POR JUAN CARLOS MONEDERO
La meritocracia: ¿un principio conservador o progresista? ¿De qué hablamos cuando nos referimos a meritocracia?
La discusión sobre el mérito pivota acerca de su poder social real para dos cosas: acabar o reducir las desigualdades y para reconocer la valía individual. En el desarrollo evolutivo la cooperación y, por tanto, la igualdad ha sido condición de supervivencia; del mismo modo, uno de los deseos más fervientes de los seres humanos es el reconocimiento de los demás.
El debate sobre la meritocracia es una discusión principalmente normativa ya que nace del liberalismo (y la confronta el socialismo -entendido como amplia familia de la izquierda-) y tiene una condición performativa, es decir, hablar de meritocracia tiene efectos en el comportamiento personal y también en la acción política.
No hay una teoría cerrada sobre lo que sea la “meritocracia”, sino multitud de miradas, unas a favor (desde Adam Smith a Jason Brennan y Philippe Magness) y otras en contra (de George Sandel a César Rendueles). En última instancia, la discusión sobre la meritocracia es una discusión acerca de la justicia social, de manera que hablar de meritocracia permite repasar toda la realidad social e interrogar a las principales causas de la desigualdad: la clase, el género y la raza.
La trampa del liberalismo
El liberalismo es una teoría normativa de la sociedad, no una teoría positiva. No se trata de una descripción empírica de cómo funciona el mundo, sino de “cómo” debiera funcionar en un momento en donde la burguesía era una clase en ascenso en lucha contra el Antiguo Régimen. Por eso hoy, en la crisis del neoliberalismo y en “Estados de partidos”, chirría tanto. Habla de un mundo que ya no es.
En el siglo XVIII, cuando se sientan las bases del liberalismo, alguien como Edmund Burke podía decir sin que se le moviera un músculo de la cara, que “el Parlamento representa a la nación”, aunque la mitad de la “nación”, las mujeres, no votaran, y otro tanto le pasaba a los que carecieran de renta.
El liberalismo brindó a la burguesía como clase el sustento ideológico a su lucha contra el antiguo régimen y el mundo vetado de la aristocracia. Tenían el dinero pero no tenían el poder. Querían ser como reyes pero no podían justificarlo. Nada gustaba más a un burgués que colgar un cuadro con el paisaje que se veía desde el palacio de los emperadores. “Merecer” lo que les pasaba, lo que tenían, lo que deseaban, era una justificación de sus intereses de clase.
Cuando emergió la clase obrera, los argumentos que hacían valer contra los reyes pasaron a podérseles aplicar a ellos. Para que no les reventara el tinglado de esa antigua farsa tenían que mentir. El liberalismo es una teoría política que se la pasa podando todo lo que no le encaja. ¿O acaso no es cierto que la Constitución de los EE.UU. está consagrada a la libertad y escrita por propietarios de esclavos?
Hoy, en un mundo “desencantado” (como ya apuntó hace un siglo Weber, asustado por el desarrollo tecnológico y la “pérdida” del alma de las sociedades capitalistas), sin un orden moral objetivo, la vida social se convierte en un sálvese quien pueda, que se convierte en un consume cuanto puedas.
La clase obrera salvó el expediente -más los hombres que las mujeres- al triunfar en la Segunda Guerra Mundial sobre una derecha que se había hecho nazi o fascista. Tuvo los “gloriosos treinta años”, hasta los ochentas, cuando eso que llamamos “neoliberalismo” vino a mandar al basurero de la historia a los grandes acuerdos keynesianos y desmercantilizadores (el capitalismo con un proveedor -con el padre de familia se proveía a toda la familia-, como lo llama Nancy Fraser). Si el Estado ponía la escalera, tu mérito era subir por ella. Pero el neoliberalismo, de Hayek a Blair, pasando por Thatcher, Reagan, Miguel de la Madrid o Felipe González, ha dinamitado la escalera.
En esa arena de gladiadores infinita donde peleas por la vida, tu posición vuelve a legitimar el discurso de que tienes derecho a disfrutar lo que posees porque la prueba de que te lo has ganado es precisamente eso: que lo tienes. Por tanto, te lo mereces. Un argumento circular que vale para no tener compromisos cuando ganas y para que no busques alguna salida colectiva en el caso extendido de que pierdas. Exportar argumentos a lo largo de los siglos, como si las justificaciones de ayer valieran hoy, es un ejercicio tramposo. Esa pelea es el pulso que se mantiene ahora mismo en todas las democracias occidentales. Y en donde la derecha agita el mito de la meritocracia.
