«Occidente» y el «orden basado en reglas»: errores y horrores

POR JORGE CASALS LLANO /

Los entrecomillados del título tienen la intención de llamar la atención sobre los sofismas en ellos intrínsecos, razonamientos incorrectos, errores convertidos en correctos y creíbles por la repetición de mentiras justificativas de acciones en defensa de intereses ilegítimos.

El primero es el llamado «Occidente», término geográfico que el imperio «americano» (otro sofisma, América como sinónimo que EE.UU. asumió para presentarse a sí mismo). La diferente acepción del término había aparecido ya en el siglo XVI, como referencia a la zona occidental de Eurasia y, por extensión, a las zonas que habían sido colonizadas por ella, y a las que impuso (sic) su cultura.

Convenientemente, iniciada la llamada Guerra Fría, Occidente se identificó con EE.UU., sus países subordinados y dependientes, y el capitalismo, en contraposición a la URSS y al comunismo.

Hoy Occidente trata de presentarse como paladín de la lucha por la democracia y contra el autoritarismo, para lo que, al propio tiempo, presenta como autoritario todo aquello que difiera de la llamada democracia representativa, a imagen y semejanza de ellos mismos, obviando consecuentemente la ruina que ha causado al resto del mundo con sus conquistas, asaltos, sanciones y depredaciones.

El segundo de los sofismas es el orden basado en reglas que, paradójicamente, no son las universalmente aceptadas por el derecho internacional ni las convenidas y reconocidas por la ONU (a menos que estas sean truculentamente reinterpretadas), sino aquellas que se deciden por nuestro ya conocido «Occidente».

Y aunque no son pocos los estudiosos del tema que consideran en realidad que el tal orden debe titularse «orden internacional liberal liderado por EE.UU.», no son menos los que consideran que del referido título habría que retirarle lo de liberal, pues no lo es el proteccionismo trumpista de “Hacer América grande” nuevamente,  ni el bidenista “Compre americano”, como tampoco las «sanciones» que EE.UU., desde siempre, ha utilizado contra aquellos que no siguen sus reglas (con o sin la anuencia de la ONU, desde antes y después de la existencia de esta), y que incluyen desde invasiones y guerras hasta –ya con suficiente poder– la utilización de su moneda nacional como arma de guerra, aprovechando su condición de divisa más utilizada. Ahí están los bloqueos, como el que soporta Cuba hace más de 60 años, así como Venezuela, Irán, Rusia y China, e incluidos algunos de sus socios occidentales.

La lista es larga y la conclusión única: el «orden sujeto a reglas» es el orden –basado en el autoproclamado «excepcionalismo americano»– que le ha permitido a «América» dictar las reglas, sus reglas, y hacerlas cumplir.

Que el resto de «Occidente» acepte tales reglas, aun cuando le perjudique, es resultado del entramado de la corporatocracia global y de la certeza de que el capital no tiene patria, solo intereses, y que, como enseña la experiencia y señalara Marx, es capaz de saltar por encima de todas las leyes humanas. Si «el tumulto y las riñas suponen ganancia», allí estará, encizañándolas.

Resulta difícil establecer la fecha exacta en la que EE.UU. comenzó a imponer «su orden» (ahora titulado «basado en reglas», en el que se hace acompañar por Estados vasallos y siervos), pero bien pudiera ubicarse en los inicios de los años 1800, con la conquista del oeste y el despojo de las tierras de los pueblos originarios, que siguiera en 1836 con el Remember the Alamo, y que terminaría con la conversión de Texas en un estado más de la Unión. A finales de aquel siglo, también está la farsa de la voladura del acorazado Maine en Cuba, y ya en la siguiente centuria (¿Pearl Harbor?) con el «incidente del golfo de Tonkin», en Vietnam.

Al dar un salto en el tiempo para actualizar la evolución de este susodicho «orden», podemos recomenzar en 1983 y retomar el Informe presentado por Fidel Castro a la VII Cumbre de los Países No Alineados, en el que alertara: «El mundo atraviesa por una de las peores crisis económicas de su historia. Originada en las principales potencias capitalistas, esta crisis ha afectado con brutal severidad a los países subdesarrollados, que experimentan ahora el más grave deterioro económico de toda la posguerra».

De esa crisis logró salir temporalmente Occidente, aunque no el resto del mundo, cuyos problemas se agudizaron, dejando pendiente el establecimiento del Nuevo Orden Económico Internacional (NOEI), que hubiera supuesto un cambio radical en el funcionamiento de la economía mundial, a fin de que no se perpetuara la situación de pobreza y miseria generada por el viejo orden, todavía en funciones.

