Gramsci o la primacía de lo político

POR PETER D. THOMAS

Comenzaré por contarles a grandes rasgos lo que me motivó a escribir The Gramscian Moment (El momento gramsciano) [1], antes de pasar a exponer brevemente algunas de las tesis del libro, en particular las relacionadas con cuestiones de estrategia política y organizaciones políticas.

Gramsci es hoy uno de los teóricos más ampliamente conocidos de lo que podríamos llamar, de forma sintética, la «edad de oro» del marxismo. No estoy seguro de si conviene o no utilizar el término «marxismo clásico», pero en todo caso me refiero al marxismo que va desde sus primeros años hasta finales de la Segunda Internacional y los comienzos de la Tercera Internacional. Gramsci es uno de los autores que ha sobrevivido a la más reciente etapa de hostilidad y rechazo del marxismo en las universidades y en la cultura en general, sin duda más que Engels y probablemente incluso más que el propio Marx.

Antonio Gramsci (1891-1937).

Gramsci se enseña en cursos universitarios de muy diversas disciplinas, desde las humanidades hasta las ciencias sociales y la teoría política, pasando por la historia, la filosofía, la sociología, la antropología y la crítica literaria; es de esperar que para muchos jóvenes de hoy Gramsci sea uno de los primeros autores marxistas con los que se tropiecen. En esa recepción y esa reputación de Gramsci hay aspectos tanto positivos como negativos.

Una de las razones por las que Gramsci es tan ampliamente conocido hoy en día y ha sobrevivido por un largo periodo, a diferencia de muchos otros autores marxistas, estriba en una particular interpretación suya que se arraigó en la década de 1970 y que estuvo en particular asociada con los eurocomunistas y, más tarde, con ciertas tendencias que desembocaron en lo que podría llamarse la cultura del Nuevo Laborismo en Gran Bretaña y a escala internacional. De esa interpretación surgió una imagen harto polémica de Gramsci, basada concretamente en la idea de que el filósofo sardo representaba una ruptura con lo que podríamos llamar una cierta herencia leninista, o la herencia asociada con la Revolución de Octubre, y de que Gramsci, además, se había centrado en cuestiones relacionadas con la cultura, las ideas, la superestructura y había descuidado algunos de los temas —en particular la crítica de la economía política— que hasta entonces habían sido centrales para los teóricos marxistas.

Fue esa la imagen fundamental que se me transmitió en mis años de juventud, cuando todavía era yo un estudiante y comenzaba a leer a Gramsci. Sin embargo, a partir de mi propia lectura de Gramsci, y de observaciones de camaradas de mayor edad que recordaban épocas diferentes, tuve la sensación de que había algo que no se avenía del todo con esa imagen. Algo que no encajaba. Ello despertó en mí un gran interés por profundizar en el pensamiento de Gramsci. Lo cual me hizo emprender un largo camino de investigación en numerosas y diversas zonas del pensamiento de Gramsci, y eventualmente dio lugar a la publicación de The Gramscian Moment. Para resumir la tesis fundamental del libro, diría que, a mi juicio, tenemos que llegar a la conclusión de que Gramsci sigue siendo un pensador comprometido con una corriente particular que surgió de la Revolución de Octubre y que intentó reformular una versión muy elaborada del marxismo —tanto en términos de una teoría de la actividad política como en términos del marxismo en cuanto lo que podríamos llamar, tal como lo hace el propio Gramsci, una «concepción del mundo» más amplia. Este libro, en cierto sentido, se trazó el propósito fundamental de rebatir una imagen muy generalizada de Gramsci como representante de una ruptura con la tradición leninista o, al menos, con un elemento de cierta tradición leninista.