La meritocracia en una sociedad no meritocrática
La reflexión de François Dudet en La época de las pasiones tristes. De cómo este mundo desigual lleva a la frustración y el resentimiento, y desalienta la lucha por una sociedad mejor es una magnífica manera de expresar la inutilidad hoy de la meritocracia al no existir ya la sociedad que la justificaba.
La desaparición de la “conciencia de clase” en el siglo XXI, dinamita la idea de la meritocracia tal y como ha funcionado durante la última mitad del siglo XX. La generalización de que en nuestras sociedades existe “igualdad de oportunidades” -un logro indirecto de la clase obrera al lograr desmercantilizar parte de los bienes básicos, tales como educación, sanidad, vivienda, transporte…- va en paralelo al debilitamiento de la conciencia de clase. Lo que la conciencia de clase ganó, lo empieza a perder con su paulatina desaparición.
Al no leerse ya las desigualdades propias como vinculadas a la clase social a la que se pertenece -lo que permitiría una respuesta colectiva política- sino como desigualdades individualizadas –“desigualdades múltiples” las llama Dubet-, la frustración ya no se lee en términos de soy desigual por mi posición en la división del trabajo, sino “en calidad” de. El giro es relevante. Esa “en calidad de” nos convierte en puro fragmento: soy desigual “en calidad de mi salario”, “de mis condiciones laborales”, “mi sexo”, “mi edad”, “mi condición sexual”, “mis calificaciones”, “mi barrio”, “mi educación”, “el valor de mi título universitario”, “mi raza”, “mi credo”, “mi estatus ciudadano”… Todos elementos ajenos a un sentimiento comunitario, a unos “intereses comunes e identidades compartidas que superen la atomización de esas frustraciones” (p. 60-61). Las luchas se multiplican, pero no se coordinan.
Es el intento de Ernesto Laclau de sumarlas a través de una cadena de equivalencia pidiendo a todas las demandas insatisfechas que se sientan identificadas con un significante vacío, que, por lo general, es un liderazgo. Algo que vale en la fase destituyente (cuando la ira se expresa contra una élite sin detenerse mucho en el análisis) pero que no funciona en la fase de creación institucional (la fase constituyente). La fase de confrontación es un momento donde se siente a los demás indignados como tus iguales. Sin embargo, a la hora de convertir la ira en políticas públicas, lo que estalla es precisamente lo contrario: la frustración ante tu igual, que es con quien te comparas. Es la gente deteniendo en Navidades en Alicante en la calle a una persona que había robado de un supermercado Lidl una caja de gambas (Pieter Schwarz, dueño del Lidl, es la persona más rica de Alemania).
El mérito y los monstruos de los que no habló Rawls
La disolución de la conciencia de clase, y mientras no llegue lo que lo sustituya desde una perspectiva emancipadora, deja abierta la puerta a los monstruos. La falta de convergencia social aumenta la incertidumbre, salvo cuando viene la extrema derecha y solventa esta complejidad de manera simple: tú eres de aquí, la culpa de tus frustraciones la tienen los inmigrantes o los malos patriotas y tienes derecho a desatar violentamente tu ira y tu egoísmo. Entonces se hace cierta la frase de Wendy Brown cuando dice que “la frustración de clase sin resentimiento de clase conduce al fascismo”. El mérito tiene ahí poco que decir.
Las tesis de John Rawls en Una teoría de la justicia son las propias de un mundo que ya no existe. En este libro, que ha marcado una época, se plantea la existencia de un “velo de la ignorancia” como presupuesto de justicia (si no sabes qué te va a tocar ser en la vida, no querrás que ninguna condición -de género, raza, clase, de salud, religiosa, etc.- sea relevante). De manera que el colectivo debe cuidar de que esas condiciones diferentes no sean generadoras de desigualdades. Igualmente defiende que las desigualdades que benefician al conjunto -pagarle más a Messi que al resto del equipo porque el éxito de la figura es el éxito de los demás futbolistas- son justas en la medida en que, según Rawls, no perjudican a nadie aunque beneficien a algunos (aunque sea evidente que las desigualdades rompen las costuras igualitarias de la sociedad y crean grupos con la tentación siempre de controlar el poder).
