POR PATRICK MARTIN /
Hace veinte años, el 20 de marzo de 2003, el Gobierno estadounidense de George W. Bush inició uno de los mayores crímenes del siglo XXI, una guerra no provocada e ilegal contra Irak. Comenzó con un bombardeo saturado en el indefenso país para sembrar “conmoción y pavor”, aniquilando el grueso de sus Fuerzas Armadas y gran parte de su infraestructura social, incluyendo la eléctrica, hídrica, alimentaria y de producción de suministros médicos.
Esta operación criminal de guerra fue seguida por la invasión del devastado país a cargo de más de 130.000 tropas estadounidenses con las armas tecnológicamente más sofisticadas, aplastando lo poco que quedaba de la resistencia organizada iraquí y llegando a Bagdad en solo dos semanas. Tras otra semana de matanzas, las fuerzas estadounidenses capturaron la capital, sufriendo tan solo 34 bajas en esta batalla unilateral, comparado con miles y miles de iraquíes muertos.
Los métodos empleados por el Gobierno de Bush en Irak fueron totalmente criminales, en línea con toda la operación. La guerra comenzó con un ataque sorpresa: bombardeos con misiles de crucero contra los edificios gubernamentales donde se creía que estaba el mandatario iraquí Sadam Huseín, a fin de asesinarlo. Esto fue seguido por el uso de armas prohibidas por el derecho internacional, como bombas de fósforo blanco, que incendian ciudades enteras y causan quemaduras horrendas en humanos. Además, se estima que las fuerzas estadounidenses y británicas arrojaron 440.000 proyectiles de uranio empobrecido, que causan fuertes aumentos en las tasas de cáncer a largo plazo y producen horrendos defectos congénitos.
A lo largo de la guerra, las fuerzas estadounidenses emplearon las formas más horrendas de tortura, como lo revelaron las impactantes imágenes de la prisión de Abu Ghraib. La autorización para recurrir a la tortura fue elaborada por los abogados del Gobierno de Bush, quienes alegaron que el Presidente de EE.UU. tiene poderes prácticamente ilimitados como Comandante en jefe.
El resultado de la invasión, después de una ocupación de ocho años, es lo que se puede denominar un “sociocidio”, es decir, la destrucción deliberada de toda una sociedad. La conquista imperialista dejó uno de los países más avanzados de Oriente Próximo en condiciones barbáricas propias de la época medieval, en términos tanto económicos como políticos. Los gobernantes estadounidenses promovieron sistemáticamente las divisiones religiosas y azuzaron los conflictos sectarios entre musulmanes sunitas y chiitas, así como entre los musulmanes y las minorías religiosas. Su objetivo era prevenir cualquier resistencia unificada a la ocupación estadounidense.
Al emprender deliberadamente una guerra agresiva, el Gobierno estadounidense y sus líderes —incluyendo George W. Bush, Richard Cheney, Donald Rumsfeld, Condoleezza Rice y Colin Powell— fueron culpables de crímenes de guerra. Junto a aliados como el primer ministro británico Tony Blair y el expresidente español José María Aznar, violaron el principio fundamental establecido por el Tribunal de Nuremberg después de la Segunda Guerra Mundial, que halló que el crimen principal de los nazis, a partir del cual brotaron todos los demás crímenes, fue el lanzamiento de guerras no provocadas y agresivas.
Los medios de comunicación estadounidenses solo han prestado una atención superficial al aniversario de la guerra de Irak. Lo que se ha dicho pretende encubrir la colosal magnitud del crimen, y del papel que cumplieron los propios medios de comunicación.
El cinismo, como siempre, encontró su expresión más pérfida en las páginas del New York Times. Un análisis periodístico de Max Fisher bajo el titular “20 años después, persiste una pregunta sobre Irak: ¿Por qué invadió Estados Unidos?” trata los motivos de la Administración de Bush para lanzar la guerra como inciertos e incluso “fundamentalmente incomprensibles”, en palabras de un “erudito” entrevistado por Fisher.