Uno de los componentes de mi investigación guarda relación con la aproximación crítica a algunas de las perspectivas presentadas en un importante e influyente artículo que Perry Anderson publicara en New Left Review en 1976 [2]. Según sostiene Anderson en ese artículo, la apropiación eurocomunista del pensamiento de Gramsci que se había producido en los años precedentes y que continuó hasta bien entrados los años 70 y 80 constituía una abjuración de su pensamiento, pero no estaba del todo injustificada si se partía de lo que se había podido encontrar de los Cuadernos que el pensador italiano escribió en prisión. Es decir, Anderson propuso la tesis de que Gramsci, durante el tiempo que permaneció en prisión y escribió su obra más conocida, Cuadernos de la cárcel, había emprendido un lento deslizamiento en el que las diversas dificultades a las que se veía sometido por su circunstancia lo habían llevado a olvidar algunas de las ideas fundamentales de Marx, Engels y Lenin sobre la naturaleza del poder del Estado, la naturaleza del Estado capitalista y las formas necesarias de organización política de un movimiento proletario. Cuando leí por primera vez el estudio de Anderson, ejercieron una fuerte impresión en mí la profundidad y la visión con que se abordaba el pensamiento de Gramsci.

La tesis de Anderson se apoyaba en el seguimiento de la trayectoria de una cierta transmutación en el pensamiento de Gramsci a lo largo de sus años de encarcelamiento, en particular en lo que se refiere al concepto de hegemonía. Anderson rastrea una transformación constante, para lo cual se basa en la lectura de la edición crítica de Cuadernos de la cárcel, que acababa de publicarse en 1975, según la cual Gramsci había olvidado la naturaleza del poder coercitivo de la burguesía y, en su lugar, había llegado a concebir la «hegemonía», planteada en sentido neutro, simplemente como una técnica de organización política que podían adoptar tanto la burguesía como la clase obrera, hegemonía que en realidad equivalía a un poder conceptual que en ningún sentido real era un poder político y que, en cambio, se daba en el nivel prepolítico de la sociedad civil.

Sin embargo, a medida que avanzaba en la lectura de los principales Cuadernos, comencé a darme cuenta de ciertas discrepancias relacionadas con la infraestructura filológica básica de la lectura que había hecho Anderson. Por ejemplo, la secuencia de textos que Anderson analizó parece seguir un orden cronológico. Pero cuando uno se adentra más en los Cuadernos y ve la forma en que Gramsci los había escrito, en condiciones muy difíciles, se da cuenta de que, de hecho, algunos de los textos que Anderson postulaba como posteriores eran anteriores a los iniciales que citaba. Por tanto, no se sostenía la propia secuencia del recuento que hacía Anderson. Se hacía necesaria, pues, otra forma de intentar comprender el proceso de elaboración del pensamiento de Gramsci y su progresión.

Cuando profundicé en los escritos de Gramsci anteriores a su encarcelamiento, en relación con su actividad en el Partido Comunista Italiano (PCI), se me hizo evidente que el período durante el cual había permanecido en la Unión Soviética y su asistencia al IV Congreso de la III Internacional [celebrado en Moscú en 1922] había sido decisivo para su desarrollo político, que progresó a lo largo de los años veinte y alcanzó una cierta consistencia en condiciones muy difíciles durante su reclusión carcelaria en los años treinta; lo que entonces estaba en juego, en lo fundamental, era la perspectiva del frente único.

Así, cuando Gramsci visita la Unión Soviética y asiste al IV Congreso de la III Internacional se encuentra con una concepción particular del frente único muy diferente de las diversas explicaciones que se dan del concepto. Esto le permite comprender la manera en la que una base política de masas se convierte en requisito para cualquier movimiento revolucionario genuino en Occidente. Asimismo, comencé a percatarme de que la forma en que se había presentado a Gramsci como «marxista occidental», en ruptura con la tradición leninista, de hecho no se reflejaba en sus propios textos. Muchos de los temas que aparecían en Cuadernos de la cárcel podían encontrarse en los análisis que habían hecho Lenin y Trotsky. Por tanto, intenté pensar la teoría de Gramsci no como una respuesta supuestamente «occidental» a un marxismo «oriental» o «clásico», sino más bien como el intento de traducir —término que emplea el propio Gramsci, quien inicialmente se había formado como lingüista en la universidad— algunos de los avances teóricos que había encontrado en la política práctica del período posrevolucionario en la Unión Soviética. Gramsci se había propuesto, en primer lugar, traducir esos avances en un principio que permitiera entender el ascenso de la hegemonía burguesa y, en segundo lugar, intentar pensar algunos de los principios de acción política que había encontrado en Lenin y que podría desarrollar en una teoría y una práctica de lo que en mi libro llamo «hegemonía proletaria».