Fue el viejo orden el que condujo al mundo a lo que el nada marxista Joseph Stiglitz, galardonado con el mal llamado Premio Nobel de Economía, definió en su libro Los felices 90. La semilla de la destrucción, y en una obra posterior, El precio de la desigualdad: la globalización y su progenitor teórico, el neoliberalismo, a la vez que potenciaban la capacidad productiva del trabajo, creaban las bases para el surgimiento de nuevas crisis, pues la concentración de la riqueza en cada vez menos manos hacía insostenible el más adecuado funcionamiento de la economía.

Lo anterior quedó fehacientemente demostrado en la crisis de 2008. Los gurúes del «orden basado en reglas» no fueron capaces de entenderlo. Hicieron más de lo mismo y, como no podía ser de otra manera, agudizaron todavía más la crisis, haciéndola sistémica.

Así pasó porque la concentración de la riqueza, al reducir el número de consumidores, reduce el consumo de bienes, y con ello la necesidad de producirlos. Entonces la tasa de ganancia en la esfera de la producción baja (por cierto, también estimula la innovación y la reducción de costos y/o la migración de capital en la búsqueda de menores salarios que aumenten la tasa de ganancia).

Esto mueve el capital hacia la esfera financiera, a la vez que concentra el crecimiento –con amplia participación del capital transnacional, en procura de ganancias extraordinarias proporcionadas por el significativo diferencial de los costos– hacia donde es más barato producir: los países del llamado Sur global y la región Asia-Pacífico.

Así se convirtió esta última en lo que es hoy, la «fábrica del mundo», lo que contribuyó, además, a la pérdida de hegemonía de Occidente, por el desplazamiento de la economía real y, por tanto, del eje geopolítico global hacia el Oriente (este sí) geográfico.

Lo anterior convirtió en necesidad –para la preservación del sistema– tomar acciones drásticas que siguen formando parte del arsenal para mantener el «orden basado en reglas»: ¿las Torres Gemelas, en 2001?; la guerra en Irak, en 2003, bajo el pretexto de inexistentes «armas de destrucción masiva»; la guerra de la OTAN en Yugoslavia, entre 1999 y 2001; el fomento del caos y las intervenciones en Libia, entre 2011 y 2022; en Siria, en 2011…

Pueden sumarse, más recientemente, la expansión de la OTAN y el cerco a Rusia; las provocaciones a China, con el reconocimiento de facto de la independencia de Taiwán, a pesar de los compromisos previos; la concertación de nuevos pactos militares como el Quad (en 2007, entre EE.UU., Japón, Australia y la India), el Aukus (en 2021, entre Australia, Reino Unido y EE.UU.), el Five Eyes (en 2022, entre Australia, Canadá, Nueva Zelanda, Reino Unido y EE.UU.), y los cientos de bases estadounidenses en más de 40 países.

Esto ha entrañado, por supuesto, un descomunal aumento de los gastos militares, principalmente de EE.UU., pero también del resto de los países que forman Occidente, y se presiona a los que lo integran, a incrementar los suyos.

Las tensiones internacionales, especialmente la guerra en Europa, aunque también en la región Indo-Pacífico, provocaron un aumento de los gastos militares, que ya el pasado año superaron los dos billones (millones de millones) de dólares estadounidenses. De ellos, 877 mil millones, el 39 %, correspondió a EE.UU., según datos publicados recientemente por el Stockholm International Peace Research Institute.

Lo anterior es en sí mismo una locura, en tanto acerca cada vez más al mundo a una guerra que, de iniciarse, tendría grandes posibilidades de convertirse en nuclear, y hacer regresar a los sobrevivientes a la edad de piedra. La racionalidad indica que esos recursos que se despilfarran en armamentos deberían ser empleados para hacer al mundo más igualitario, eliminar las escandalosas diferencias entre países pobres y ricos, y materializar los objetivos de desarrollo sostenible.

Aquellos montos alcanzarían para hacer que los más de cien millones de personas que huyen actualmente para salvar sus vidas de las guerras y de los desastres, dejen de hacerlo; que dejen de tener necesidades humanitarias los 350 millones que las padecen, según la ONU; que tengan acceso a la electricidad más de 600 millones de africanos; que los países «en desarrollo» sean eximidos de pagar las deudas que no pueden saldar, y que todos los ciudadanos de los países pobres, y los pobres de los países ricos,  tengan acceso a vacunas y a otros medicamentos.

No hay un solo dato que demuestre que Occidente esté interesado –y sea capaz– de entablar negociaciones para reducir las tensiones globales actuales y desarrollar una economía también global e igualitaria. No hay un solo atisbo que demuestre que está interesado en abandonar su «orden basado en reglas».

Y eso es malo, muy malo, también para Occidente.

@CasalsLlano

Granma

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