El artículo del Times rechaza de plano la “teoría otrora prevaleciente: que Washington invadió para controlar los vastos recursos petrolíferos de Irak”, sin referirse al protagonismo de antiguos petroleros como el vicepresidente Cheney y el propio Bush en la toma de decisiones para la guerra. Y atribuye la mentira sistemática de que Sadam Huseín tenía “armas de destrucción masiva” a una forma de pensamiento de grupo, en la que “[una] masa crítica de altos funcionarios llegó a la mesa queriendo derrocar a Husein por sus propias razones, y luego se convencieron unos a otros para creer en la justificación más fácilmente disponible”.
El “análisis” del Times evita cuidadosamente cualquier discusión sobre el papel del propio periódico como uno de los principales promotores de la campaña sobre “armas de destrucción masiva”. Los informes escritos por Judith Miller y Michael Gordon, el más notorio de los cuales fue una exclusiva de primera plana de septiembre de 2002 bajo el titular “Estados Unidos dice que Husein intensifica la búsqueda de piezas para bombas atómicas”, repetían como loros las afirmaciones de altos funcionarios de la Administración de Bush, y fueron retomados por los medios corporativos en su conjunto. Los funcionarios de la Casa Blanca citaron entonces estos informes como “pruebas” contra Irak, que ellos mismos habían plantado.
Los motivos de la guerra no son “incomprensibles”. De hecho, ya habían sido descifrados desde el comienzo. Decenas de millones de personas en todo el mundo participaron en manifestaciones antes de la invasión, rechazando las mentiras del Gobierno y exigiendo “no sangre por petróleo”. Las manifestaciones fueron tan grandes que llevaron al New York Times a comentar que había “dos superpotencias”: Estados Unidos y “la opinión pública mundial”.
Acontecimiento que vivirá en la historia de la infamia
El 21 de marzo de 2003, al día siguiente del comienzo de la invasión, el portal web wsws.org, publicó una nota editorial en la que explicaba la naturaleza de la guerra:
La invasión no provocada e ilegal de Irak por parte de Estados Unidos es un acontecimiento que vivirá en la infamia. Los criminales políticos de Washington que han lanzado esta guerra, y los miserables sinvergüenzas de los medios de comunicación que se deleitan con el baño de sangre, han cubierto de vergüenza a este país. Cientos de millones de personas en todo el mundo sienten repulsión ante el espectáculo de una potencia militar brutal y desenfrenada pulverizando un país pequeño e indefenso. La invasión de Irak es una guerra imperialista en el sentido clásico del término: un vil acto de agresión que se ha emprendido en nombre de los intereses de los sectores más reaccionarios y depredadores de la oligarquía financiera y corporativa de Estados Unidos. Su propósito manifiesto e inmediato es el establecimiento del control sobre los vastos recursos petrolíferos de Irak y la transformación de ese país oprimido por tanto tiempo a un protectorado colonial estadounidense.
La guerra forma parte de una serie interminable de invasiones y ocupaciones iniciadas por EE.UU. durante y después de la disolución de la Unión Soviética, tanto bajo los demócratas como los republicanos. Esto incluye la primera guerra del golfo Pérsico (1990-91); el bombardeo de Serbia (1999); la invasión de Afganistán (2001); el bombardeo de Libia (2011) y la guerra civil en Siria respaldada por Estados Unidos (2011). Lejos de reflejar la fuerza del capitalismo estadounidense, el intento de la burguesía estadounidense de utilizar la fuerza militar para conquistar el mundo se debe a una crisis extrema. Como explicaba la declaración del WSWS:
Cualquiera que fuere el resultado de las etapas iniciales del conflicto que ha comenzado, el imperialismo estadounidense tiene una cita con el desastre. No puede conquistar el mundo. No puede volver a colocar grilletes coloniales a las masas de Oriente Próximo. No encontrará por medio de la guerra una solución viable a sus males internos. Más bien, las dificultades imprevistas y la creciente resistencia engendradas por la guerra intensificarán todas las contradicciones internas de la sociedad estadounidense.
El vigésimo aniversario de la guerra de Irak se recuerda ahora en medio de una escalada de la guerra de EE.UU. y la OTAN contra Rusia, que amenaza con convertirse en un conflicto bélico mucho más amplio en toda Europa y con involucrar el uso de armas nucleares por primera vez desde que la Administración de Truman llevó a cabo la incineración nuclear de Hiroshima y Nagasaki.
