POR DANIEL BENSAÏD (1946-2010)
Texto publicado por el filósofo francés con motivo de la detención del genocida dictador chileno Augusto Pinochet en la noche del 16 de octubre de 1998 en Londres, caso que transformó la justicia internacional.
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Pour en finir avec le tribunal de l´Histoire.
La decisión de los jueces británicos de rechazar el pedido de inmunidad para el dictador chileno, Augusto Pinochet ha sido saludada por la prensa como un acontecimiento histórico, convirtiendo al 25 de noviembre de 1998 en el “día que la justicia humana se impuso sobre la razón de Estado” [1]. El día se puede convertir en histórico. Incluso si se empantanase en los pactos diplomáticos, quedará celebrado, quizás con exceso lírico, como un gran avance.
Olivier Duhamel estima que “un espacio europeo acaba de ser inaugurado”, agregando que “el principio de justicia universal acaba de dar un salto cualitativo” y que se trata de “un buen avance de la justicia internacional”, considerando que la globalización no puede ser meramente económica y financiera. Con un poco de mayor mesura o precaución, Robert Badinter se complace por el “avance importante en la lucha contra la impunidad en los crímenes de lesa humanidad”. Mireille Delmas-Marty lo ve como “una etapa importante en la internacionalización del Derecho”. Monique Chemillier-Gendreau plantea el resultado positivo que encarna la contradicción entre la norma incierta de la inmunidad y la también incierta de crimen de lesa humanidad. Más que un avance de derecho, se trata de un adelanto en la construcción de un “espacio común simbólico” donde la humanidad “comienza a encontrar una historia común”. [2]
Esa evolución se inscribe lógicamente en las metamorfosis del derecho internacional luego de la globalización. Ella es partícipe de la desterritorialización de las funciones jurídicas. Del Tribunal de Núremberg al Acuerdo de Julio de 1988 se instituye una Corte Penal Internacional, siguiendo con los tribunales penales internacionales de Yugoeslavia o Ruanda, viéndose una confusión de señales espaciales tradicionalmente ligadas a la soberanía de los Estados.
La jurista Mireille Delmas-Marty caracteriza la tendencia como “la desaparición de las fronteras”, el “surgimiento de fuentes” y “el desplazamiento de las líneas”. [3]
Se trata inicialmente de “un retroceso de las nociones jurídicas claramente formuladas como la de cualquier culpabilidad penal o responsabilidad civil, a favor de conceptos mucho menos precisos”. La legitimidad se busca sin embargo en el punto de encuentro impreciso entre las teorías lógicamente opuestas de la peligrosidad y la culpabilidad. El lazo entre culpabilidad y castigo se relaja. Igualmente la responsabilidad penal tiende a diluirse en la culpabilidad colectiva o la responsabilidad compartida de los crímenes de Estado. El concepto de “autor intelectual” ilustra y refuerza ese cambio: “de la culpabilidad a la peligrosidad como de la responsabilidad a la solidaridad, no es más que toda una manera de pensar el derecho que se encuentra así perturbado, pues el límite entre lo legal y lo ilegal desaparece simultáneamente con el debilitamiento de la ocurrencia del delito”. [4] Para compensar ese inquietante rumbo, el derecho penal parece padecer un “frenético movimiento de criminalización” o de un “exorcismo legislativo” que “con fines políticos parece una respuesta a los temores de momento”. Se perfila así la amenaza de una administración “que castiga sin juzgar”.
La incertidumbre que golpea las fronteras jurídicas está acentuada por la multiplicación de sus fuentes. Estas parecen surgir frecuentemente “de todos lados, en todo momento y en cualquier sentido”. El panorama judicial se encuentra desordenado. Un sentimiento de relatividad espacial y conceptual “destruye lo habitual mostrando un espacio normativo desestatizado, un tiempo inestable, un orden deslegitimado”. Aunque no hay realmente una entidad jurídica llamada Europa, la autoridad europea ejerce una acción creciente sobre los derechos nacionales. Las fuentes de derecho son simultáneamente internacionalizadas y privatizadas. Asistimos así a una “privatización de un importante sector del derecho, que parece inscribirse en la prolongación del liberalismo”.