El trasunto de estas tesis de Rawls lo podemos definir de manera popular: yo puedo mejorar, de manera que me parece bien cómo están las cosas, aunque haya desigualdades, porque me parecen tolerables ya que vamos solventándolas y soy el vivo ejemplo de que prosperamos.
Un mundo donde el mérito contaba -el esfuerzo, el talento, las capacidades propias innatas o aprendidas, lo que se demanda en una sociedad de cada uno- y se respetaba porque la igualdad de oportunidades parecía bien engrasada -era evidente que los sectores populares mejoraban- y los más desfavorecidos merecían atención. Es el momento de auge del Estado social y había una voluntad de buscar lo que Rawls llamaba los “consensos entrecruzados” (overlapping consensus), esto es, que la concepción de lo político pudiera ser defendida desde varios puntos de vista filosóficos o ideológicos, de manera que el resultado pudiera ser estable y duradero, desterrando puntos de vista de justicia que sólo fueran asumibles desde puntos de vista cerrados y excluyentes.
En la “edad de oro” del Estado social (con un matiz: en los países en donde se desarrolló), hasta los inmigrantes mejoraban en su viaje a otros países. El Mediterráneo no era todavía un cementerio y en Europa y EE.UU. se recibía a los trabajadores con un ánimo diferente al de hoy.
La defunción del mérito
Sin embargo, esa sociedad de clases medias se ha disipado. Los hijos han prosperado respecto de los padres en algunas categorías, pero en otras claramente siguen estancados o en retroceso. Por ejemplo, tienen más estudios que sus padres pero no tienen mejores trabajos que sus padres. ¿Qué fue entonces del mérito?
En una sociedad de desigualdades múltiples, la posibilidad de que el esfuerzo personal se transforme en una mejora personal está sometido a otros muchos elementos que invalidan el propio principio meritocrático: la familia, el apoyo, los idiomas, el estatus social, la apariencia, el barrio, el sexo, la raza, el credo, lo agotador del trabajo, el mejor o peor acceso a salud, la existencia de servicios sociales en donde vives… Siete de cada diez ricos lo son por herencia.
No se trata, por tanto, que el mérito no sea relevante. Lo es. Pero el mérito en el siglo XXI, con el auge y posterior crisis del neoliberalismo y su correlato de mercantilización del mundo, hace que las culpas recaigan más sobre los perdedores que sobre los que se han encargado de que incluso países enteros estén en el bando de los perdedores. La conciencia de clase señala a los grandes culpables -que son los grandes beneficiarios-, mientras que la meritocracia te expulsa hacia abajo en la escala social. Puedes ir descendiendo en silencio en calidad, cercanía, cantidad en tus compras semanales de comida, vivienda, salud, ocio. O puedes señalar a los grandes supermercados, las eléctricas o los bancos que han aumentado los márgenes de beneficio irresponsablemente y se enfadan cuando se les señala con nombres y apellidos. Si en nuestras sociedades todos pensamos que debemos tener las mismas oportunidades para entrar de botones en el banco y terminar como Director General de la entidad, el hecho de que no sea así se achaca a esa frustración personal, a esa percepción particular de las desigualdades que Dubet llama “desigualdades en calidad de”. Esto es, a esas condiciones mías propias que, en cualquier caso, me hacen especial y diferente.
El mérito y la evolución del homo sapiens: derechas, izquierdas y el cuento de la Cenicienta
También hay algo de “humano” en todo esto. La meritocracia conecta con la “ley del karma”, esto es, nuestra opinión innata que a cada cual hay que darle, salvo accidente, lo que le corresponde en virtud de su compromiso con la sociedad. Los sapiens estamos dotados de “módulos morales” (Jonathan Haidt) que se activan inmediatamente ante cualquier información. Estos módulos están regidos por el cerebro más primitivo y se activan instintivamente antes de que el cerebro quiera poner orden (el instinto, dice Haidt, es el elefante, mientras que el razonamiento sería el jinete, siempre al servicio del imponente paquidermo).
