POR JUAN J. PAZ Y MIÑO CEPEDA
El colonialismo europeo de América aprovechó a España en casi todo el territorio continental, a Portugal en lo que hoy es Brasil, mientras el Caribe fue zona de disputa entre las potencias coloniales. En todo caso, luego de la independencia de los EE.UU. (1776), los procesos independentistas de América Latina y el Caribe entre 1804-1824 marcaron el fin histórico del colonialismo europeo en el continente, a pesar de que todavía quedaron pendientes algunos territorios (como Guayanas o Malvinas), así como Cuba y Puerto Rico, independizados en 1898. Por otra parte, si bien la colonización europea del África tenía una larga historia anterior, fue la Conferencia de Berlín de 1884 la que resolvió el reparto de este continente entre los imperialismos europeos de la época, bajo el supuesto de evitar conflictos entre ellos. Los beneficiarios fueron, en su orden: Francia, Reino Unido, Portugal, Alemania, Bélgica, Italia y España. En consecuencia, los procesos de independencia de casi todos los países, mejor identificados como descolonización del África, solo ocurren desde los años cincuenta del siglo XX y se extienden hasta la década de 1990. Varios de esos procesos fueron sangrientos.
La liberación de los países latinoamericanos, pese a la dependencia externa que sobrevino durante los siglos XIX (Inglaterra) y XX (EE.UU.), permitió construir Estados nacionales, avanzar políticas soberanas en distintos momentos y modernizar las economías con relativas autonomías. No ocurrió lo mismo en toda el África, porque su tardía liberación afectó el progreso general. En ambos continentes, la colonización europea marcó las condiciones del subdesarrollo, la dependencia y las profundas divisiones sociales internas en casi todos los países. Pero, igualmente, desde el nacimiento del “Tercer Mundo” a partir de la Conferencia de Bandung (Indonesia, 1955), que inauguró el Movimiento de Países No Alineados (MNOAL), tomó raíces un largo proceso de acumulación de fuerzas, voluntades, conciencias y políticas, que ha levantado a los países del Asia, África y América Latina para reclamar respeto a sus soberanías, su independencia y la autonomía, con el objetivo de edificar sus propios sistemas de economía y de regímenes políticos. También largamente fue un obstáculo la “Guerra Fría”, que maniqueamente dividió al mundo entre los que tienen “libertad” y “democracia”, frente a los de la “esclavitud comunista”. Una dualidad construida por los EE.UU. con la adhesión de las potencias capitalistas del occidente europeo, que durante décadas han justificado intervencionismos directos o indirectos sobre los países “subdesarrollados”, para imponer sus intereses.
La dualidad del mundo creada por la Guerra Fría se derrumbó con la caída del socialismo soviético y de Europa del Este. La globalización transnacional pareció triunfante para siempre. Pero el ascenso de China, Rusia, los BRICS y los países del “Tercer Mundo”, que se afirma como nunca antes desde inicios del siglo XXI, ha vuelto a alterar el mapa mundial. Hoy, las tradicionales potencias del occidente no pueden imponer, como lo hicieron en el pasado inmediato, su visión e intereses. Esta situación es fruto de un conjunto de procesos históricos contemporáneos, entre los que cabe resaltar: las experiencias del intervencionismo han acumulado crecientes rechazos y resistencias en los pueblos; el avance de la educación y el progreso tecnológico de las comunicaciones, siembran conciencia ciudadana, informaciones y conocimientos al alcance de todos, volviendo imposibles o difíciles los engaños; la modernización económica y el progreso material favorecen las decisiones autónomas, han ampliado las relaciones entre países y diversifican las “dependencias”; los mercados articulan nuevas relaciones; surgen movimientos sociales y fuerzas progresistas y democráticas (normalmente identificadas con las izquierdas), que apuestan por una sociedad diferente; también se constituyen gobiernos con proyectos destinados a fortalecer las soberanías; y en América Latina crece la identidad regional.
Bajo esas nuevas condiciones del desarrollo mundial, las viejas potencias coloniales se ven desafiadas. Apenas en la semana pasada, se acumularon inéditos acontecimientos: el presidente de Francia, Emmanuel Macrón, en viaje por cuatro países africanos (excolonias), sostuvo que disminuirá la presencia militar, cuestionando los acercamientos con Rusia y China; pero en la República Democrática del Congo, el presidente Félix Tshisekedi le encaró, reclamando que sea respetuoso y que “la forma como Europa nos trata tiene que cambiar”; al mismo tiempo que en África Occidental y Septentrional se multiplicaron las protestas callejeras contra Francia; y, de igual modo, en Namibia, el presidente Hage Gaeingob enrostró el embajador de Alemania por su reclamo sobre la mayor presencia de chinos que de alemanes en el país.
Con un atrevimiento singular, la congresista republicana María Elvira Salazar advirtió al gobierno argentino que si construyen aviones de caza chinos los EE.UU. no se quedarán de brazos cruzados ante este “pacto con el diablo” y que “hay dos mundos, el mundo libre y el mundo de los esclavos, espero que los argentinos se queden en el mundo libre”, amenazó, algo que han debido contestar los voceros de la casa de gobierno de Argentina. Con mayor audacia, los republicanos Lindsey Graham (Carolina del Sur ) y John Kennedy (Luisiana) han propuesto que el Ejecutivo norteamericano pueda autorizar el uso de la fuerza armada para intervenir en México contra el tráfico de drogas, a lo cual ha respondido el presidente Andrés Manuel López Obrador con palabras que representan el amplio sentir de los pueblos latinoamericanos, pues ha criticado la “manía” y “mala costumbre” de EE.UU. de “considerarse el gobierno del mundo”; añadiendo: “pero todavía es peor que quieran utilizar la fuerza militar para intervenir en la vida pública de otro país. O sea, invadir a otro país con la excusa de que van sobre narcotraficantes terroristas. Desde luego, es pura propaganda. Sin embargo, hay que estar rechazando todas esas pretensiones de intervencionismo”; y ha concluido afirmando: “México no es un protectorado de Estados Unidos ni una colonia de Estados Unidos. México es un país libre, independiente, soberano. No recibimos órdenes de nadie”. Las presiones para que América Latina tome posición en la guerra de Ucrania igualmente quieren definir la región a favor de los intereses del mundo occidental, mientras de lo que se trata en estas tierras es de que se preserve su estatus como zona de paz, sin definirse por ninguna de las potencias que actúan en un conflicto ajeno a los intereses soberanistas latinoamericanos, aunque la guerra ya ha merecido la condena regional.
Se advierte que existe un despegue, todavía lento, aunque históricamente imparable, de los países dependientes y que ha sido posible por la ruptura de la hegemonía de Occidente y la conformación de un mundo multipolar. En este naciente Mundus Novus del siglo XXI, los ideales de Bandung toman fuerza y merecen renovarse, lo cual crea condiciones para el acercamiento de América Latina a las otras naciones del Tercer Mundo, con el propósito de crear un frente geopolítico que también incida en los ámbitos internacionales, sobre la base de nuevas formas de integración política para la defensa de las soberanías, contra las intenciones de las potencias occidentales para dividir al mundo, una vez más, entre el supuesto bloque de la “democracia” y la diabólica esfera de las regiones del “autoritarismo”.
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