El “desplazamiento de las líneas” finalmente se traduce en una discontinuidad problemática entre las referencias constitucionales nacionales y una producción administrativa del derecho, provocando reiteradas revisiones constitucionales. Continúa siendo incierta la relación entre las normas europea y constitucional, aunque sean supralegislativas. [5]
Mireille Delmas-Marty concluye que la legitimización de los sistemas jurídicos está “derruida por el surgimiento de un «derecho de los derechos humanos» que no es ni el surgimiento del derecho natural, ni una copia del positivismo, sino la combinación de la normatividad jurídica, una especie de normatividad “metajurídica”. Ella introduce una “sobredeterminación más explícita, algunos dirán que más ruidosa, que opone los derechos humanos a la razón de Estado”. Sin embargo vemos que “los derechos humanos descansan en gran parte en nociones débilmente determinadas” [6]. Todo el asunto se resume en que si bien se oponen a los Estados, se mantiene un carácter indefinido y con muchos vacíos o lagunas.
Oscilante entre el derecho y la moral, el concepto incierto de derecho o deber humanitario ilustra esos equívocos. Se evoca a la humanidad pero son los Estados quienes intervienen, en un sistema concreto de relaciones de fuerza, dominación y dependencia. El derecho a intervenir tiende entonces a convertirse en algo en un solo sentido, de intervencionismo pero sin reciprocidad de las potencias sobre los débiles. [7] Para el caso Pinochet estos tribunales penales internacionales el equilibrio de esa antinomia tiende sin embargo a romperse. El principio de integridad territorial tiene efectivamente un sabor rancio, colocando en evidencia la brecha entre las soberanías ya superadas y una ley cosmopolitita en la legitimidad política tambaleante.
La humanidad se instala en un espacio gelatinoso como sujeto y fuente suprema del derecho, al precio de fuertes contradicciones. El siglo XVIII estuvo muy preocupado por una Ciencia Humana en tanto que tal. Nada permite decir que ella fue claramente establecida. Lo humano y la humanidad continúan siendo conceptos por establecer con precisión.
En una perspectiva liberal, la exclusión “natural” del derecho se opone a la lógica totalitaria y anti humanista del positivismo jurídico subordinando el derecho de imponer la política de la ley. Alain Madelin está claramente feliz a propósito del caso Pinochet: “La fuente del Derecho no reside en el Estado sino en el hombre mismo. Este fin de siglo marca el término de esa concepción absoluta de la soberanía de los Estados. Le nuevo siglo que se aproxima nos ofrece la bella promesa de un orden internacional civilizado, donde los Estados, todos los Estados, estarán sometidos a un derecho que les supera”. [8]
Esa curiosa definición hace brillar una promesa de humanidad aún incompleta, declarando que está ya consumada, aquí y ahora, la fusión de moral y derecho en detrimento de la política. Sin embargo, hay un fuerte temor de que ese Hombre, designado como el único fundador de una legitimidad jurídica separada de cualquier determinación histórica, sea reducido a una idealización jurídica de una humanidad mercantilizada y de su individualismo egoísta.
La relación ente el fetichismo de una humanidad abstracta, erigida en tribunal supremo y el individualismo ético de un liberalismo desenfrenado no es algo nuevo. Los Estados modernos son nacidos de la descomposición de un universalismo medieval (imperial y religioso). Su propia descomposición puede desembocar ya sobre una universalización concreta como sobre una universalización abstracta al servicio de nuevos fantasmas imperiales. Por esa razón es que palabras como humanidad y universalidad deben ser entendidas ante todo como “ideas reguladoras” en el sentido kantiano, como construcciones en proceso u horizontes en lontananza.
Intentando evitar esa gesta histórica dolorosa con una acción formal, corremos el riesgo de que surja una “peligrosa farsa”. [9] Es mejor la paciencia de un proceso político efectivo que la invocación impaciente de un espectro.
