La definitiva decadencia de Occidente

POR JULIO CÉSAR CARRIÓN CASTRO /

La culminación de una amenaza apocalíptica

“Y en aquellos días los hombres buscarán la muerte, pero no la hallarán; y ansiarán morir, pero la muerte huirá de ellos”.

– Apocalipsis (9-6) Juan de Patmos. Reina-Valera 1960.

El imperialismo humanitario

La distribución imperial de los derechos humanos y de la democracia

Federico Nietzsche proclamó la “muerte de Dios” y propuso como alternativa viable a esta orfandad, la suprema posibilidad humana, la trascendencia heroica y vital del hombre y el “sentido de la tierra”, la esencia terrenal de su existencia. Con la muerte de Dios y de toda metafísica e idealidad, se esperaba fracturar la pretendida “unidad” de los humanos, como producto de la creación divina; se esperaba el renacer de amplias multitudes, dispersas, plurales, diferentes, distribuidas en múltiples etnias y naciones, gozando de su dispersión y sus variados orígenes, de sus diversas “nacionalidades”. Sin idearios comunes y sin pretensiones de unidad. En fin, se esperaba, un retorno al camino de la plural construcción del ser humano, como venía siendo forjada desde las primitivas hordas.

El acontecimiento de la muerte de Dios, como muerte de las “verdades” establecidas, como derrumbamiento y eclipse de “la moral”, llevaba implícito, también, la confrontación a todas esas tendencias unificadoras y uniformadoras que, con muy buenas intenciones, proclaman una pertenencia común, un común origen y un común destino de todos los humanos; todas esas “identidades” que buscan establecer una vida de rebaño, todos esos conceptos y preceptos que históricamente han defendido una falsa homogeneidad y una falsa igualdad de los seres humanos. La “razón universal” que encarnaba Dios, se transmutó, por arte del ecumenismo, del cosmopolitismo y del colonialismo, en “historia universal”, en “civilización mundial”, “cultura superior” o, peor aún, en mercados multinacionales, globalización; en imperialismo.

Muerto el Dios transmundano, el hombre se reveló incapaz de reemplazarlo, no ha sabido asumir su propia dirección, su propio riesgo, sólo ha creado nuevos absolutos, sustitutivos del difunto Dios, pero igualmente poderosos. Con la muerte de Dios no se llegó a un claro ordenamiento del antropocentrismo, ni al fortalecimiento del individuo autónomo, como llegó a prometerse, sino que se proclamaron viejos y nuevos señoríos, poderes, prepotencias y arbitrariedades. Se instaurarían “nuevos ídolos”, ascendería con mayor vigor y fortaleza “el más frío de todos los monstruos fríos”: el Estado, que protegido y amparado por funcionarios y burócratas superfluos, se constituiría, desde su artificial estructura de engaño y de mentira, en el promotor de la “nueva moral” y la modernidad; haciendo ver como incompetentes a los individuos y, simulando identidades y representación, reemplazaría y sustituiría al pueblo.

El consenso total, supuestamente alcanzado por los llamados estados-nacionales, habría de desvelarse en su absoluta impostura tras la demostración de que el igualitarismo propuesto y las “identidades” raciales o nacionales son solamente falacias y engañifas. Todas esas doctrinas igualitaristas y redentoristas con que se edificó Occidente, no son más que otros falsos absolutos, sucedáneos o complementarios de la idea de Dios y de su ira.

Diversos modelos, tesis y expresiones han sido teorizados, defendidos y publicitados por parte de teólogos, filósofos, humanistas, sociólogos, historiadores, antropólogos, estadistas y políticos, tratando de abarcar en un solo concepto la idea de hombre y de humanidad, buscando establecer de manera genérica y universal el sujeto del quehacer político e histórico. Total, desde la antigüedad, en la Roma Imperial con Cicerón, se había acuñado el concepto de Humanitas que pretendía una definición radical y totalizadora del ser del hombre y su destino, fundamentado en la religiosa propuesta de la “comunión”; en la conciliación interracial, interclasista y suprarreligiosa que sin distingos unificara a todos los humanos. Asimismo, en el Renacimiento, a caballo entre la edad feudal y el surgimiento del modo de producción capitalista, se introduciría la idea de la dignidad del hombre que en Giovanni Pico Della Mirandola encuentra su más fervoroso expositor. El cristiano debate entre el determinismo escatológico y el “libre albedrío”, sería resuelto a favor de este último que llegaría a constituirse en algo así como la base teórica y el fundamento de nociones y principios modernos como los de libertad, derecho, soberanía y autodeterminación.

