75 años después de la Declaración Universal, ¿dónde están los Derechos Humanos?

POR JUAN HERNÁNDEZ ZUBIZARRETA Y PEDRO RAMIRO /

Avanza la destrucción y eliminación de derechos fundamentales al reinterpretarse estos en favor de las élites y las grandes corporaciones, mientras se reconfigura la propia categoría de seres humanos en función del dinero que poseen o el lugar en el que nacieron.

El Sistema universal de protección de los Derechos Humanos está sufriendo una descomposición acelerada. Mientras se conmemora el 75º aniversario de la proclamación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el marco de regulación encargado de promoverlos y exigir su cumplimiento se está desmoronando. Por un lado, su espacio normativo se va diluyendo en el laberinto de las normas privadas corporativas. Por otro, sus contenidos fundamentales se van desmantelando y fragmentando en piezas separadas e irreconocibles. No es ya que se vulneren, es que los derechos humanos se vacían y no se reconocen a las mayorías sociales.

Mucho más allá de la mera concatenación de dramas puntuales y concretos, se están produciendo cambios cualitativos, modificaciones sustanciales que necesitan de nuevas calificaciones éticas y jurídicas, dado que el sistema universal de tutela de los derechos humanos no reacciona ante tanta descomposición normativa. En el marco de la crisis multidimensional que estamos atravesando, con la expansión de la ofensiva capitalista y el recrudecimiento del régimen de guerra para garantizar los beneficios de los grandes propietarios por encima de cualquier otra consideración, no hablamos tanto del incumplimiento –del que hay sobrados ejemplos por todo el mundo desde 1948 hasta nuestros días– como de la liquidación del marco internacional de derechos humanos adoptado al finalizar la Segunda Guerra Mundial.

Nuevas palabras para nuevos hechos

Necropolítica, capitalismo gore, zonas de sacrificio, brutalismo, bios precario, macrocriminalidad, zonas francas de derechos, desechos humanos, necromáquina, ecocidio… Hay toda una batería de nuevos conceptos que tratan de caracterizar la insostenibilidad del capitalismo terminal y que, partiendo de las reflexiones de diversos movimientos y tradiciones de pensamiento, comparten al mismo tiempo la lógica de asombro e incomprensión ante la destrucción sistemática de derechos. Son intentos de explicar lo (aparentemente) inexplicable: un estado de excepción permanente donde los derechos colectivos son desplazados por un necrocapitalismo cada vez más generalizado.

Cada cuatro segundos muere de hambre un ser humano. Cinco personas perecen diariamente tratando de llegar a España. Cada once minutos, una niña o una mujer son asesinadas por un familiar. Hay seis millones de cadáveres en el subsuelo de la República Democrática del Congo, rico en reservas de uranio. Los últimos ocho años han sido los más calurosos de la historia. El trabajo infantil ha resurgido: en Estados Unidos, el empleo ilegal de menores (sobre todo migrantes) ha aumentado el 300 % en los últimos años. En 2021, hasta 67 países aprobaron reformas legales para limitar las libertades de expresión, asociación y reunión. Y en todas partes está aumentando la violencia contra las activistas ambientales y defensoras de derechos humanos: en Colombia han sido asesinados 55 líderes sociales en los cuatro primeros meses de este año.

“En muchas situaciones necesitamos un lenguaje más brutal”, como ha dicho Saskia Sassen“un lenguaje que comunique directamente la brutalidad de nuestros sistemas económicos en cuanto a la capacidad de destruir aguas, tierra, calidad del aire”. Estas nuevas formas de hacer referencia a la descomposición del sistema universal de protección de los derechos humanos implican también definir las nuevas tendencias globales o categorías sobre las que se sustentan. ¿Cómo caracterizar entonces esta sistemática destrucción de derechos?

Son interrogantes que nos enfrentan a una realidad que excluye a muchos millones de personas de la titularidad de derechos. Lo que se presentaban como efectos colaterales del modelo, errores que la evolución del desarrollo neoliberal iría corrigiendo, operan sin embargo como vectores fundamentales del capitalismo realmente existente. La dinámica ética y normativa que la Declaración Universal de los Derechos Humanos estaba llamada a imprimir a las relaciones económicas capitalistas, desde mediados del siglo pasado, ha quedado prácticamente en nada: las normas de protección de los derechos humanos se han ido difuminando progresivamente ante la fortaleza de la lex mercatoria (Derecho Comercial global). Hasta el punto de que el marco de 1948 ha llegado a ser reemplazado de facto por la Declaración Universal de los Derechos de Poder Corporativo: una serie de principios formalmente ocultos, no regulados expresamente, que gozan de la máxima hiperactividad y transversalidad.

El eterno presente en que se ha construido todo el entramado institucional de tutela de los derechos humanos ha omitido las estructuras racistas y coloniales que atraviesan todas y cada una de sus normas y prácticas jurídicas. Eso ha impedido que la invisibilidad y la eliminación de las personas racializadas y pobres pueda vincularse con la ruptura radical de los núcleos centrales de protección de los derechos. Siguiendo a Achille Mbembe“Hay cuerpos humanos considerados ilegales, prescindibles o superfluos. Porque donde hay racismo, existe el potencial genocida. Donde hay racismo, ser en el mundo equivale a ser contra los otros. Porque amenazan sus propiedades, su existencia”.