Si bien los antiguos críticos de clase media de la guerra de la Administración de Bush contra Irak se han convertido en los más fervientes defensores de la guerra contra Rusia, los intereses básicos que impulsan la política estadounidense siguen siendo los mismos. El imperialismo estadounidense, dirigido ahora por el Gobierno de Biden, instigó la guerra y está decidido a derrotar militarmente a Rusia, sin importar las consecuencias. Ante varias crisis simultáneas que fueron enormemente agravadas por la pandemia, la clase gobernante se está deslizando como por un tobogán hacia la catástrofe.
Los medios de comunicación que ayer promovieron las mentiras de las “armas de destrucción masiva” hoy venden la farsa de que el coronavirus se “filtró del laboratorio de Wuhan” para culpar a China por la pandemia, así como las afirmaciones de una “agresión rusa no provocada” y las ridículas acusaciones de atrocidades rusas propias de los nazis en Ucrania.
Las mentiras de 2023 son aún mayores y más descaradas que las de 2003. Veinte años después de la invasión de Irak, todos sus responsables siguen libres.
La prisión Abu Ghraib: los horrores de la invasión estadounidense en Irak
SPUTNIKNEWS /
Abu Ghraib es una prisión de la ciudad iraquí del mismo nombre, situada a 32 km al oeste de Bagdad. Según varios informes de los medios de comunicación occidentales, en este lugar se producían torturas masivas y ejecuciones de presos políticos del régimen gobernante. Sin embargo, no hay pruebas de que la prisión fuera política y no ordinaria. Este último hecho lo indica la amnistía masiva de presos comunes, que fueron liberados en 2002, justo antes de la invasión de Irak por las fuerzas de la Coalición Occidental.
Tampoco hay pruebas suficientes de ejecuciones masivas, ya que las investigaciones realizadas sobre fosas comunes en las inmediaciones de la prisión confirmaron el enterramiento de 993 presos en un momento dado. Según declaraciones occidentales, solo en 1984 fueron ejecutados en el centro de tortura de Sadam Huseín entre 4.000 y 12.000 condenados, y 1.500 en 1997.
Convertido en centro de torturas por la coalición internacional liderada por Washington
En 2003, tras la caída del régimen de Sadam Huseín, los estadounidenses se hicieron cargo de una prisión ya devastada. Su buena ubicación y su infraestructura hicieron de Abu Ghraib el principal centro de detención de prisioneros de guerra y presos políticos iraquíes.
La prisión fue compartida entre las Fuerzas de la Coalición y el Gobierno iraquí hasta agosto de 2006. La unidad, que estaba bajo el control total de las autoridades locales, cumplía las condenas de los delincuentes convictos. El resto de la prisión estaba bajo el control de las fuerzas estadounidenses y se utilizaba como base de operaciones avanzada e instalación penitenciaria.
Varias categorías de prisioneros fueron llevados a Abu Ghraib bajo el control de las fuerzas estadounidenses: miembros del partido Baaz gobernante durante el régimen de Sadam Huseín. Entre ellos, Tariq Aziz, exviceprimer ministro iraquí; personas sospechosas de actividades del partido Baath, antiguos militares y policías. Como el partido era popular, fueron a la cárcel desde profesores hasta comerciantes; personalidades religiosas, jeques tribales y líderes sociales acusados de apoyar al régimen. Uno de ellos fue el jeque tribal Karim Rashid Janabi, de la ciudad de Babilonia; sospechosos de estar implicado en atentados contra fuerzas militares estadounidenses. Podría haber sido cualquier transeúnte que se encontrara en las inmediaciones en el momento del ataque; los llamados rehenes, familiares o amigos de presuntos insurgentes para ejercer presión. Así, mujeres, ancianos, adolescentes y niños fueron encarcelados sin cargos; los detenidos por delitos y faltas penales. Tras la disolución del Ejército y el régimen policial, el país se sumió en el caos y la anarquía.
Así, durante la presencia estadounidense, Abu Ghraib se convirtió en un lugar de detención para amplios sectores de la población, predominantemente local, que fueron retenidos por motivos subjetivos y sospechas, en violación de los principios de “custodia y detención” de la Convención de Ginebra.
En la primavera y el verano de 2003, las organizaciones de derechos humanos que habían llegado a Irak con Estados Unidos empezaron a llamar la atención sobre el uso desproporcionado por parte de las fuerzas de ocupación contra los prisioneros de guerra y detenidos iraquíes.