Uno de esos módulos es el de engaño/equidad, que se encarga de repartir “justicia” a cada uno de los miembros de una comunidad. La equidad, la justicia y la integridad son virtudes acompañadas de este módulo y tienen a la idea de cooperación (y su contrario, el engaño, el comportamiento aprovechado del gorrón) como “activadores originales” que en el desarrollo evolutivo nos han permitido llegar hasta aquí. De ahí que el cumplimiento o el incumplimiento de este principio genere ira, gratitud o culpa. Aunque no nos engañemos: en esa “ley del karma”, los hombres blancos, ricos y “justos” nunca se preguntaron ni se ofendieron por la falta de reconocimiento de los pobres, las mujeres o los inmigrantes (no digamos de los negros o los indígenas que, además, provienen de un pasado esclavizado).
La derecha y la izquierda gestionan de manera diferente este módulo. La derecha aplica la ley del karma, que es algo así como que “recoges lo que siembras”, de manera que si siembras vientos, recoges tempestades. Mientras que la izquierda entiende que hay que tratar a la gente como lo necesita, no como se lo haya ganado. Por eso la izquierda habla de fraternidad/sororidad mientras que la derecha habla de parásitos y paniaguados. Por eso las luchas de clase, de género o la decolonización suelen ubicarse en la izquierda.
Pero no nos engañemos: a cualquiera le molestan los gorrones, le enfada la máquina que no te da el producto y se queda con el dinero, nos irrita el que no hace su trabajo y se lo pasa a los demás, el que recibe un beneficio que nosotros no recibimos o el que siempre pone de menos cuando hay que pagar en el grupo. Nos molesta hasta la cola que va más rápida que la nuestra. También lo seres humanos somos susceptibles de recompensar lo bien hecho, de castigar lo que puede imputarse como negligencia o egoísmo y, también, de engañarnos acerca de las responsabilidades que nos corresponden por algo que hemos hecho mal o que nos ha salido mal.
La meritocracia se cruza de una manera entrometida con la suerte. No deja de ser curioso -podríamos decir que es “estúpido”– que los mismos que expresan en las encuestas su enfado con las desigualdades están ampliamente en contra -7 de cada 10- de que se suba el impuesto de patrimonio a los ricos. Por si alguna vez a ti te toca. La Cenicienta que espera su golpe de suerte.
Más lógico parece que los hijos de los inmigrantes, que han vivido mucho mejor que sus padres, se sientan más discriminados que ellos, ya que sus expectativas son mayores. Aunque ellos lo pasaron realmente duro. La idea de lo que uno se merece es una percepción subjetiva que no siempre va a poder ser comunicada y entendida. La meritocracia podría existir si en cada prueba social existiera la absoluta certeza de que la igualdad de capacidades (Amartya Sen y Martha Nussbaum) es real y esa prueba se hiciera, como las audiciones de música, con un biombo para no saber quién está ejecutando la partitura.
En ausencia de valores cívicos bien implantados, es común que nos moleste más el bienestar de nuestros iguales que la riqueza insultante de los megarricos. La meritocracia siempre ha tenido sus límites y nunca ha dejado de funcionar como un dispositivo ideológico de legitimación de las desigualdades (de constructor, junto con la “igualdad de oportunidades” de “desigualdades justas” fruto de la “competición meritocrática” (Dudet, 2020: 64)). Es decir, constructora de desigualdades desactivadas para la lucha política.
La meritocracia y las desigualdades
La medición de las desigualdades en un país como Francia incorpora hasta 20 categorías, muchas de ellas antes incorporadas en la idea de clase. Sin embargo, la idea de clase implicaba también algo que se ha dejado de lado: el presupuesto de fondo de que todos los trabajadores y trabajadoras compartían un mismo derecho a la dignidad, lo que reinventaba la idea de fraternidad que es de donde viene la familia de la izquierda. Las leyes nunca van a poder solventar los problemas sociales cotidianos y complejos que solventa el compartir un horizonte de transformación donde nada de lo humano nos es ajeno. No se tratan igual las desigualdades -que son grupales y tienen soluciones políticas- que las discriminaciones -que son individuales y se solventan administrativamente-.
Incluso cuando se le da más de lo que corresponde a alguna persona o a algún colectivo especialmente marginados o problemáticos ¿no se está así acercando la posibilidad de que sus hijos y nietos pasen a formar parte de las filas de la “normalidad” social? Las ventajas de la vida social no deben verse con la misma vertiginosidad con la que los fondos buitre buscan el beneficio para sus inversiones.