Más tarde en la historia de Occidente, aparecería el concepto omniabarcador de “ciudadano”, de clara estirpe burguesa y liberal -es decir, ilustrada- como complemento indispensable de otras teorías y ficciones como las de Contrato social, Soberanía popular y Democracia representativa. Se pretende que el “ciudadano” sea el privilegiado agente legal y el sujeto activo de los intereses generales de la sociedad, por supuesto, administrados por el Estado, símbolo inequívoco de la unidad nacional, sustentada en la santísima trinidad del nacimiento, el territorio y la soberanía. Quienes se encontraran por fuera de esa triple condición de ficticia “unidad”, serían considerados “parias y advenedizos”, es decir, entes carentes de la dignidad del hombre, que es lo que lo define y emancipa.

La cuestión de los derechos humanos está, desde sus orígenes, profundamente enraizada con la cuestión “nacional”, con las identidades regionales, con la pertenencia a un específico “pueblo”, o mejor, a una específica cultura, considerada siempre superior. Como lo denunciara Hannah Arendt, “la paradoja implicada en la declaración de los derechos humanos inalienables consistió en que se refería a un ser humano abstracto que parecía no existir en parte alguna…”; porque el modo burgués de producción, con las relaciones sociales de explotación y subalternidad que comporta, y los acontecimientos históricos asociados con el reparto del botín del mundo entre los poderosos Estado-nación colonialistas, con sus guerras de conquista y exterminio, provoca no sólo una estructura social inequitativa y jerarquizada, con sus clases subalternas y sus “minorías” étnicas, políticas, religiosas y culturales, sino, además, porque desde comienzos del siglo XX y muy particularmente desde la Primera Guerra Mundial, se presenta el fenómeno de las migraciones y los desplazamientos; enormes grupos de personas para quienes dejan de aplicarse los derechos y las normas, tan rigurosamente defendidos desde la teoría y las cátedras. Estos seres humanos indeseados, desterritorializados y desnacionalizados llegaron a constituirse en la más fehaciente prueba de la hipocresía, o por lo menos del idealismo carente de esperanza que caracteriza a los llamados derechos humanos.

Como podemos observar, a partir de unos muy respetables “conceptos fundamentales”, se ha venido dando continuidad a una visión abstracta y metafísica del hombre; de un hombre “autónomo”, pleno de dignidad, de derechos y de garantías, amparado y protegido por el poder de los Estados y ahora no sólo por el poder de sus propios Estados nacionales, sino por un poder superior transnacional que dice representar la validez y vigencia de esos derechos.

Siguiendo estos patrones de abstracción y desde distintas perspectivas ideológicas, históricamente se ha representado como sujeto de la política al hombre, a la persona, al ciudadano, al pueblo soberano, al trabajador, al proletario… Identidades que se presentan como incluyentes y representativas de la unidad, de la soberanía de la nación, de la cultura, de la clase, de la sangre, de la raza…pero que en realidad expresan una contundente y reactiva exclusión y proscripción hacia todos aquellos que no caben en su definición y límites. Así podemos ver que en distintas épocas y latitudes han existido ciudadanos con plenos derechos y ciudadanos sin derechos políticos, sin garantías sociales y hasta carentes de la publicitada “dignidad”, que decía cobijar a todos. En el refugiado, en el desplazado, en el inmigrante, en el apátrida se cumple plenamente este total desamparo, esta indefinición legal.