Esto nos lleva también a una larga reflexión sobre el estatus del marxismo en relación con la filosofía. Puede que esa reflexión no se centre en cuestiones políticas, pero creo que, en términos del pensamiento de Gramsci, es importante destacar ese elemento. Y esa reflexión está muy estrechamente relacionada con la forma en que Gramsci elabora el concepto de hegemonía. Para él, la filosofía no se ocupaba de cuestiones técnicas concretas; la tradición que había heredado del marxismo italiano —y de filósofos burgueses italianos como Benedetto Croce— hacía que estuviera muy preocupado por la filosofía práctica en cuanto concepción del mundo; esto, en términos marxistas, de una ideología. Pero no como una ilusión, sino como un sistema de ideas que se utilizan y organizan para conseguir determinados efectos prácticos.

La filosofía de la praxis

Gramsci llega así a convencerse, durante sus años en prisión, de la necesidad de elaborar el marxismo como filosofía de la praxis. No era una expresión que utilizara simplemente como una clave secreta para escapar a la censura; Gramsci tenía razones de fondo para hacerlo. Estaba convencido de que una de las formas en que la burguesía había podido establecer su dominio había sido por medio de un proceso preeminentemente filosófico en que se producía una separación continua entre organización y asociación; es decir, la organización, desde arriba, por parte de una clase muy restringida, y, desde abajo, la asociación por las masas. Gramsci cree que, para hacer frente a ese tipo de escisión en la cultura —que se produce a escala mundial y es resultado de la exigencia innata del capitalismo de una escisión entre quienes gestionan y se apropian y quienes trabajan y se asocian—, era necesario cuestionar la concepción subyacente de la filosofía y el pensamiento humano con una filosofía de la praxis. Con ello se hacía hincapié en que la filosofía y las ideas —instancias de organización, si se quiere; formas lingüísticas conceptuales muy complejas— necesitan ser entendidas, ellas mismas, como actividades prácticas. No tenemos metafísica por un lado y, por otro, el hosco terreno terrenal que yace debajo, al que la teología conferiría su verdad. Por el contrario, tenemos que ser rigurosamente seculares y hacer que la verdad toque el suelo y plantear la verdad misma como elemento práctico en la organización de las relaciones sociales. Lo que constituye una forma muy directa de atacar precisamente la división del trabajo que está organizada como relación de clase en el proceso de producción.

Gramsci elabora esa concepción del marxismo para combatir lo que considera posibles deformaciones burocráticas en el desarrollo del marxismo a lo largo de su historia y, en particular, en la época en que escribe. Y, luego, integra esa concepción en su análisis de las diferentes formas de hegemonía. Para Gramsci la hegemonía burguesa se ocupa fundamentalmente de organizar capas de consentimiento particularmente coercitivas. No habla del consentimiento que se extrae coercitivamente de lo que llama las «capas populares» de la sociedad, si se quiere, la gente común, la clase obrera. Esto se hace precisamente para pacificarlas.

En sus reflexiones, Gramsci establece un vínculo muy estrecho entre esas consideraciones y la crítica de la economía política. Ello implica tanto una discusión histórica —en particular un debate sobre varios elementos del legado de David Ricardo que Gramsci sostiene con su amigo Piero Sraffa [3]— cuanto una atención muy estrecha a algunos de los debates sobre la teoría política y económica de Marx que tenían lugar en ese momento. También se preocupa mucho por dilucidar lo que sería una auténtica hegemonía proletaria. Ciertos indicadores y señales de Cuadernos de la cárcel son difíciles de descifrar. No es tanto que estemos sujetos a la autocensura del propio Gramsci o la censura de un censor externo —de hecho, Gramsci no hacía frente a tantas restricciones en cuanto a lo que podía escribir en la cárcel—, cuanto que estamos sujetos a la naturaleza de esos escritos, que son notas suyas que tiene la esperanza de poder elaborar más tarde. Su salud no se lo permitió; murió poco después de salir de la cárcel.

