POR LUCIANA CADAHIA
Me voy a permitir hacer una reflexión gramsciana sobre lo que está pasando en Chile, explorando algunas intuiciones desde mi lugar de latinoamericana. Esa Patria Grande que no hemos dejado de cultivar durante nuestros 200 años de vida republicana.
Creo, sinceramente, que existe una profunda desconexión en el alma chilena. Y por alma me refiero al ethos que cultiva y da forma a los lazos sociales.
En las últimas dos semanas Chile ha recibido dos grandes noticias (que incluye a la región entera): la nacionalización del litio y el límite de las 40 horas laborales. Soberanía energética y tiempo libre para su pueblo que pasó completamente desapercibido. Le devolvieron esas decisiones soberanas con un voto para la extrema derecha.
La intelectualidad de turno, salvo contadas excepciones, actúa como un alma bella (o lúcido desencantado): ansía que el gobierno fracase porque no está a la altura de sus marcos teóricos. Y el pueblo, una especie de fantasma que instrumentaliza para la academia metropolitana, es proyectado como un futuro derrideano. Una especie de consuelo metafísico para no hacerse cargo del drama del presente.
El Gobierno de Boric, tras las dos grandes derrotas, quedó completamente aislado. Gobierna puertas adentros y oscila entre un lenguaje conservador con tintes xenófobos y una posición tecnocrática desafectada (a pesar de que muchas medidas son justas y progresistas). Tiene, si se me permite, un problema de identidad (que no es otra cosa que un reflejo mucho más profundo de la identidad política en Chile).
Y esta oscilación se refleja en la conducta electoral. Primero el pueblo vota por unos constituyentes de izquierda con posiciones, en algunos casos, desdeñosa de la democracia representativa. Luego, rechaza el proyecto de Constitución que surgió de los mismos constituyentes. Para el día domingo 7 de mayo, elegir constituyentes de extrema derecha y derecha poco moderada que refleja el ethos pinochetista de la Constitución que, supuestamente, quieren reemplazar.
Como diría Antonio Gramsci: “lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer”. Las oligarquías chilenas, como dijo el filósofo español José Luis Villacañas hace poco en una conferencia en la Universidad Católica, mataron el ethos popular chileno (muy parecido a España). Hicieron un trabajo de ingeniería social muy sofisticado: moldearon el alma del país.
En las últimas dos elecciones en las que se estrenó el voto obligatorio se impone la extrema derecha en Chile. Hace falta bajarle a la romantización del pueblo y empezar a pensar la pedagogía en todos los frentes (política, cultura, educación, academia y un largo etc.). De lo contrario, en breve, tendremos a los fascistas gobernando el país.
Es dramático que el ala pinochetista del país se haya quedado con la sartén por el mango para crear la nueva Constitución que, se supone, debería fundar un nuevo pacto social. Este giro constituyente toma distancia de los procesos anteriores que arrancaron con Colombia y siguieron con Venezuela, Bolivia y Ecuador. Acá hay un nudo traumático muy difícil de roer que vuelve a aislar a Chile de los procesos latinoamericano. Algo está fallando en la configuración de lazos sociales que le den forma a un porvenir. Necesitamos que la dignidad se haga costumbre pero ya.
El problema en Chile no es ni la democracia representativa, ni el Estado ni las instituciones republicanas (esa vieja convicción de los años 90 que cada vez se descubre más obsoleta). La cuestión, más bien, es cómo transformar un pueblo hermoso al que torturaron, desintegraron y adoctrinaron como si fueran cadetes del ejército para que gozaran de las mieles del neoliberalismo. El problema no es Boric, que hace lo que puede con sus luces y sombras. El problema es cómo desactivar el neoliberalismo conservador que envuelve el alma popular e intelectual en Chile. Una especie de coraza que mantiene en latencia todo lo que Chile, uno de los experimentos republicanos más fascinantes del continente, tiene todavía para dar.
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