Giorgio Agamben, dando continuidad a las reflexiones de Hannah Arendt, plantea que “en la ya imparable decadencia del Estado-nación y en la corrosión general de las categorías jurídico-políticas tradicionales, el refugiado es quizá la única figura pensable del pueblo en nuestro tiempo…”. Advertimos, ya para nadie es un secreto, que el refugiado es hoy un fenómeno de masas. El refugiado, esa figura aparentemente marginal, se ha convertido en personaje central de la historia política contemporánea, como lo decíamos, principalmente a partir de la Primera Guerra Mundial. No obstante, tanto a nivel local como global, la miseria, el genocidio social, las guerras civiles, las leyes raciales, la proscripción política de la oposición, la criminalización de las protestas, las persecuciones, las razzias y la criminal acción de militares y paramilitares contra la población civil, constituyen las principales operaciones -la mayoría de las veces promovidas desde los Estados- generadoras del desplazamiento -interno y hacia el extranjero-, como dolorosamente lo hemos vivido los colombianos durante la interminable vigencia del tradicional régimen oligárquico que, desde la época de la “independencia” de España, monopoliza el poder en este país.

La idolatría de los “principios universales”

La Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, como expresión política y representación de varios Estados nacionales que buscaban, luego de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, confrontar los daños causados por los totalitarismos e impedir la repetición de Auschwitz, expresa claramente una enorme confianza en el hombre y en sus posibilidades de diseñar el futuro y continúa la tradición de los principios de Libertad, Igualdad, Fraternidad, legados por la Revolución francesa y contenidos en la bicentenaria Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, pero, así mismo, persiste en una desolada visión homogeneizante y metafísica del hombre. Asume al individuo como una entidad suprema y determina una fe absoluta en unos “principios morales universales”.

Hoy estos “principios universales” se han constituido en algo así como artículos de fe, en objetos de una falsa idolatría, que no admite la posibilidad del pluralismo ético ni las diversidades culturales. Se han impuesto desde la “racionalidad occidental” a todo el mundo y pareciera que buscan la conformación de una civilización mundial única.

Migrantes centroamericanos.

Es esa concepción del universalismo moral de los derechos humanos la que ha llevado a promover el intervencionismo y la injerencia militar y política que, con la disculpa de garantizar su aplicación y cumplimiento en las más diversas sociedades y culturas, por parte de las Naciones Unidas y de los Estados poderosos que a motu proprio se han impuesto ante todos los pueblos del mundo, como los únicos garantes de estos.

El intervencionismo militar, los “ataques preventivos”, las “misiones humanitarias”, y demás acciones bélicas contra pueblos y gobiernos que señalan como violadores de esta supuesta “ética mínima planetaria”, en realidad velan, ocultan y enmascaran las verdaderas intenciones geopolíticas y expansivas que mueven a estos Estados y organizaciones autodenominados “protectores de los derechos humanos”, empeñados en buscar justificaciones teóricas para la agresión, las invasiones y el uso de la fuerza contra aquellos países que no se amoldan a sus intereses imperiales.

Las Naciones Unidas, convertidas hoy en oficina de administración de los negocios imperiales, puede autorizar esos “ataques preventivos” e intervenciones armadas, en nombre de la “libertad”, de la “democracia” y del “humanitarismo”, en cualquier parte del mundo, prevalida del reconocimiento de autoridad legítima que posee. Así, la intervención militar de los Ejércitos británico y estadounidense en Irak, encontró plena justificación en la carga ideológica y propagandística del “derecho de injerencia humanitaria”, en la tesis del “ataque preventivo” -ante las “pruebas” de que se estaban fabricando armas de destrucción masiva en ese país-, pero también en la “defensa de los derechos humanos”, ciertamente violados por el gobierno de Hussein. Con todos esos elementos se enmascaró la perversa intromisión bélica. En última instancia quien tiene derecho a intervenir en donde se violen los derechos humanos, son los Estados Unidos y sus aliados.