Y así no llegó nunca a tener la oportunidad de transformar sus notas en un estudio más completo. Sin embargo, si se las mira de cerca, se podrán ver en ellas indicios de cómo esas ideas comienzan a vincularse con las experiencias que había extraído del IV Congreso de la Internacional Comunista.

Una partida en el tablero político entre Gramsci y Lenin.

Gramsci parece haber comprendido que la palabra «hegemonía» había sufrido una transformación desde la situación prerrevolucionaria, en que había sido elaborada por Lenin en particular para indicar la posición dirigente de la clase obrera industrial en relación con el campesinado. Esa relación había resultado decisiva para el éxito de la revolución en la Unión Soviética, antes de adquirir un rostro muy diferente en el período de la Nueva Política Económica (NEP), cuando asumió formas muy complicadas. Gramsci cree que la política cultural de Lenin en la época de la NEP es de gran interés para concebir una base de masas de un frente único, que pudiera aglutinar —desde la base— no sólo a las clases explotadas sino también a las clases oprimidas; las «capas populares», todos aquellos que no eran capitalistas ni explotadores ni aristócratas.

Lo que Gramsci ve en particular en todo esto es el intento de aquel a quien podríamos llamar el «último» Lenin de desarrollar una cultura política en la que la participación fuera una posibilidad al alcance de todos en la sociedad, dentro de los muy severos límites que habían impuesto los años de la guerra civil. El apoyo de Lenin a los programas de alfabetización después de la guerra civil yace hoy trágicamente olvidado, pero fue una de sus principales preocupaciones precisamente por razones políticas, es decir, para posibilitar una base de masas de la participación en la reconstrucción posterior a la guerra civil. También se trataba de desarrollar una conciencia política para lo que quedaba de la clase obrera industrial sobre la necesidad de proporcionar un liderazgo genuino a la sociedad que permitiera a las masas anteriormente excluidas de la vida pública participar activamente en los procesos de adopción de decisiones.

Gramsci lo entiende como una forma de hegemonía «activa». No es simplemente coercitiva, en el sentido de extraer de la gente su consentimiento, sino que se gana el apoyo activo de la gente y, al hacerlo, hace que ésta se vuelva más activa. Hay un cierto elemento dinamizador en lo que Gramsci plantea como una posible dimensión de la hegemonía proletaria.

El partido político como espacio para desarrollar una nueva civilización de valores

Otro de los elementos en los que desemboca todo esto es algo que también va en contra de una de las imágenes más dominantes de Gramsci. Y es el hecho de que todas sus investigaciones partan de una preocupación por las formas de organización política. A medida que elabora su pensamiento, y se vuelve en sus estudios hacia el examen de la naturaleza muy radical de la teoría política de Maquiavelo, comienza a elaborar la noción del «moderno príncipe». Según algunos, la de «moderno príncipe» simplemente se convierte en la expresión en clave de que se vale Gramsci para referirse al «partido político», cualquiera sea la manera en que se entienda este último.

Pero en el contexto de lo que Gramsci está intentando hacer, y si tomamos en consideración la forma en que procura restablecer el nexo con el nivel de pedagogía democrática de la teoría política de Lenin tanto antes de la Revolución Rusa como también, en circunstancias muy difíciles, en el período posterior a la guerra civil, podemos ver que el «moderno príncipe» para Gramsci no es simplemente un eufemismo para referirse a los partidos políticos realmente existentes, sino que se convierte en su propuesta concreta sobre el tipo de partido político que sería necesario para continuar lo que podríamos llamar el desafío lanzado por Lenin.

El «moderno príncipe» se convierte en el elemento central de su pensamiento, y no podemos presentar una imagen de Gramsci —quien básicamente fue asesinado por los fascistas por su condición de líder de una organización de la clase obrera— como si de alguna manera representara una ruptura con las formas de organización política y derivara hacia una vaga crítica cultural o pre-cultural o simplemente disidente.