La transformación de la humanidad en objeto del derecho (en tanto víctima de crímenes de lesa humanidad), y luego en sujeto del Derecho (a través de tribunales internacionales), instituye sin embargo, en los hechos, “una categoría jurídica nueva”. A pesar de las mejores intenciones del mundo, con un fundamentalismo sobre los derechos humanos -opuesto a la soberanía política decadente de los Estados-, se corre el riesgo de que una lógica totalitaria se erija en nuevo fetiche de la modernidad reemplazando a la Historia. Frente a lo intolerable, parece necesaria y legítima la combinación de democracia y humanidad, posibilitando que esta última tenga una existencia política real. Si el hombre “no ha nacido aún” y si la humanidad “se precisa a través de la prohibición fundadora del crimen de lesa humanidad”, la dificultad se anuncia como un camino ancho y largo. La tipificación del delito de lesa humanidad no tiene más de medio siglo. [10] Y el concepto de patrimonio se reconoció sólo desde 1967 (a propósito del derecho marítimo).
La humanidad toma forma. Ella deviene. Ella se concretiza. Pero Mireille Delmas-Marty prefiere hablar prudentemente de una “humanidad promesa” y no de una humanidad concedida. Ella queda por hacer. Ella toma forma especialmente en la idea de un derecho común opuesto a los sueños de unificación o de uniformización forzada. En efecto, en un mundo atravesado por intereses y conflictos, la ley única corre el riesgo de servir a una hegemonía. O sea, dice la jurista, “un baño frío es mejor para sortear más rápidamente el problema”. El objetivo de un derecho mundial por la vía del derecho común no implicará la desaparición inmediata de los Estados y el derecho nacional. La humanización consistirá en ordenar el pluralismo, según una suerte de subsidiariedad jurídica, permitiendo conjugar pluralismo y democracia, y combinar un “margen nacional de apreciación”, reconocido hoy por la Corte Europea de los Derechos Humanos.
En su lectura crítica de Carl Schmitt, Leo Strauss subrayaba ya el riesgo de “abolir la política en nombre de la humanidad”, con el resultado de tener una “inhumanidad en crecimiento”. Pero “el hombre deja de ser humano cuando deja de ser político”. [11] No es de manera sorpresiva que surgen esos interrogantes hoy, luego de décadas de Contra Reforma neoliberal. El neoliberalismo niega la política sin lograr eliminarla. Su modernidad es la “era de la despolitización”. La humanidad jurídica corre el riesgo entonces de ser la máscara política de una dominación política oculta.
La globalización del mercado tiende a dar consistencia al concepto de humanidad pero a cambio de nuevas divisiones y crecientes desigualdades. Y la globalización del derecho no resulta menos problemática. El ideal habermasiano de un “derecho cosmopolita”, colocado por encima de los sujetos colectivos del derecho internacional, los sujetos individuales de una ciudadanía planetaria aún difusa y estableciendo una “pertenencia directa a la asociación de cosmopolitas libres e iguales”, aparece mucho más lejana. Si él se inspira en Kant, oculta las reservas y precauciones: el autor de la “Paz perpetua” temía en efecto a una gran República universal revestida de un nuevo despotismo que luego toma la forma del moderno imperialismo.
La conexión directa, a pesar de las mediaciones políticas, con los atributos sobre la lógica del mercado amplifica hoy los peligros. Ante las consecuencias de una desterritorialización sin normas, Mireille Delmas-Marty dice en tono alto que “es en ese mercado intangible donde lo peor puede suceder”. [12]
La proliferación de normas con vocación mundial sin una fuente legislativa claramente determinada y reconocida plantea “en este momento una cuestión de legitimidad democrática”, mientras que una asamblea parlamentaria mundial es todavía algo del dominio de la utopía (considerando la dificultad para reformar modestamente el modo de representatividad y composición del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas).
“¿Cómo imaginamos por un instante un derecho mundial democrático?” [13] Tal es la cuestión.
Mientras tanto, el agotamiento de las democracias nacionales y el colapso del Estado Benefactor se traducen en un incremento de tipo de Estado contrario a aquel: “Entramos en la era de la judicialización de todo y las relaciones de fuerzas entre políticos y jueces cambian para ventaja de estos”. [14] Pero esa judicialización de la sociedad no significa automáticamente un reforzamiento del derecho. Más bien es lo contrario.