De esta manera algo tan aparentemente despolitizado y representativo del bien común, como la Declaración Universal de los Derechos Humanos, terminó convertido en una ideología justificatoria del intervencionismo militar y el mal llamado derecho de injerencia. Su pretendida universalidad ideológica oculta la política real imperialista y neocolonialista de Occidente. Como lo expresa Jean Bricmont en el libro ‘Imperialismo humanitario. Derechos humanos, derecho de injerencia. ¿Derecho del más fuerte?’: “Desde comienzos de la era colonial, existe fundamentalmente en Occidente, una ideología según la cual, porque somos países civilizados, más respetuosos de la democracia y los derechos del hombre, más desarrollados, más racionales, más científicos, etc., tenemos derecho a cometer monstruosidades contra países que consideramos menos civilizados”. Y es que han sido muchos los argumentos de este tipo que se han esgrimido para emprender las cruzadas, las conquistas y las invasiones; ya se trate del proyecto ecuménico de cristianización y evangelización del mundo, o de las políticas colonialistas o simplemente de campañas de alfabetización o de todas esas otras misiones religiosas, políticas, comerciales y “humanitarias”, realizadas para “culturizar” “civilizar” a los pueblos vencidos. “En la actualidad la ideología que tiende a reemplazar todo eso, es la ideología de los derechos humanos y de la democracia”.

Pero la defensa de esos “principios morales universales”, de esta “ética mínima planetaria”, que supuestamente encarnan los derechos humanos, no excluye el hecho de poderlos suspender, porque también se maneja, paralelamente, la teoría del mal menor, una muy conveniente ética política para confrontar el cada vez más ubicuo “terrorismo”, porque, como lo aseveran los más reconocidos teóricos de esta propuesta: “las democracias tienen, ciertamente, cartas de derechos, pero estos derechos existen para servir a los intereses fundamentales de las mayorías” y cuando la amenaza se dirige contra esa democracia de mayorías, no se pueden privilegiar los derechos por encima de la seguridad pública ni se puede limitar el ejercicio de la autoridad -esta es la base de la tan socorrida “seguridad democrática” que nos gobierna-, la lucha contra el terrorismo, obliga a las medidas de emergencia, a la suspensión y hasta a la sistemática violación de los derechos. Claro, siempre se dirá que se trata de una suspensión provisional, transitoria, fugaz, excepcional, que para nada afecta la continuidad de la democracia. De esta manera se cumple a cabalidad el aserto de Walter Benjamin contenido en la octava tesis Sobre el concepto de historia“La tradición de los oprimidos nos enseña que el estado de excepción en el cual vivimos es la regla”. Ya no solo los regímenes reputados de autoritarios o totalitarios recurren a la excepción como regla, sino que las tan publicitadas “democracias occidentales”, sobreviven gracias al permanente estado de excepción. Es evidente que la democracia no está a la altura del sistema de valores que decía representar, ni de esa supuesta “moral universal” que dice defender.

Estados de excepción e infraclase

Lo más grave es la creciente aceptación de la excepcionalidad e incluso de los abusos, las humillaciones, la brutalidad y hasta de la tortura, por parte de los ciudadanos de los países postindustrializados quienes, apáticos y desinteresados, viven sus “democracias”, absortos en el consumismo y bajo la permanente manipulación de los medios de comunicación que los disponen a acatar todas las propuestas de sus gobiernos, incluidas aquellas que buscan la suspensión de los derechos, de las garantías y hasta de la propia democracia.

Muchos de los defensores y promotores de los derechos humanos, desde entidades de gobierno y poderosas organizaciones no gubernamentales, han llegado hasta la aceptación de la tortura y proponen la necesidad de poner en marcha, de nuevo, esta vez desde la democracia, los campos de concentración que caracterizaron a los regímenes totalitarios. Argumentan la defensa de la democracia, frente al terrorismo. Esta es, en resumen, la lógica del estado de excepción.

La impostura liberal que se extasía en las ilusiones éticas del “garantismo”, mientras desde un pragmatismo cínico sigue defendiendo la falacia de una democracia en permanente estado de excepción, asume la defensa, como lo denuncia Slavoj Zizek, de unos “derechos humanos que están bien si se replantean para incluir la tortura y el estado de excepción permanente, la democracia, que está bien si se limpia de sus excesos populistas y se limita a quienes poseen la madurez suficiente para practicarla”. Así, los derechos humanos son utilizados como un elemento retórico-discursivo-justificatorio del intervencionismo militar/humanitario y de las prácticas excluyentes y xenófobas aplicadas contra los refugiados, desplazados e inmigrantes que deben soportar las leyes migratorias, los campos de internamiento y la condición de seres invisibilizados que se les aplica en los países opulentos a donde llegan en busca de un mejor futuro.