El mérito debe ser un acuerdo social acerca de la dignidad humana, de lo que merece la pena y del reconocimiento que merece el tiempo y el esfuerzo de los demás. Pero un mérito que se ve como una discriminación porque no se han sentado las bases sociales para que esté al alcance de todos, genera victimismo y el victimismo, otra vez, invita a la violencia.
Estudiar una carrera es indudablemente un esfuerzo, pero también lo ha hecho la persona que ha estado todos esos años planchando, conduciendo un vehículo, limpiando las calles o extrayendo minerales. No en vano, uno de los sentimientos más generalizados en las sociedades de las desigualdades múltiples es la emoción de ser despreciado, que, además, tiene la rara virtud de poner en marcha el mecanismo generalizado de despreciar a los que se supone que están por debajo (aquí la mujeres tienen un papel de suelo terrible). La fragmentación genera una incomunicación donde todos sospechan de todos, todos usan a todos, todos son en algún momento el mayordomo o el chofer de todos. Al final, todo el mundo siente su honor mancillado y el honor es una identidad profunda que al verse mancillada genera una enorme ira porque genera una enorme vergüenza. De ahí que la violencia sea una salida que hace creer que se salvaguarda la honra. El problema está en cómo se canaliza esa frustración.
Sería un error confundir el mérito con algún tipo de criterio universal que anula las diferencias (ese error que va de Descartes a Habermas). Toda persona es sujeto de dignidad y puede reclamar justicia social, pero no toda persona puede reclamar igual reconocimiento. Los reconocimientos son plurales y suelen tener que ver, salvo por condiciones innatas excepcionales, con la voluntad de los actores. Por eso no son iguales las madres de la Plaza de Mayo que los torturadores de la Escuela Mecánica de la Armada en Argentina. No pinta igual Velázquez que la autora del Ecce homo. No suena igual Mark Knopfler que Sid Vicious. No cuidan igual las madres que hacen ollas populares en las barriadas pobres que las bandas de sicarios. No es lo mismo una cooperativa de agricultores que Monsanto.
Solo en sociedades con un suelo económico igual para todas, todos (y todes), bien sea a través de una renta básica universal o de una red de servicios comunes eficaz que haga real la idea de igualdad de capacidades, podría asumirse que diferentes desempeños pueden tener diferentes remuneraciones, siempre dentro de un pequeño arco que aliente el esfuerzo pero que no reconstruya el flagelo de las desigualdades. La remuneración puede ser simbólica, en forma de prestigio, y no necesariamente en forma de privilegio de ningún tipo.
Una nota sobre el mérito y algunas teorías de la justicia
Someramente, hay en las sociedades occidentales tres grandes principios de justicia: el marxista, el liberal y el que podríamos llamar “socialista”. Sólo en el socialista el mérito podría recomponerse como un elemento virtuoso. La idea de “a cada cual según sus necesidades y de cada cual según sus capacidades”, propio del marxismo, es autoritario y no deja espacio alguno a la libertad individual, algo lejano de lo que nos hemos acostumbrado en el siglo XXI.
La idea liberal de la “igualdad de oportunidades” es radicalmente falsa pues, pese a estar incorporada como veíamos incluso en nuestras constituciones, estamos en el momento de mayores desigualdades de la historia de la humanidad. Es decir, no funciona.
La idea de “igualdad de capacidades” desarrollada por Amartya Sen y Marta Nussbaum y que, entre otras cosas, desembocó en el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas, le deja un interesante hueco al mérito. En una sociedad donde se brindaran institucionalmente -bien a través del Estado o en forma de bienes comunes- capacidades iguales a toda la ciudadanía -educación, sanidad, vivienda, ocio, transporte…-, serían los individuos quienes decidieran, en virtud de su libertad, cómo organizar su vida, qué merecer o qué disfrutar. Terminada, por ejemplo, la escolarización obligatoria, los adultos debieran decidir cómo organizar su tiempo -continuar la introspección en un viaje a la India, estudiar una carrera, trabajar- de manera que lo justo estaría indudablemente vinculado al reconocimiento de ese esfuerzo.
Es algo similar a lo que tendríamos en el caso de existir una renta básica universal, de manera que sería desde ahí -con esa igualación social mínima-, donde el mérito, indudablemente junto a otros elementos (destreza, inteligencia, simpatía, inteligencia emocional, belleza, compasión…)- decidiera las desigualdades que en cada sociedad se consideraran tolerables.