Las dificultades han aparecido en el gran día que se creó la Corte Penal Internacional (CPI). Desde 1991, la Comisión Nacional consultiva de los derechos humanos da una recomendación a los gobiernos en el sentido de tomar la iniciativa en miras a crear una corte de tal tipo, con capacidad para juzgar los crímenes contra la paz, crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad. En efecto, parece cada vez más ilógico el juzgar nacionalmente eso que interesa a toda la humanidad e injusto por no ejercer más que una “justicia” de vencedores. En 1993, el Informe Truche reconocía entonces la creación de un tribunal internacional ad hoc contra los crímenes en la ex-Yugoeslavia, en ausencia de un tribunal permanente donde la autoridad fuera reconocida por todas las partes implicadas. Los jueces dijeron: “Todavía nos quedan diez años”.
Desde el Tribunal de la ex Yugoeslavia hasta el de Ruanda, el asunto ha seguido su curso hasta terminar en la decisión del 18 de julio de 1998. Propuesto a iniciativa de la ONU, el texto creó, con la aprobación de 120 países de un total de 160, una Corte Penal Internacional habilitada para juzgar los más graves crímenes. Los convenios sólo obligarán a los países que lo hayan ratificado y no tendrán una aplicación universal. Estados Unidos, India, China e Israel no han aprobado el texto. Y por lo menos sesenta países más lo podrán ratificar antes de que entre en vigor.
La Corte funcionará en La Haya y podrá actuar cuando una jurisdicción nacional no actúe efectivamente (el caso Pinochet es uno de ellos) y podrá continuar las incriminaciones cualquiera que sea la nacionalidad de los responsables, si los crímenes fueron cometidos en territorio de alguno de los Estados firmantes e igualmente tendrá competencia para cuatro tipos de crímenes tipificados por el Derecho Internacional: genocidios, crimen de lesa humanidad, crímenes de guerra y los crímenes de agresión. El texto define el genocidio como la intención de “destruir todo o parte de un grupo nacional, racial o religioso”; el crimen de lesa humanidad, como aquél crimen “cometido con conocimiento de causa en el marco de un ataque a la población civil, sistemáticamente o en una gran escala”. Sostiene que esos crímenes serán competencia de la Corte incluso si ellos fueron cometidos en el marco de conflictos internos de un Estado. El documento de Roma oficializa por primera vez el derecho de intervención.
Lionel Jospin saludó el hecho como “un progreso grande de la conciencia universal”. Ello será cierto siempre que las categorías jurídicas definidas cristalicen una etapa de la toma de conciencia de una universalidad en su devenir. Pero ese progreso paga el precio de un debilitamiento de las relaciones entre el derecho y la democracia política en beneficio de una dialéctica incierta entre una moral universal individual y el cuerpo político gelatinoso del “nuevo orden mundial”. Así, la tipificación de crimen de lesa humanidad constituye sin duda un avance desde la óptica de una cultura universal. No obstante sigue siendo una enigmática jurídica mezclando sin precauciones filantropía y derecho, algo que Kant no recomendaba para nada.
Más prudente que Lionel Jospin, la jurista “internacionalista” Monique Chemillier-Gendreau estima malsano que los jueces “concentren lo esencial de los procesos cuando los otros poderes son inexistentes: ello no garantiza realmente la democracia (…) En cualquier Estado el derecho penal está ligado a la ley. Es la ley la que califica los actos como crímenes y fija el grado de las sanciones. ¿Cómo construir en el derecho internacional una justicia penal internacional sino tenemos instancias para elaborar el equivalente de la ley, es decir, un derecho aplicable a todos? (…) Únicamente un avance sustancial de las instituciones internacionales permitirá arribar, no a una Ley, en el sentido estricto de la palabra, sino hacia normas internacionales con valor legislativo a las cuales nadir podrá escapar”.[15]
Con esa fuente política, la globalización judicial terminará en una suerte de Estado judicial global sin control político legítimo, recordando lo que los abogados alemanes llamaron ingenuamente Justizstaat o la Juridiktionstaat, para describir la dominación del poder legislativo sobre el judicial y la producción de la Ley por los mismos jueces.