Esa categoría básica del discurso político moderno, el concepto de ciudadano, que legitimara la organización de la democracia y que expresara tanto la pertenencia a una comunidad, como la institucionalidad de esta; que simbolizara el ordenamiento jurídico y fuese condición y base de la legalidad, de la legitimidad y de la libertad en los regímenes contractuales centrados en el discurso de la “libre voluntad de los individuos”, en la actualidad ha develado su mentira. La historia nos enseña otra cosa: tanto en los países postindustrializados, avanzados o desarrollados, como en los dependientes, periféricos o tercermundistas, se ha ido creando un sistema dual de ciudadanía, que oculta las discriminaciones, las desigualdades y las exclusiones. La lógica de la ciudadanía está circunscrita y supeditada a la lógica del reconocimiento legal, a su vez estrechamente ligada a las políticas económicas, que establecen una tajante división entre propietarios y trabajadores y entre los sujetos de derecho y los excluidos. Se trata de la persistencia de una “integración” -nacional, política, social- que es tramposa y discriminatoria. Situación que se ha hecho más evidente ahora, bajo la impronta de la mundialización neoliberal.

Hoy se vive de una manera mucho más ostensible este dualismo, en especial en los países de centro a donde llegan millares de inmigrantes a engrosar las filas de la desesperanza, tanto que podríamos afirmar que el tercer mundo esta incrustado, como un cáncer y de manera irreversible, en el primero. La inmigración ilegal se constituye, tal vez, en el principal problema de los países del primer mundo. Grandes masas de No-ciudadanos deambulan por sus ciudades y terminan conformando enormes guetos de excluidos y odiados extranjeros. Se trata de una especie de subhumanos que vienen a enturbiar la imaginaria vida idílica de los nacionales de estos países. Como lo anota el profesor José Zamora: “Los términos ‘invasión’, ‘avalancha’, ‘oleada’, ‘riada’, etc., provenientes de la descripción de catástrofes naturales y usados con machacona insistencia, son eficaces transmisores de esa forma de percibir la inmigración, destinada a asegurar el respaldo a las políticas restrictivas supuestamente dirigidas a contener y limitar los flujos migratorios, aunque de facto sean uno de los factores principales en la producción de lo que en el lenguaje administrativo y mediático se denomina la ‘bolsa de inmigración ilegal’ de cuya funcionalidad económica no se puede razonablemente dudar”.

Es obvio que a pesar de la discriminación y el odio manifiesto contra los inmigrantes, estos resultan imprescindibles para la puesta en marcha de la economía informal y las maquilas que cada vez tienen un mayor peso específico en la sociedad de consumo globalizada, que ciertamente los rechaza y repudia, mientras que simultáneamente reclama y necesita su fuerza de trabajo barata, para que se ocupe de las labores miserables e indignantes, como los oficios domésticos y otras actividades consideradas sucias o riesgosas. De esta manera los inmigrantes junto con los indigentes, los mendigos, los drogadictos, los alcohólicos, los seropositivos, los desertores escolares, los delincuentes de la calle y otros excluidos se han constituido en una capa social estigmatizada a la que Zygmunt Bauman ha denominado con propiedad como infraclase que “evoca la imagen de un conglomerado de personas que han sido declaradas fuera de los límites en relación con todas las clases y con la propia jerarquía de clases con pocas posibilidades y ninguna necesidad de readmisión…tal como en el imaginario nazi que dividía a la especie humana en razas” -en donde los judíos eran considerados como una ‘raza no-raza’, un parásito del cuerpo de todas las otras razas”. Así estas personas de la infraclase, son consideradas como infecciosas al cuerpo social establecido. Son, para decirlo en los términos de Zygmunt Bauman, “hombres y mujeres no comercializables…consumidores fracasados…que van por las calles alertando y asustando a los consumidores de buena fe. Son el material de que están hechas las pesadillas”.

