POR MACIEK WISNIEWSKI
Frente a dos interpretaciones economicistas dominantes que históricamente desde el marxismo trataban de explicar el auge del fascismo a través del subdesarrollo o la sobremaduración capitalista, hay también una tercera posición y explicación política, la de Antonio Gramsci.
Los escritos de Gramsci han sido muy distintivos en medio de los debates marxistas sobre el tema en la época de entreguerras. Mientras las explicaciones dominantes vinculaban su auge con alguna fase específica en el desarrollo del capitalismo, Gramsci sugirió que éste fue el resultado de una crisis política particular producida por la debilidad hegemónica del bloque de poder en el contexto del desarrollo rápido de la sociedad civil. Al vincular el auge del fascismo con la hegemonía y la sociedad civil en vez de las etapas del desarrollo capitalista, liberó del economicismo el análisis marxista del fascismo.
Al mismo tiempo lo liberó del marco revolución/reacción, comprendiendo que para Italia y Alemania el fascismo representaba una versión tardía y terriblemente distorsionada de la Revolución francesa, en la que el elemento modernizador fue fusionado con el imperialismo y el anticomunismo.
Esta teoría política gramsciana del fascismo es la columna vertebral del enfoque de Dylan Riley en su The Civic Foundations of Fascism in Europe: Italy, Spain and Romania 1870-1945 (2019). Allí, el hecho de leer a de Tocqueville –y su tesis sobre la importancia del desarrollo de la sociedad civil para la democracia– a través de Gramsci le permite notar que los resultados del desarrollo de la sociedad civil, más que ser directos como insisten sus romantizadores, dependen de la presencia o ausencia de la política hegemónica.
Para Gramsci, la sociedad civil y la hegemonía pueden desarrollarse en conjunto, pero también puede ser que no. Así, la sociedad civil puede florecer en un contexto de falta de hegemonía de las élites, como precisamente ocurrió en los años 20 y 30, provocando una crisis orgánica en la que la rápidamente desarrollada sociedad civil rebasó a las élites y sus partidos tradicionales. Fue esta crisis política de representación y de la hegemonía en las democracias liberales la que abrió el camino al fascismo (mientras, al mismo tiempo, el movimiento contrahegemónico –la izquierda socialista– fracasó).
Como subraya Riley, el fascismo que venía cuestionando la propia noción de la política era particularmente equipado para explotar una crisis así. Su solución a la debilidad hegemónica era la creación de las democracias autoritarias (sic) que alegaban representar al pueblo, pero ya sin las instituciones democráticas y establecer el Estado representativo, pero ya sin política. Así, desde la perspectiva gramsciana, el fascismo, más que resultado de una fase particular en el desarrollo del capitalismo, es resultado de una crisis política provocada por el desarrollo desigual y combinado de la sociedad civil y la hegemonía (Riley, 2019, p. 12-18).
¿Qué significa esto para nuestro entendimiento de la extrema derecha contemporánea? Testearla a través del modelo gramsciano –tal como hace el propio Riley respecto del trumpismo (p. xxii-xxxii)– permite ver que no toda derecha autoritaria tiene que ser necesariamente fascista, mismo punto al que llegó, por ejemplo, en su propio análisis Nicos Poulantzas hace unas décadas.
Para Poulantzas, quien igual que Gramsci desarrolló una original, aunque no sin puntos ciegos, interpretación política del fascismo, éste era sólo una de las coyunturas posibles de la etapa imperialista del capitalismo. Buscando distinguir el fascismo de otras formas del estado de excepción (para él ni la brutal dictadura griega ni las dictaduras latinoamericanas eran fascistas), rechazó tanto el enfoque liberal que lo presenta como una anomalía, como el determinismo económico marxista, que lo ve, por ejemplo, como una necesidad constante del gran capital en tiempos de crisis.
En cambio, el auge del fascismo, asegura, es resultado de una agudización de las contradicciones internas entre las clases dominantes y una crisis de hegemonía en la que ninguna clase es capaz de ejercerla sea a través del Estado democrático o por medio de la violencia. Así, el potencial para el fascismo existe en todos los estados capitalistas, pero su realización no es inevitable y depende de la luchas de clases (Fascism and Dictatorship: The Third International and the Problem of Fascism, 1979).
En este sentido, para Riley, quien escribió también una excelente Introducción a la nueva edición del estudio poulantziano, la caracterización de Trump y la demás extrema derecha como fascista es errónea, tanto analítica como políticamente. Los usos fáciles del fascismo oscurecen las verdaderas anatomías de estos movimientos (el bonapartismo y neopatrimonialismo son más adecuados), conduciendo a la política histérica del “mal menor (lesser Evilism), con tal de, como en caso de Estados Unidos, apoyar a quienquiera que emerja del Partido Demócrata.
El reciente anuncio de Joe Biden de querer relegirse (el mismo que habló en algún momento de semifascismo de Trump) significa la inminente reactivación del alarma F, sobre todo desde el centro liberal-conservador, pero también desde algunos sectores marxistas que siguen interpretando el fascismo no como fruto de una crisis política (Gramsci, Poulantzas, Riley), sino por ejemplo, como herramienta del capitalismo monopólico.
La Jornada, México.
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