El caso Pinochet aparece como la prueba práctica de las mutaciones en curso. Además de la satisfacción de ver golpeada la inmunidad y la impunidad de un dictador, ver como la opinión internacional reconoce los crímenes que no pudieron ser ocultados ni negados más (cualquiera que sea sin embargo, el desenlace del procedimiento judicial), ella coloca en el debate público las cuestiones oscurecidas por la escandalosa profesionalización del derecho internacional.
Es el día en el que se plantean grandes problemas como la soberanía de los Estados y sus límites. ¿Debe un jefe de Estado gozar de su inmunidad gubernamental cuándo ya no está ejerciendo su cargo? ¿Puede el gobernante ser juzgado en un tribunal que no es el país donde sucedieron los delitos? El juez español Baltazar Garzón ha respondido: “Sí”, invocando el “principio de afiliación”, dicho de otra manera, cuando las víctimas sean nacionales del país que gestiona la acusación. Para aplicar la acusación con otras víctimas habría que calificar la falta como crimen de lesa humanidad.
Eso intenta asegurar la “petición de arresto provisional en miras a la extradición” emitido por el juez Garzón, dando así una calificación muy amplia del crimen de lesa humanidad. Cualesquiera que sean las atrocidades comprobadas u ordenadas por Pinochet, tal procedimiento debería extenderse no solamente a los dictadores identificados, sino también contra los dirigentes, altos funcionarios, por los crímenes perpetrados en Argelia, Vietnam, Santo Domingo, Granada, Irak, Indonesia, Congo, corriendo el riesgo de convertir la escena mundial en un gigantesco tribunal permanente. Se agregó las desapariciones forzadas a la lista de crímenes de lesa humanidad, aceptando como contrapartida una laxación del contenido; si se incluyen en la categoría de genocidio, como lo propone el juez Garzón, entonces en el futuro la Corte Penal Internacional deberá tomar en sus manos lo que pasó en Argentina y lo que está sucediendo en Argelia. [16]
Si la calificación de crimen de lesa humanidad es mantenido para el caso Pinochet, el problema planteado en el proceso Eichmann resurge nuevamente: solo la comunidad internacional estaría habilitada para juzgarlo, así como lo pensaron ya en su época Hannah Arendt y Karl Jaspers. Mientras se instala la Corte Penal Internacional, se deben multiplicar los tribunales ad hoc, como el caso de Yugoeslavia o Ruanda. Evitando enredarse en el procedimiento, algunos abogados proponen que lo mejor sería legitimar los juicios en tribunales nacionales, como fue el caso de Jerusalén, no obstante las dificultades que se presenten por ser el país de origen, donde comienzan las investigaciones. Otros invocan el principio de “competencia universal” que figura en la Convención de Ginebra de 1949 (que no implica sin embargo, a los conflictos armados) o en las Declaraciones de 1992 sobre desapariciones forzadas (algo que no tiene poder vinculante).
Entonces, ¿hay que juzgar a los dictadores y cómo? Si, indudablemente. A condición de no relatar historias acerca del carácter disuasivo, redistributivo o profiláctico de tales juicios. La convención sobre la prevención y represión es también un festejo discreto de su cincuentenario. Ella no impidió ni a Ruanda ni a Bosnia.
Juzgar si pero sin concesiones a las frivolidades y locuras del lirismo mediático. ¿Qué hemos leído y entendido luego de la decisión de los jueces británicos? ¡Que “de ahora en adelante ya los dictadores no estarán seguros en ninguna parte”! Que nada se olvidará y todos los delitos serán pagados.
Como si una lección de moral universal o una condena, e incluso una ejecución ejemplarizante, pudieran conjurar las causas de la tiranía. El juicio que interesa es el de los pueblos contra sus déspotas. La decisión política se esconde detrás de la sentencia judicial. Entonces, ¿qué se supone que es?
En su defecto, sólo en su defecto, hay que juzgar “judicialmente” a Pinochet. Que sea en Madrid, Londres o París poco importa. Eso es asunto de cancillerías y coyunturas. Digamos entonces que en Madrid, para evitar los meandros que impondría la revalorización de sus crímenes. Pero sin pretender la reparación o, peor aún, la venganza. Esa tentativa vengadora y de arreglo de cuentas persigue al juicio: si el castigo del criminal “lo honra como ser racional”, tal como lo planteó Hegel, la simple venganza deshonra la razón común.