Las “democracias occidentales”, han sabido manejar este dualismo: por un lado generan entre sus nacionales un miedo insuperable ante los inmigrantes, lo que les lleva a establecer una unidad de criterio en torno a la defensa del statu quo, y por otro, definen un grupo social como enemigo de ese orden, de esa estabilidad, (como se hizo en la Alemania nazi con los judíos, los gitanos y otros excluidos). Se ha llegado a la criminalización de los inmigrantes; la figura políticamente construida del inmigrante ilegal es el referente sustitutorio del judío, del gitano, del negro, del homosexual, sobre el que se aplican, ahora desde la democracia, las medidas excepcionales. Existen en toda Europa y Norteamérica centros de internamiento para los extranjeros ilegales, sus ciudades se han ido poblando de barrios subnormales y guetos en donde sobreviven los inmigrantes, en medio de una escalofriante miseria, sin papeles, sin lugar fijo de residencia, sin servicios médicos ni hospitalarios, sin acceso a la educación y ocultándose permanentemente por el temor de ser confinados en esos centros o peor, ser deportados, repatriados, devueltos a sus lugares de origen. Los campos laborales en donde los sobreexplotan son como una especie de invernaderos de plástico. En ese mundo de muchas ilusiones y pocas realizaciones, existe el tráfico sexual y la prostitución, como opción de soborno para la permanencia y la sobrevivencia. Los “coyotes”, la Policía y los mismos agentes de las aduana lo fomentan. En resumen, total desamparo legal para esta infraclase: personas que sin documentos de identidad, sin salvoconducto laboral, sin permiso de residencia, se convierten en una especie de seres invisibles, fantasmas que deambulan en esas grandes ciudades, exponiéndose al desprecio de la “sociedad civil” y al cotidiano maltrato de las autoridades y de los grupos fascistas de “limpieza social”, que cada día son más abundantes. Esos centros de internamiento, esas maquilas, esos suburbios, esos guetos…, constituyen campos de concentración similares a los nazis. El campo de concentración se ha convertido, como lo explica Agamben, en una técnica permanente de gobierno y constituye el destino ineludible de Occidente.

La falacia liberal ante los refugiados y los inmigrantes

Algunas películas contemporáneas, que es preciso recomendar, dan cuenta de este fenómeno de exclusión, marginalidad, maltrato y explotación a que está sometida la infraclase de los inmigrantes y demás seres de condición contradicha. Así, el filme El Odio de Matthieu Kassovitz de 1995, narra la situación social de un grupo de tres jóvenes marginados en los suburbios de París que tiene que hacer frente al desempleo, a la constante persecución y a todo tipo de presiones, solamente por su condición de inmigrantes. Les circunda un cotidiano odio que les hace imposible la vida, llegando incluso a quedar atrapados en ese mundo sin salidas, por las ansias de retaliación ante la muerte de un compañero, asesinado durante un “interrogatorio” policiaco.

La película Pan y rosas del británico Ken Loach, del año 2000, detalla la vida de los trabajadores de las maquilas -en especial mujeres- que han logrado ingresar a los Estados Unidos, luego de múltiples peripecias como “espaldas mojadas”, teniendo que someterse a las arbitrariedades de los “coyotes” y de sus no menos rapaces empleadores que les imponen toda degradación y hasta el comercio y el chantaje sexual, para mantenerles sus exiguos empleos y salarios, que constituyen el único recurso para sostener su precaria existencia de inmigrantes ilegales y para enviar dinero a sus familiares en México.

En la película Niños del hombre de Alfonso Cuarón (2006), que comenta Slavoj Zizek y cuya acción transcurre hipotéticamente en el Londres del año 2027, se muestra la tremenda decadencia londinense, con unos guetos y suburbios cubiertos de basura, de escombros y de miseria, pero bajo la detallada vigilancia policiva con videocámaras instaladas en todos los rincones de esa ciudad dividida abruptamente entre la opulencia y la miseria, bajo un permanente estado de emergencia y la acción de brigadas antiterroristas que en realidad actúan contra las grandes masas de inmigrantes ilegales, de manera habitual y recalcitrante, llegando incluso hasta los enfrentamientos armados, con amplias movilizaciones de tropas, ataques aéreos y bombardeos de unos guetos que están ya proliferando bajo las actuales condiciones sociales de estas grandes urbes. Es cuestión de esperar, pues, como lo expresara e el poeta colombiano Jorge Zalamea, “hay ya silbos de llama en la brasa”.