En noviembre de 2003, Abdel Turki, el supervisor de los derechos humanos en la administración provisional iraquí nombrado por Estados Unidos, informó a Paul Bramer, jefe de la Administración Civil iraquí, de numerosos casos de tortura y malos tratos a detenidos en las cárceles iraquíes, incluida Abu Ghraib. Como Turki recordó más tarde, no hubo respuesta.
La noticia de lo que ocurría en Abu Ghraib se hizo viral y se difundió a gran velocidad. Una de ellas, en la primavera de 2004, estuvo a punto de provocar una revuelta popular a gran escala en Bagdad.
Todo empezó cuando una carta escrita por una de las prisioneras empezó a circular y se abrió camino fuera de la prisión. El mensaje era que las mujeres encarceladas en Abu Ghraib sufrían constantes abusos por parte de los estadounidenses y, en ocasiones, de prisioneros iraquíes leales, y que muchas de ellas acabaron embarazadas de sus agresores.
Una copia de la carta se distribuyó en mano y se pegó en las paredes. En una mezquita de Bagdad, la carta fue leída durante un sermón.
Como resultado, la resistencia popular contra la coalición se intensificó en Irak. Personas desarmadas apedrearon convoyes militares estadounidenses, gritaron consignas antiestadounidenses y atacaron vehículos militares. En algunas partes de Bagdad se produjeron emboscadas armadas.
Pero ese no fue el motivo de la investigación sobre los abusos a los presos de Abu Ghraib, sino la curiosidad del oficial de la Policía Militar estadounidense Joseph Darby, que en diciembre de 2003 pidió prestado un disco a su colega Charles Greiner para su propio uso. El CD, entre otras cosas, contenía pruebas espantosas de las torturas y los malos tratos infligidos a los prisioneros. Tres semanas después informó de ello a sus mandos.
El informe Taguba
El 13 de enero de 2004, fue abierta una investigación sobre los abusos cometidos por 17 militares. El comandante de las Fuerzas de la Coalición en Irak, Ricardo Sánchez, asignó al general de división Antonio Taguba la dirección de la investigación sobre la tortura en Abu Ghraib. El 23 de febrero de 2004, 17 militares, entre ellos un comandante de batallón, un comandante de compañía y 13 soldados rasos de la Policía militar, fueron suspendidos de sus funciones durante la investigación.
El 20 de marzo, un portavoz de las fuerzas de la coalición estadounidense declaró que las investigaciones preliminares habían dado lugar a cargos penales contra seis soldados. El 9 de abril comenzaron las vistas del caso. Todas las declaraciones oficiales de ese periodo no fueron un gran secreto, ya que la información se suavizó todo lo posible: se trataba de “abusos”, “abuso de poder” y “payasadas de individuos”.
Pero a principios o mediados de abril, la cadena de televisión CBS recibió una copia del informe Taguba, con todas las fotos. Las autoridades estadounidenses intentaron frenar a los reporteros para que no publicaran esta información, pero cuando se enteraron de que el famoso periodista Seymour Hersh estaba al corriente de lo que ocurría y se disponía a publicarlo en The New Yorker, tomaron la iniciativa.
El 28 de abril de 2004, la CBS emitió un reportaje sobre la investigación, acompañado de algunas fotografías de torturas a prisioneros, de las más inicuas, y el reportaje no tardó en aparecer en todos los medios de comunicación del mundo.
La información fue dada de forma muy suavizada, con referencias al informe Taguba, lo que estaba ocurriendo eran payasadas de sádicos y maltratadores individuales que, quién sabe cómo, fueron infiltrado en las fuerzas estadounidenses, y se trataba de un abuso aislado, no de una práctica sistemática. Se culpó a las autoridades penitenciarias y a la general de brigada Janice Karpinski por no educar a los guardias en los términos de la Convención de Ginebra relativos al trato de prisioneros de guerra y detenidos.
El sargento primero Ivan Frederick, los sargentos Javel Davies, Michelle Smith, Santos Cordona, Jeremy Sivits y Hermine Cruz fueron “designados” como organizadores directos de las torturas. Dos mujeres militares, Lindy Ingland y Sabrina Hartman, también se encontraban entre los participantes más activos. El sargento Charles Greiner fue reconocido como el líder oficioso.