“El nuevo principe” de Gramsci, concepción tomada de Maquiavelo para analizar el rol del partido político.

Gramsci ve la figura del «moderno príncipe» como el tipo de organización que propiciaría los debates necesarios, los puntos de desacuerdo, la composición de alianzas y nuevas perspectivas, un proceso continuo, por así decirlo, de autoeducación, de personas comprometidas en formas de organizarse a sí mismas en lugar de ser organizadas por otros. Hay una ruptura con una concepción burocrática, a la que el propio Gramsci había sido susceptible, y su intento de pensar el modo en que el partido político de su época podría concebirse no como un instrumento de control o mando burocrático, sino como un espacio o lugar en el que se desarrolla una nueva civilización de valores. Para Gramsci, ello significa una actividad concreta de organización en diferentes formas.

Esto va mucho más allá del tipo de cosas a las que se ha reducido la política en nuestra propia época, en gran parte debido a la falta de la base de masas necesaria para hacer que esas ideas tengan una fuerza real en un sentido concreto. De lo que nos habla Gramsci es de desarrollar toda una infraestructura de relaciones sociales que preparara el camino de la autoeducación de las clases trabajadoras para participar activamente en la vida política.

En última instancia, en contra de la imagen que recibí cuando joven, en mi época de estudiante, de un Gramsci que se habría alejado de un marxismo directamente político, necesitamos reafirmar que la profundización de una concepción de la política y de la organización política —y su vinculación con una crítica marxista de la economía política— ocupa absoluta y permanentemente el centro del proyecto de Gramsci a lo largo de todo su trayecto. El mayor legado que nos deja es su intento de concebir el modo en que la organización política es, en su forma misma, una actividad teórica y en que la teoría es a su vez una forma de organización política. Es firme la línea roja del énfasis que hace Gramsci en la primacía de la política a lo largo de todo su pensamiento; énfasis que en ningún momento equivale a negar los principios fundamentales de la concepción materialista de la historia.

Lo que hay en Gramsci es un intento de repensar las formas concretas en que la concepción materialista de la historia y la crítica de la economía política pueden pasar de ser coto privado de pequeños grupos de personas a convertirse en la base de una auténtica cultura y civilización de masas.

Por eso, para mí, Gramsci sigue siendo un punto de conexión con el pasado de la tradición marxista, así como un punto fundamental para intentar reorganizar y recomponer un marxismo que pueda adoptar esa posición y que pueda florecer y crecer como una auténtica cultura de toda la sociedad.

Notas

[1] Cf. Peter D. Thomas, The Gramscian Moment. Philosophy, Hegemony and Marxism, Leiden & Boston, Brill, 2009 (Historical Materialism Book Series, vol. 24).

[2] Cf. Perry Anderson, «The Antinomies of Antonio Gramsci»New Left Review, I/100, noviembre-diciembre de 1976. Véase en español, en forma de libro, Perry Anderson, Las antinomias de Antonio Gramsci. Estado y revolución en Occidente, Barcelona, Fontamara, 1981.

[3] Piero Sraffa (1898-1983). Economista italiano, autor de Producción de mercancías por medio de mercancías. Preludio a una crítica de la teoría económica (trad. Luis Ángel Rojo Duque), Barcelona, Oikos-Tau, 1966. Gramsci y Sraffa se conocieron en la Universidad de Turín y a partir de entonces forjaron una estrecha amistad. Durante el encarcelamiento de Gramsci, Sraffa le hizo llegar libros y le proporcionó bolígrafos y papel con los que Gramsci escribiría sus Cuadernos de la cárcel. Las gestiones personales de Sraffa fueron decisivas para que las autoridades fascistas le entregaran los cuadernos de Gramsci tras la muerte de éste en 1937. Para más detalles sobre las relaciones entre Gramsci y Sraffa, véase el capítulo Los Cuadernos de la cárcel de la obra de Antonio A. Santucci Antonio Gramsci, traducida del italiano por Graziella di Mauro y Salvador Engel-Di Mauro y prologada por Eric Hobsbawn para Monthly Review Press (Nueva York, 2010).

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