Conclusión: meritocracia, justicia social e inteligencia artificial
Cuenta Rodrigo Llopis en La batalla por el lenguaje que la mayoría de sus alumnos del último año contestan afirmativamente a la pregunta de si “serían capaces en sus vidas profesionales, de hacer algo ilegal por orden de la empresa”.
La explicación la encuentra Llopis en que el sistema ha trasladado la idea de competitividad, rankings, clasificaciones, palmarés y clasificaciones desde la edad más temprana, siempre en nombre del “mito de la excelencia y la meritocracia”, donde los privilegiados “se lo merecen” y los fracasados “se lo han buscado”. Es decir, eres víctima o verdugo (p. 64-65).
Yo añadiría: la primera tentación de los estudiantes es apostar por “vender el alma”, pero después de la discusión en el aula, ese grupo queda claramente en minoría. Es decir, ese comportamiento egoísta se da en ausencia de una gran discusión social sobre el tema. En otras palabras, en una reflexión individual en el siglo XXI es más fácil que salga el individualista, porque es el corazón de la discusión desde hace más de medio siglo.
Hemos visto que en un contexto de aislamiento (donde la pandemia diezmó la acción colectiva) la gente protesta menos por la justicia social y más por problemas personales al estar la conciencia de clase quebrada.
Este fallecimiento es una muerte de éxito, pues hemos creado sociedades donde la lucha contra las desigualdades es una realidad constitucional. Pero que tiene sus trampas. Al cambiarse la lucha por la justicia social por lucha contra las discriminaciones individualizamos los dolores. Esto dificulta converger. Nos unimos en lo destituyente (cuando estamos enfadados, como en España con el 15M) pero no en lo constituyente (por ejemplo, cuando toda la izquierda tiene que unirse para plantear el “posneoliberalismo” o el “poscapitalismo”). Al generalizarse el modelo consumista, queremos ser tratados mejor, no superar el sistema. Ahí, el principio meritocrático obra su magia: ya no eres pobre, eres un loser, un perdedor.
La individualización, que la posmodernidad presentó como una superación de las jaulas de la modernidad y que iba a liberar al AntiEdipo en nombre del deseo y la quiebra de la autoridad, trajo al homo oeconomicus egoísta, cuando no depredador, a quien la promesa de consumo infinito le alienó de casi cualquier otra discusión. Las redes sociales y la multiplicación del deseo -principal objetivo de Silicon Valley para tener a la población enganchada en la cultura de los likes– ha ayudado a construir una sociedad entretenida, distraída, ansiosa y desconcentrada que tiene dificultades para salir de las trampas del relato que le culpan de lo que le pasa.
Tiene razón Martínez-Celorrio cuando dice que: “Cabría matizar que el trilema que funcionó durante la modernidad industrial fue meritocracia, riqueza heredada y reparto de la riqueza”. Todo un marco de estabilización y cohesión social que elevó los niveles de bienestar, extendió la educación pública y equitativa y multiplicó el ascensor social hacia empleos de clase media en los servicios públicos de bienestar y en la industria en expansión. Cuando el exceso neoliberal elimina el reparto de la riqueza del trilema, supone vaciar de sentido el ideal meritocrático y mutarlo en parentocracia hereditaria de la nueva casta señorial a riesgo de que los jóvenes despierten de su Matrix artificial (como está pasando) y entablen una lucha de clases a través de pantallas, memes y Twitter.
Decía Jesús Ibáñez que la antesala de toda revolución es una gran conversación. La meritocracia sin conversación es como la ecología sin política (que se convierte en jardinería). Porque todo lo que señala Sandel como riesgos del discurso meritocrático se convierten en peligros reales: los que vienen “ameritados” de casa (de familia y que, por tanto y en términos de Bourdieu, tienen capital material, capital cultural y capital social) tienen más ventajas; se valoran más los méritos individuales que los sociales; conduce al aislamiento y rompe el cemento social; construye desigualdades en términos de poder que ponen en riesgo la democracia; reducen lo que se valora a lo que se puede cuantificar, ahondándose en la pérdida de calidez -y calidad- de la vida.
Pretender la “igualdad total” es un sueño de la modernidad que conduce a la catástrofe, una herencia platónica, pasada por el tamiz cristiano que dice que la verdad está en la mente y el pecado y la mentira en el cuerpo, y que hay un mundo perfecto de las ideas -o de la revolución- y otro imperfecto que es en el que vivimos. Y que, por tanto, olvida que el mundo real es con el que contamos y sobre el que convendría actuar. Pensar que activando la palanca de la lucha revolucionaria advendrá el mundo perfecto del socialismo es un error que produce mucho dolor y, además, da argumentos a los enemigos de la democracia.
