El fin de la historia y el ‘showman’

POR JULIO CÉSAR CARRIÓN CASTRO

Los exhibicionistas, faranduleros y figurones personajillos de la descompuesta politiquería contemporánea, bajo este modelo de democracia fascista –o “demofascismo”– han entrado a sustituir las actividades de la política en grande y hoy vemos por todas partes estos criminales bufones, prevalidos de la represión y el figuramiento, publicitario y mediático, mostrando ostentosamente sus “astucias” y crímenes de Estado, como resultado de un amplio respaldo de masas. Masas previamente dirigidas y manipuladas para una falsa “aceptación” en estas sociedades del espectáculo y la “infocracia”Karel Kosík, en su obra Reflexiones antediluvianas nos previno acerca de estas figuras que surgen como expresión del nihilismo generalizado que hoy padecemos a nivel planetario.

Dice Kosik: “Nietzsche expresó una idea profunda, la de que el personaje principal de la época moderna y el ‘fin de la historia’ era der Schauspieler, el showman”. Sería un error y una imprecisión traducir este término alemán por su equivalente original: actor. Carecemos probablemente de sustantivos que correspondan exactamente a su significado, pero contamos con formas verbales que responden a la expresión alemana: lucirse, exhibirse.

El ‘showman’ se exhibe al público, se luce ante los espectadores. Necesita de espectadores y todo lo que hace está destinado al público, a los espectadores. Es un hombre público que con su actuación mantiene a los espectadores en tensión y ocupa el centro de la atención, es una persona cuya forma de vida pretende llamar constantemente la atención del público y reclama siempre su reconocimiento. Es el hombre del momento, el maestro de la actualidad. Todo lo que hace lo hace para ahora mismo, vive de lo que sucede en este mismo instante, va de un ahora a otro y de ese al siguiente porque cada instante termina con su actuación. Su sitio es lo momentáneo. Depende hasta tal punto del público y su opinión que el estado de ánimo momentáneo del público determina su destino. Es el dueño del público mientras concite su atención y los espectadores le concedan su admiración, pero es también un esclavo del público ya que depende por completo de su opinión. Y como la opinión pública varía y nada hay más variable que ella, la importancia y la popularidad del ‘showman’ disminuyen o aumentan de acuerdo con los estados de ánimo del público.

El ‘showman’ al que se refería Nietzsche está directamente emparentado con el “sofista” al que Hegel consideraba la figura característica de la época moderna. La época moderna tiene muchos rasgos comunes con el período de decadencia de la Roma Antigua y en la figura del “sofista” se concentra su decadencia y su vacuidad. En un caso como en el otro, el hombre se reduce a un ente abstracto, a una persona que persigue metas prosaicas y es impulsada exclusivamente por sus intereses.

No es una víctima de las circunstancias sino alguien que forma parte de unas circunstancias deformadas y que sacrifica a su egoísmo, a su ansia de confort y de placer tanto la naturaleza como la cultura, las ideas, el honor, la moral, el pensamiento. El hombre es, en efecto, la medida de todas las cosas, pero el hombre reducido a las limitaciones de su deseo y de sus fines particulares. Cuando el “sofista” es quien domina no hay sitio para la dignidad.

Para comprender la esencia y el papel que desempeña el ‘showman’ tenemos que ser conscientes de que su polo opuesto es el arquitecto. A diferencia del ‘showman’, que encarna lo huidizo de cada instante, el trabajo de constructor representa lo duradero y la misión de su obra es precisamente perdurar más allá del momento actual, mantenerse durante generaciones. Las palabras que expresan la variedad de la obra del constructor –casa, fortaleza, edificio, residencia, molino– hacen referencia a algo firme y sólido que se opone a lo momentáneo y provisional.

