luz del sectarismo estéril de aquellos grupúsculos revolucionarios que existen al margen del movimiento de los trabajadores, sin ningún punto de contacto con la realidad.
Para un marxista, un partido es, en primer lugar, programa, ideas, métodos y tradiciones, y sólo después una organización para llevar estas ideas a la clase trabajadora. A lo largo de la historia, la clase obrera crea organizaciones de masas para defender sus intereses y cambiar la sociedad. Empezando con los sindicatos, las organizaciones básicas de la clase, se dan cuenta en un momento dado de que la lucha reivindicativa por sí sola es insuficiente. En las condiciones actuales, esta conclusión resulta absolutamente ineludible. Sin la lucha cotidiana para avanzar bajo el capitalismo, la revolución socialista sería impensable. A través de las huelgas y manifestaciones, el trabajador se organiza y empieza a adquirir conciencia como clase. Pero para cada huelga que se gana, muchas más acaban derrotadas. E incluso cuando se consigue un aumento salarial, es posteriormente anulado por la inflación.
El desempleo, las privatizaciones, los recortes del gasto público, las leyes antisindicales: todas estas cosas pertenecen a la política, y han de ser combatidas no sólo en las fábricas con métodos sindicales, sino mediante la organización política.
Los sindicatos, los partidos socialistas y los partidos comunistas han sido creados por la clase trabajadora a través de generaciones de lucha y sacrificio. Los trabajadores no abandonan fácilmente sus organizaciones tradicionales, sin someterlas a la prueba una y otra vez. Pero las organizaciones obreras no existen en el vacío. Están bajo la presión de la clase burguesa, sobre todo sus direcciones, que hoy por hoy están más divorciadas de la clase trabajadora que nunca. En ausencia de una política marxista firme, tienden a claudicar ante estas presiones. Se acomodan a las ideas de la clase dominante, que, como Marx explica, son las ideas dominantes de cada época.
En periodos en que los trabajadores no están participando activamente en sus organizaciones, las presiones de clases ajenas se redoblan. He aquí la explicación más fundamental del giro a la derecha que se ha producido en las direcciones de los partidos obreros (no sólo los socialistas, sino también en los que se llamaban comunistas). Pero este proceso tiene sus límites. El giro a la derecha, que se expresa en ataques constantes contra el nivel de vida en todos los países, está preparando un giro tumultuoso a la izquierda en el próximo período.
“Cada acción tiene una reacción igual y contraria” no sólo es aplicable a la Física.
Toda la historia demuestra una cosa: nadie puede romper el deseo inconsciente de la clase trabajadora de transformar la sociedad. Pero la historia también enseña que sin un programa científico, sin una perspectiva clara, es imposible llevar a cabo la transformación socialista.
Estas cosas no caen del cielo. Tampoco se pueden improvisar cuando las masas ya están en la calle. Hay que prepararlas de antemano. Hay que ganar y educar a cuadros marxistas, integrados en los centros laborales y en las minas, en los colegios y en las universidades, en los sindicatos y en los partidos obreros. Hay que llevar a cabo un trabajo revolucionario paciente y persistente, preparando el terreno para los grandes acontecimientos que se avecinan en todo el mundo.
Cuando Marx y Engels escribieron el Manifiesto, eran dos jóvenes de 29 y 27 años respectivamente. Era un período de la reacción más negra, en que parecía que la clase obrera estaba derrotada e inmóvil.
Los autores del Manifiesto estaban en el exilio en Bruselas, refugiados políticos del régimen reaccionario del rey de Prusia. No obstante, cuando el Manifiesto Comunista vio la luz por primera vez en febrero de 1848, la revolución ya había estallado en Francia y en pocos meses se había extendido a toda Europa. En el momento actual, el sistema capitalista está en crisis a nivel mundial. De este modo, un solo triunfo de la clase trabajadora en cualquier país importante puede ser la señal de partida de un proceso revolucionario que abarcaría no sólo un país o un continente, sino el mundo entero.
.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.