El racismo y la xenofobia estructural conectan con el colonialismo jurídico e institucional que está impulsado por una suerte de impulso genocida. Este hilo histórico, nunca abandonado, se va actualizando globalmente hasta colocarnos de nuevo ante la fragmentación de derechos según la procedencia y las propiedades de las personas, que pasan a ser catalogadas como funcionales o como prescindibles. De este modo, el sistema de protección de los derechos humanos queda fuera del alcance de los “no seres humanos”, racializados y empobrecidos, cristalizando ese impulso genocida.

Una primera hipótesis que sirva para explicar lo que está ocurriendo se basa en la idea de que la muerte –o la desaparición social: la producción sistemática de sujetos en el límite de lo reconocible, fuera de los marcos de percepción compartidos– se ha incorporado al núcleo constitutivo del modelo de dominación. Puede decirse que ha dejado de ser una consecuencia, un hecho coyuntural o un efecto colateral que progresivamente pueda ir siendo superado. Hablamos así de la expropiación, la detención, la desaparición y la eliminación como elementos constitutivos del sistema informal de no-derechos. Hablamos de personas que se encuentran fuera del imaginario colectivo, fuera del foco mediático, fuera de los intereses de las sociedades de clases medias. Personas y comunidades cada vez más numerosas que viven en espacios sin derechos cada vez más extendidos.

Una segunda hipótesis, vinculada a la anterior, pasa por considerar que la desigualdad también entra a formar parte de los núcleos esenciales del sistema de dominación. Y esta institucionalización de las desigualdades de clase, género, etnia/raza y nacionalidad lleva aparejada la desigualdad en los derechos asociados a la condición de “ciudadanía”. De ahí que se deje de lado a quienes no resultan funcionales a los mecanismos habituales de extracción de riqueza: privatización de la sanidad, los cuidados, las pensiones y la educación; mercantilización y financiarización del entorno natural, destrucción de los servicios sociales, eliminación de las labores de socorro y salvamento marítimo, exclusión de todas aquellas que no puedan afrontar la factura de la energía o el pago del alquiler, expolio de los territorios que albergan materias primas críticas y desplazamiento forzado de las comunidades, etc.

No hay acumulación sin destrucción de derechos 

Los dueños de las grandes empresas y fondos de inversión transnacionales se han lanzado a la destrucción de cualquier derecho que impida la expansión a escala global de la dictadura de la ganancia. La incapacidad del capitalismo para reproducirse sin un marco de abundancia y bajos precios del trabajo, los alimentos, la energía y las materias primas –esos “cuatro baratos” a los que se refiere Jason Moore“El capital no solo debe acumular y revolucionar incesantemente la producción de mercancías; debe buscar y encontrar incesantemente formas de producir, naturalezas baratas”– resulta evidente en el contexto actual. Hoy, el capitalismo se enfrenta a un momento más que crítico: la destrucción de derechos se conecta con el hecho de que las élites tienen serias dificultades para mantener sus tasas de ganancia y acumulación, y es ahí donde se extreman sus prácticas contra los derechos humanos.

La guerra se ha convertido en un eje central sobre el cual se está recomponiendo el capitalismo. Vivimos tiempos en los que las dinámicas capitalistas, patriarcales, coloniales, autoritarias, racistas y ecocidas se exacerban. La ampliación de la frontera extractiva no ha remitido en el marco del capitalismo verde y digital; al contrario, está tratando de expandirse sectorial y geográficamente, en las periferias y también en los centros del sistema. En este marco, los derechos humanos y los derechos colectivos, incluyendo al medio natural en su conjunto, se ven sometidos a la regla de la oferta y la demanda. El derecho a la propiedad privada y a la especulación se sitúa en el vértice de la jerarquía normativa, mientras la desigualdad se consolida como el elemento central de la arquitectura jurídica de la impunidad.

En el contexto descrito, cuatro ideas fuerza ilustran las tendencias globales que afectan a los contenidos sustanciales de las normas internacionales que tutelan los derechos humanos.

1) Desregulación: los derechos humanos se desregulan en masa, pasando la precariedad a formar parte constituyente de sus núcleos centrales y dejando de ser un efecto coyuntural o transitorio que impacta en los mismos. Sucede justo lo contrario con los “derechos” empresariales, que son continuamente reregulados en favor de los grandes propietarios.

2) Expropiación: los derechos se expropian a las mayorías sociales y a las comunidades por medio de las expulsiones, los megaproyectos y el neocolonialismo extractivista. Las expulsiones se extienden a todos los elementos de la biosfera, tanto en la tierra como en los océanos, y las expropiaciones oscilan entre los desahucios, el pago de la deuda y el control de datos en el capitalismo digital.