El constructor no trabaja para los espectadores y su obra no está destinada a la opinión pública. El arquitecto que construía un templo no pretendía que a su alrededor se aglomerasen o pasearan espectadores curiosos para examinar sus rasgos más llamativos y “consumir estéticamente” su obra. Un templo no se construye para el público sino para la comunidad, El público es una comunidad venida a menos, una inconstancia y su descomposición. El templo es uno de los sitios donde la comunidad se reúne y celebra su carácter de tal. Por eso el arquitecto no tiene nada en común con la opinión pública, con su inestabilidad. El complemento, la contraparte del ‘showman’, es un público caprichoso, el público y su opinión, la multitud que corea consignas y alaba hoy a quien condenará mañana. El constructor, el arquitecto sólo tiene un referente: la comunidad y su duración. En la época moderna el ‘showman’ ha desplazado al constructor a una vía muerta, se ha convertido en el protagonista, del público, y este cambio indica que la comunidad (la polis) se ha derrumbado y su lugar lo ocupa el público. La gente ya no se reúne en comunidad, se ha dispersado formando un efímero y caprichoso público. Cuando el constructor es desplazado a una posición secundaria y el ‘showman’ logra el puesto dominante se produce una deformación, y todo, incluida la vida privada, la política, la actividad cultural, se convierte en un ámbito para la exhibición del ‘showman’ como persona omnipresente. Y, dado que el ‘showman’ se ha convertido en la persona decisiva, la realidad se pone en escena como una serie ininterrumpida de imágenes, la gente vive la realidad en la pantalla y desaparece la diferencia entre la realidad y la imagen emitida. La imagen aparece como si fuera la realidad misma y la realidad sólo es real cuando es emitida como imagen y presentada a los espectadores como espectáculo. Cuando el constructor es desplazado y el ‘showman’ ocupa su sitio la apariencia se convierte necesariamente en categoría principal de la época. Sólo aquel que se hace ver y aparece diariamente ante el público, es, es importante, es reconocido como autoridad; en cuanto deja de aparecer, desaparece, ya no existe. Lo importante no es la persona, lo decisivo es su imagen. El hombre es imagen y la imagen hace al hombre. El público es el campo de batalla donde compiten por su imagen ‘showman’ de todo tipo y edad. La vida se vive como un combate ininterrumpido, como un esfuerzo constante y sin descanso por conquistar una imagen, por mejorar la imagen, por perfeccionarla, por situarse en el primer puesto en la lucha por la popularidad. Todos los ‘showman’, tanto los cantantes, como los boxeadores, los tenistas o los políticos, luchan día a día por el favor del público y vigilan celosamente su puesto en las listas de popularidad. El que consigue mantenerse en los más altos puestos es importante y se considera lo máximo. Los que están en la cumbre de la popularidad, en los primeros puestos de las preferencias de la opinión pública, de las encuestas, esos obtienen la admiración, son considerados héroes, se les rinden los honores correspondientes a las estrellas de la actualidad y de la cultura.

El ‘showman’ es una figura propia del “fin de la historia”. Su esencia es la imitación. Él imita, pone en escena, dirige, presenta y realiza en pequeña escala lo que la época como “fin de la historia” organiza a gran escala. El “fin de la historia” es la imitación en grandes dimensiones, es una grandiosa producción de sucedáneos.

La historia se acerca a su fin y este agotamiento la debilita hasta tal punto que no hace más que imitar lo ya imitado, porque ha perdido imaginación creativa. Los productores del confort y el bienestar modernos son al mismo tiempo los ejecutores del “fin de la historia”. Pero los realizadores del “fin de la historia” son también los sepultureros de este fin y los preparadores inconscientes de otro comienzo. Cuanto más perfecto sea el funcionamiento de la ahistoricidad de la historia, más vulgarmente cotidiano será para la gente (para una minoría) el confort con todos sus rasgos complementarios, entre los cuales figuran en puestos destacados un aburrimiento mortal y una insatisfacción entontecedora (que requiere drogas y emociones artificiales). Y menos tardará en surgir de las profundidades de lo humano una nueva imaginación cuyo ingenio sea tan innovador, tan revolucionario, tan liberador, que pueda imaginar otra forma de vida que no esté fatalmente determinada por la ambigüedad del “fin de la historia”.

Requerimos superar esta sociedad del espectáculo, establecida en torno a la alabanza a todos estos ídolos y héroes faranduleros, apoyar un serio proyecto de construcción y cambio, para que payasos, bufones, actorzuelos y ‘showman’ dejen de liderar estas decadentes y deplorables sociedades que parecieran anunciar el irremediable fin de la historia…

Semanario Caja de Herramientas, Bogotá.

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