El mérito es expresión de la pluralidad humana. La diferente valoración de los méritos, tanto los naturales como los construidos, tanto los innatos como los aprendidos, forma parte de la pluralidad de la vida. El problema está en convertirlos en mercancías, en ponerlos a competir entre ellos y, sobre todo, defenderlos para sostener una desigualdad social que imponga un modelo con jerarquías que rompe el principio de igual dignidad de todos los seres humanos. Es estupendo que te opere el mejor médico, que arregle el coche el mejor mecánico, que te corte el pelo el peluquero que te gusta, que dirija la orquesta quien lo haga mejor… Es decir, que todos los seres humanos puedan desarrollar su trabajo con dignidad y excelencia (para lo que tendrá que ser mejor remunerado, con menores jornadas laborales y con mayor reconocimiento social). Una sociedad que ignore por qué las ciudades están limpias, por qué sale agua del grifo, cómo llegan los productos a las estanterías, porque funciona la luz al encender el interruptor o conectar el cable o de dónde sale la leche es una sociedad condenada a desaparecer. Como está pasando con el calentamiento global. Lo que no vemos lo depredamos.
Queremos convivir con quienes sean responsables, dediquen tiempo a los demás, sonrían, cuiden, quieran, ayuden, acompañen y se dejen acompañar. Ese “mérito” fraterno lo ha tenido durante un par de siglos la clase obrera. Hoy hay que ampliarlo y entender que el mérito debe estar en reconocernos en nuestras diferencias. Se prometió que el desarrollo tecnológico iba a reducir la jornada laboral, pero es mentira. ¿Será ahora capaz la Inteligencia Artificial (IA) de romper las barreras de las diferencias? Nunca ha sido así, de manera que, de no mediar algún cambio, las desigualdades se multiplicarán. Nos alfabetizamos para leer y escribir, pero no nos hemos alfabetizado ni en lo audiovisual y mucho menos en las redes sociales. Solo la democratización previa de la IA podría ponerla al servicio de una sociedad democrática. La Inteligencia Artificial, igual que la posesión de un teléfono móvil, nos convierte en guerreros dotados de equipo para ir a la batalla. La IA puede prestarnos el mérito que ahora no tenemos. Pero, insisto, si se democratiza antes y se controla públicamente.
Si la IA es más lista que nosotros -o al menos bastante más leída-, bastaría repartir ese talento para que su mérito fuera de todos. Expresado de otra manera, bastaría si la IA nos ayudara en esa gran conversación que es la antesala de los grandes cambios que están esperando respuesta: los retos globales del calentamiento, la robotización de la economía, las migraciones, los cambios geopolíticos, las guerras, las enfermedades mentales y tantas otras. Sin embargo, ya estamos viendo cómo grandes empresas como IBM han empezado a despedir a personal y sustituirlo por IA. El desarrollo tecnológico sin tensión de clase, de raza y de género ahondará las desigualdades.
El mérito y la mercantilización del mundo van de la mano y ambos se convierten en enemigos de la democracia. Se trata de reconvertir el mérito y el mercado para que sirvan socialmente y no sean el caballo de Troya de nuestra destrucción como sociedades democráticas.
Bibliografía
Adam Smith (2012), La riqueza de las naciones, Madrid, Alianza Editorial, [1776]
Jason Brennan y Philipp Magness (2019), Cracks in the Ivory Tower: The Moral Mess of Higher Education, Oxford, Oxford University Press, 2019)
George Sandel (2020): La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común?, Barcelona, Debate, 2020;
César Rendueles (2018): ): Contra la igualdad de oportunidades, Madrid, Anagrama)
Jonathan Haidt (2019), La mente de los justos, Barcelona, Deusto.
Rodrigo Llopis (2022), La batalla del lenguaje, Gijón, Trea.
John Rawls (1998), Una teoría de la justicia, México, FCE [1971]
François Dudet (2020), La época de las pasiones tristes. De cómo este mundo desigual lleva a la frustración y el resentimiento, y desalienta la lucha por una sociedad mejor, Buenos Aires, Siglo XXI
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