Todos ellos procedían del campo estadounidense y tenían un bajo nivel educativo, por lo que eran apropiados para el papel de “extremistas”. Sobre todo porque no había ninguna duda sobre su culpabilidad: aparecían en las fotos del acoso.
En el proceso de conversación con Janice Karpinski quedó claro que en Abu Ghraib había un bloque separado 1A, encargado de la inteligencia militar, que realizaba interrogatorios a prisioneros especialmente importantes. Funcionarios de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y del Pentágono aparecían allí con regularidad y sus visitas no quedaban registradas en modo alguno. Karpinski llegó a afirmar que en la prisión había oficiales de los servicios de inteligencia de Israel, no obstante este hecho fue negado por el Ministerio de Defensa israelí.
En opinión de Karpinski, los oficiales de inteligencia estaban detrás de las torturas y ella y sus subordinados se hicieron los culpables. Los propios guardias afirmaron que cumplían órdenes de los servicios de inteligencia militar para obtener confesiones e información útil de los prisioneros.
Al mismo tiempo, las órdenes de la inteligencia militar sobre el trato y la tortura de los prisioneros solo se daban verbalmente y nunca por escrito. La aclaración definitiva a todas estas cuestiones vino de los artículos publicados en The New Yorker, por Seymour Hersh.
Hersh obtuvo información de sus fuentes de que lo que ocurrió en Abu Ghraib no fueron las payasadas de los guardias, que incumplieron su cargo oficial, sino el programa secreto especial del Pentágono, de nombre en clave Patina, dirigido a perseguir y exterminar a los terroristas de Al Qaeda, que ya se había puesto en marcha en Afganistán y Guantánamo. El secretario de Defensa estadounidense, David Rumsfeld, estaba a cargo del programa, y el entonces presidente de EE.UU., George W. Bush, no podía ignorar lo que estaba ocurriendo.
Según trascendió, la tortura sistemática comenzó en agosto de 2003, cuando el general de división Geoffrey Miller, director de Guantánamo, llegó a Bagdad, donde los interrogatorios con privación de sueño, la tortura con frío y la fijación en posturas incómodas eran práctica habitual. También convenció al mando militar estadounidense para que todas las prisiones dependieran de la inteligencia militar. Todo esto fue sancionado por una orden de Ricardo Sánchez.
Fue este programa, así como las recomendaciones de Miller, lo que se aplicó en Abu Ghraib, y de forma aún más dura que en Guantánamo. El programa también fue adaptado a las realidades de la región de Oriente Medio, de modo que el énfasis de la intimidación se puso en la sensibilidad de los árabes a la humillación sexual, especialmente en público. Se tomaban fotografías para chantajearlos aún más y coaccionarlos para que fueran informantes de las agencias de inteligencia estadounidenses.
Según los testimonios de varias prisioneras, los soldados estadounidenses las violaban, las montaban a caballo y las obligaban a buscar comida en los retretes de la prisión.
“Nos hacían andar a cuatro patas como perros y ladrando. Teníamos que ladrar como perros, y si no ladrabas te daban puñetazos en la cara sin piedad. Después nos metieron en las celdas, nos quitaron los colchones, derramaron agua por el suelo y nos hicieron dormir en esta bazofia sin quitarnos las capuchas de la cabeza”, expresaron los prisioneros.
A principios de mayo de 2004, los dirigentes de las Fuerzas Armadas estadounidenses admitieron que algunos de los métodos de tortura no se ajustaban al Tercer Convenio de Ginebra sobre el trato a los prisioneros de guerra y anunciaron su disposición a ofrecer disculpas públicamente.
Doce miembros de las Fuerzas Armadas estadounidenses fueron declarados culpables de cargos relacionados con los incidentes de Abu Ghraib. Fueron condenados a diversas penas de prisión. Ningún alto cargo del Pentágono fue declarado culpable.
El 9 de marzo de 2006, el mando militar estadounidense decidió cerrar la prisión. En agosto de 2006, todos los presos fueron trasladados de Abu Ghraib a otras prisiones de Irak, y el 2 de septiembre, la prisión pasó a manos del Gobierno iraquí.
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