Juzgar sin venganza, sin ilusiones redentoras, (el castigo no previene nada), sin pensar que se hará justicia a las víctimas (puesto que no hay justicia que equilibre la injusticia). Solamente para que el crimen sea reconocido como tal, para enriquecer ese reconocimiento universal de las costumbres y la moralidad pública. Para trazar un horizonte a la política, encargada -dice Merleau-Ponty- de llevar la irracionalidad mundial y “conducirla a lo desconocido”.
Para reducir esa parte desconocida. No en la esperanza de alcanzar la paz perpetua, la reconciliación definitiva, una redención final, sino para aumentar nuestro poder de discernimiento ante el desastre. En lo relacionado con el juicio es menos importante el veredicto que el juicio mismo.
Traducción del francés: Jesús R. Bolívar.
Tomado de Qui est le Juge?
[1] Le Monde, 27 de novembre de 1998.
[2] Ver Le Monde 27 de novembre de 1998. Libération 26 de novembre de 1998, Rouge 3 de diciembre de 1998, Le Monde Diplomatique, december 1998.
[3] Mireille Delmas-Marty, Op. Cit., e igualmente del mismo autor, Vers un droit commun de l´humanité, Paris, Textuel, 1996.
[4] Ibíd., p. 21.
[5] El derecho europeo y la Convención europea de los derechos humanos forman dos conjuntos yuxtapuestos sin jerarquía claramente estables. Se acumulan así, sin un modo de empleo indiscutible, un derecho comunitario nacido de tratados fundacionales, las referencias a la Convención europea de los derechos humanos adoptados en el marco del Consejo Europeo bajo control de la Corte Europea situada en Estrasburgo, la autoridad del Tribunal Internacional creada temporalmente por la ONU en 1993, y la de la Corte Penal Internacional que deberá entrar en funcionamiento cuando los setenta países ratifiquen el tratado de julio de 1998.
[6] Mireille Delmas-Marty, Pour un droit commun, Op. Cit., p. 121.
[7] “Sin base jurídica, desconocida incluso para las resoluciones de la ONU, ese fantasma jurídico ambiguo, recuperados por los gobiernos con el nombre de ingerencia de Estado, está planteado sobre la contradicción, indispensable en el estado de cosas entre la protección universal de los derechos humanos y los pueblos y el integrismo territorial de los Estados soberanos” (Monique Chemillier-Gendreau, Humanité et souverainetés, Paris, La Découverte, 1995, p.48.
[8] Alain Madelin, “L´interpellation Pinochet”, Le Monde, 31 de octubre de 1998.
[9] “Cuando conceptos universales y supremos como del de humanidad son objeto de una recuperación política para identificar a un pueblo específico o a cierta organización social, nace la posibilidad de una espantosa expansión y un imperialismo mortal. Usando esos fines, el concepto de humanidad es totalmente susceptible de profanación del nombre de Dios” (Carl Schmitt, Parlamentarisme et Démocratie, Paris, Seuil, 1988, p. 146).
[10] Mireille Delmas-Marty, Trois Défis pour un droit mondial, Paris, Seuil, 1998, p. 187.
[11] Léo Strauss, “Remarques sur la notion de politique de Carl Schmitt” en Parlementarisme et Démocratie, Op. Cit., p. 202.
[12] Mireille Delmas-Marty, Trois Défis pour un droit mondial, Op. Cit., p. 94.
[13] Ibíd., p. 154.
[14] Robert Badinter, Le Nouvel Observateur, 28 mai 1998.
[15] Ver Rouge del 3 de diciembre 1998 y Le Monde Diplomatique de diciembre 1998.
[16] Conscientes de la dificultad, algunos abogados, han propuesto precisar el plazo para la prescripción (actualmente en 10 años) para los crímenes por desaparición forzada, o bien contar los diez años a partir del descubrimiento de los cuerpos, lo que se constituye en una imprescriptibilidad de esos crímenes en el caso donde los cuerpos no se hayan encontrado aún.
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