LA JORNADA /
El pasado 27 de mayo cumplió 100 años Henry Kissinger, el más importante estratega e ideólogo del imperialismo estadunidense desde la Segunda Guerra Mundial. En un mundo regido por la justicia, los múltiples crímenes de lesa humanidad perpetrados bajo sus órdenes o su consejo le habrían hecho pasar el onomástico tras las rejas, pero en el orden global que él ayudó a construir, sometido a los portaaviones, las bases militares, los bombarderos, los drones y los misiles de Washington, pudo celebrar su siglo de vida entre homenajes y elogios del establishment para el que trabajó de manera incansable.
Diplomático, académico, político y durante el último medio siglo consultor privado, Kissinger es un hombre que, más allá de los juicios éticos, ha tenido errores y aciertos en su sempiterno objetivo de preservar la hegemonía estadunidense y su muy particular visión de la democracia y la libertad. Pero el impacto de sus decisiones; su persistente influencia en los círculos más altos del poder político, militar y económico; junto a la absoluta ausencia de dudas o remordimientos con que defendió el pretendido derecho de Washington a invocar sus intereses para intervenir en cualquier rincón del planeta, hicieron de él un símbolo que trasciende y sobrevivirá a su persona. Se trata del símbolo de la excepcionalidad estadunidense, la creencia fundamentalista de que Estados Unidos es portador de una autoridad moral intrínseca y atemporal para dictar al resto del mundo la manera en que debe conducir sus asuntos, así como para usar una violencia ilimitada contra todo país que intente vivir bajo sus propios términos.
El equívoco Nobel de la Paz encarna como pocos, acaso nadie, el espíritu de los tiempos, de una época en que las operaciones ilegales de la CIA y “el libre mercado” han sido dos caras de una misma moneda; en que las oligarquías locales y globales pervirtieron el sentido de la democracia para equipararla con una plutocracia tecnocrática en que los mandatos de los grandes capitalistas son validados por una casta académica que antepone las lealtades de clase al rigor científico.
Como muchas carreras brillantes, la de Kissinger está plena de paradojas. Su ascenso como halcón de primera fila llegó de la mano de su intransigente fomento de la intervención estadunidense en Vietnam, el mayor desastre geopolítico y la más imborrable humillación militar sufrida por la superpotencia. Uno de sus más sonoros y celebrados éxitos, el acercamiento con Pekín para aislar a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) en momentos en que Occidente temía un crecimiento internacional del socialismo, se reveló a la larga como un error de juicio que desencadenó consecuencias para las cuales Washington no parece tener respuesta. En efecto, tras integrarse al mercado mundial, China amenaza con poner fin a la preminencia económica estadunidense, un peligro que la URSS nunca proyectó.
En retrospectiva, quizá su más completo y perdurable triunfo fue la destrucción de Chile. Al respaldar y organizar a la oligarquía chilena que asesinó al presidente Salvador Allende e impuso la sanguinaria dictadura de Augusto Pinochet, Kissinger no sólo aplastó de manera hasta hoy irrevocable la esperanza de llevar la solidaridad y la justicia al país austral, sino que dotó a las derechas de un “laboratorio” donde probar las fórmulas de despojo y deshumanización extrema que conocemos como neoliberalismo.
Ante este aniversario, sólo cabe desear que los estados encuentren las vías para resolver sus diferendos mediante el diálogo y que en el futuro no haya nuevos Kissinger; que aconsejar a los gobernantes sobre los métodos más eficaces para aniquilar seres humanos no sea una profesión, y mucho menos una lucrativa y celebrada.
La Jornada, México.
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