Todos estos filmes coinciden en mostrarnos una catástrofe que no solo se vislumbra hacia el futuro, sino que está presente, porque, como lo anota Cuarón, “la tiranía del siglo XXI, se llama democracia”. En la actualidad soportamos la carga de la pérdida total de la vitalidad de las democracias liberales, el derrumbe de todas sus promesas; el tercer mundo está incrustado en el primero, como lo denuncia Loach. Existe en estas ciudades de las democracias occidentales -y no hay que esperar al futuro para verlo- un mundo paralelo, invisibilizado, fantasmal, no reconocido, pero que cada vez más constituye la metástasis del cáncer incubado por la evangelización, el colonialismo, la opresión y la marginalidad disfrazada de igualitarismo retórico. Se trata de una bomba de tiempo para las sociedades opulentas. Sociedades opulentas y desperdiciadas que ya marchan hacia la constitución del último hombre que predijera Nietzsche, manifiesto y notorio, por una parte, en aquellos “ciudadanos” con plenos derechos, inmersos en sus pequeñas vidas, con estúpidos placeres cotidianos; consumistas, conformistas, nihilistas, tratando de vegetar en un apático hedonismo carente de sentido y, por otra parte, estos seres de la infraclase privados de derechos, de dignidad y de futuro, tratando de sobrevivir bajo las onerosas condiciones del “orden” social establecido.

Campo de concentración de prisioneros en la base norteamericana de Guantanamo (Cuba).

Inmigrantes, refugiados, desplazados, marginales, prisioneros sin cargos, culpables sin delito, muertos en vida, como se puede apreciar en los reclusos de Abu Grahib o de Guantánamo. Ellos son la evidencia fehaciente de la nuda vida de que nos habla Agamben, personas despojadas tanto de la nacionalidad y la ciudadanía, como hasta de la “humanidad”, personas que llevan “vidas indignas de ser vividas” en quienes se ha consumado el paso no sólo a la infraclase, sino incluso a la infrahumanidad, como lo previera el gran escritor H. G. Wells en su novela de 1899, ‘Una historia de los tiempos venideros’, en la cual pronostica un tenebroso futuro en el que “poco más o menos, la sociedad estará dividida en tres clases: los grandes ricos que tendrán en sus manos el monopolio de todas las industrias y que habitarán los lugares superiores de los altos edificios, para estar más cerca de sus vehículos volantes y del aire puro; los empleados, funcionarios, médicos, hombres de leyes, clase intermedia que ocupará la parte central de esos edificios; y en el piso bajo -en una especie de submundo- los obreros -y demás excluidos sociales-, miserable población de siervos de fábricas y de canteras, alimentados y vestidos administrativamente” y convertidos en algo así como seres de otra especie, biológicamente diferentes ya a los de los niveles superiores.

Democracia, derechos humanos y decadencia de Occidente

Hemos llegado al reino pleno de la biopolítica moderna, a ese capitalismo hirsuto de la decadencia de Occidente, que aún persiste en cubrirse con la palabra “democracia”, así esta se haya convertido en un cascarón vacío, con ciudadanos que ostentan un extravagante individualismo de solapa, que oculta su apoliticismo, conformismo y acomodamiento; su falta e interés y el pragmatismo cínico de todas sus acciones. Completa expresión del fracaso de los tradicionales postulados democrático-liberales que decían sustentarse en la vigencia de una sociedad civil, ilustrada y participativa, con teorías y discursos incluyentes y hasta emancipatorios, como el de los derechos humanos universales e inalienables. En conclusión, hemos llegado, como lo expone Pedro García Olivo en su libro ‘El enigma de la docilidad’, al fascismo democrático, al demofascismo que constituye la apoteosis contemplativa y criminal a la vez, del desencanto y el cinismo. Fascismo de nuevo tipo que ya no reclama el entusiasmo ni la movilización total, que caracterizara a los fascismos anteriores. Ahora, masas de sujetos nominalmente “demócratas”, conviven extasiados dentro del pensamiento único, bajo convicciones de rebaño, movidos uniformemente por los medios de comunicación, con ausencia total de la crítica, de la oposición y de las diferencias.

Mas a pesar de todas las evidencias del fracaso, o quizás gracias a ellas, persisten los defensores a ultranza del sistema democrático. Aquellos que no cesan en la cantinela de que “la democracia es la menos mala de las formas de gobierno conocidas”, que insisten en darle validez y proyección. Pedro García Olivo los denuncia: “los valedores de Occidente (de su democracia, de su sistema económico, de su cultura…) Bell entre ellos, y Rorty, y Taylor, y Walter, y Raws, y Habermas, y Giddens, y Gray, etc. (…) guardaespaldas, todos, del pensamiento único… se aplican sin excepción a la universalización del liberalismo, a la globalización del ‘democratismo’; o, lo que es lo mismo, a la mundialización de una cultura y de un sistema que han fracasado…”.

Todos esos esfuerzos por salvar la civilización forjada por el capitalismo, incluida la lucha por imponer los derechos humanos en todo el mundo, constituye, por decir lo menos, un trabajo inútil frente al hundimiento e irreversible Ocaso de Occidente, a la inminente catástrofe que ya vivimos y que ha sido elaborada durante la modernidad por la, al parecer, insustituible ideología del progreso, por esa “dirección única” que llamara Walter Benjamin, impuesta a toda la humanidad mediante la fuerza de las armas, de los convencimientos ilustrados y del mercado.

La fatalidad del uniformismo y la homogeneidad decretada por Occidente para todos los seres humanos; esa perversa pérdida de toda pluralidad y el sometimiento a un destino manifiesto de progreso y armonía que caracterizaría el devenir histórico de la humanidad -tanto en la versión del capitalismo tardío, hoy mundializado, como en la del fracasado “socialismo real”– ha conducido, luego de la muerte de Dios, a la muerte del hombre, reducido, tras el falso optimismo de un “final feliz” -como fin de las ideologías, fin de la historia e imposición del “pensamiento único”– a una escatología redentorista representada en el imperativo global de unos derechos humanos insertos en una falsa concepción humanista; “no hay nada más repulsivo éticamente que la idea de que, detrás de una superficie de diferencias, todos compartimos el mismo núcleo de humanidad”. No vivimos en un mundo abstracto. Los derechos humanos, planteados como panacea universal, en un mundo cargado de miserias e inequidades, no dejan de ser una burla teórica por parte de los grupos hegemónicos.

Es evidente, de manera absoluta, que la realidad está en abierta contradicción con las promesas y expectativas establecidas por los derechos humanos. No nos encontramos al final de la utopía, ni el capitalismo global es el colofón de la historia, ni la democracia es el sueño a realizar. Tenemos que salir del simulacro del “orden” existente, de la “impostura liberal” y la falacia democrática que es capaz de aceptar la supresión de los “valores” que dice defender, desde una falsa concepción humanista. Romper el hechizo de la ideología del progreso como único sentido y, finalmente, entender la irrelevancia de todo lo “divino” -Dios, el Estado, la patria, la nación, la raza-. Tener conciencia de nuestras limitaciones y, sin perder la condición utópica, abrir nuevos horizontes de emancipación.

Tanto los derechos humanos como la democracia solo pueden ofrecer paradojas. A pesar de todo lo que hemos observado y analizado con respecto a su utilitarismo y manipulación, aun podemos ver en ellos armas de resistencia ante el poder de los Estados y mecanismos válidos de defensa de los individuos contra el uniformismo gregario. Esta paradoja, establecida en centro de los derechos humanos y de la noción de democracia, también nos moviliza y hace que su imposible concreción continúe dándole sentido a nuevos horizontes de utopía. Sin embargo, como lo ha dicho Slavoj Zizek: “La lucha democrática no debe ser fetichizada; es una de las formas de lucha, y su elección debería estar determinada por una evaluación estratégica global de las circunstancias, no por su valor intrínseco ostensiblemente superior… (porque) por otra parte, un auténtico acto de voluntad popular también puede ocurrir bajo la forma de una revolución violenta…”.

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