3) Zonificación: los derechos se “zonifican”, lo que implica que se encierra, aísla y encarcela a personas, comunidades y pueblos, en el marco del confinamiento estructural al que es sometida una parte de la población en una sociedad que ha sido dividida entre asimilables y eliminables.

4) Destrucción: los derechos se destruyen por la vía de la guerra y la necropolítica, lo que consolida la institucionalización de la militarización, el racismo social, el patriarcado y la xenofobia jurídica.

Estas tendencias reflejan la descomposición de las normas internacionales de los derechos humanos. A su vez, nos encontramos con el vaciamiento y la expulsión del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, que se traslada a los márgenes de las relaciones de poder. En sentido contrario, se confirma el rearme de las normas privadas que protegen los intereses corporativos por medio de la lex mercatoria, ya sea mediante su propia expansión o a través de sofisticaciones jurídicas basadas en la unilateralidad y la no-exigibilidad.

Paralegalidad e impunidad

En paralelo a la descomposición acelerada del Sistema Internacional de los Derechos Humanos, se va consolidando una paralegalidad sustentada en prácticas de poderes privados, estatales y globales, que conectan con la destrucción de derechos de manera generalizada. Un espacio donde la arbitrariedad se impone como norma en la construcción de un submundo de desechos humanos cada vez más extenso y menos controlado. Un contexto en el que las prácticas autoritarias y neofascistas se van enredando en una nueva esfera pseudonormativa que justifica la desregulación, la expropiación, la zonificación y la necropolítica.

¿Cómo calificar que las personas migrantes sufran abusos que alcanzan extremos de esclavitud sexual y tortura sistemática, tal y como ha determinado una misión de investigación de la ONU sobre las violaciones de los derechos humanos en Libia, y que dicha misión haya responsabilizado a la Unión Europea (UE) de facilitar la comisión de parte de esos crímenes al financiar entidades que efectúan retornos forzosos a ese país? ¿Cómo tipificar el estado de emergencia declarado por el Gobierno italiano con el propósito de agilizar la expulsión de migrantes, frente a las cerca de 450 personas muertas y desaparecidas en tres meses en el Mediterráneo? ¿Dónde queda el artículo 4 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que prohíbe la esclavitud en todas sus formas, cuando vemos el encierro al que son sometidas las trabajadoras de la fresa en Huelva?

Espacios de paralegalidad son también los muros que un grupo de madres centroamericanas tienen que sortear en la búsqueda de sus familiares a lo largo del territorio mexicano. La pobreza y la explotación laboral de las madres, la falta de recursos económicos de la Brigada Internacional de Búsqueda “Tejiendo Rutas”, el despotismo de la burocracia, la arbitrariedad de las normas e instituciones migratorias, la impunidad y el blindaje humanitario de las cárceles y centros de detención, la indiferencia institucional, la persecución de la movilización social en el marco de dinámicas criminales de las corporaciones estatales y el crimen organizado, son prácticas que también van tejiendo la telaraña de la arbitrariedad paralegal. En las fronteras, como dice Helena Maleno“se están construyendo espacios con unas leyes propias y dinámicas propias” en las que se normaliza la muerte (de los otros).

Estos espacios no se detienen aquí, se van consolidando en lógicas planetarias de dimensiones inimaginables: crímenes económicos y ecológicos internacionales, políticas migratorias globales, feminicidios, fraudes alimentarios, especulación con productos de primera necesidad, megaproyectos neocoloniales, destrucción de ecosistemas, pérdida de biodiversidad, tráfico de armas y desigualdad generalizada forman parte indisociable de la gestión político-económica del capitalismo. No son externalidades del modelo, son elementos constitutivos de su modus operandi.

El resultado de todo ello es la descomposición radical y progresiva de los núcleos centrales de los derechos. La paz, la democracia, el medio ambiente, la autodeterminación, la alimentación, la vivienda, la educación, la cultura, el trabajo, la migración, los cuidados, la diversidad, la salud y los derechos sexuales y reproductivos caminan hacia la retórica jurídica. Y no es solo que con esta reinterpretación normativa se estén eliminando y suspendiendo derechos, es que se está reconfigurando la propia categoría de seres humanos: quiénes son sujetos de derecho y quiénes, por el hecho de no tener dinero o ser diferentes o haber nacido en otro lugar, no lo son. En esta nueva etapa, se pasa de la desregulación a la destrucción del Sistema Internacional de los Derechos Humanos.

El cumplimiento de los derechos humanos, en teoría obligatorio para los firmantes de los numerosos acuerdos y declaraciones establecidas en los últimos 75 años, se mueve entre la fragilidad de las normas internacionales, las recomendaciones de los organismos encargados de su aplicación y la impunidad de los gobiernos y las empresas transnacionales. La lenta y titubeante justicia internacional es incapaz de ejercer de contrapeso frente al incumplimiento reiterado de los textos de derechos humanos. Por poner un ejemplo: el año pasado aún seguían pendientes de ejecución 6.100 sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, 600 de ellas relativas a casos calificados como especialmente relevantes. La exigibilidad y justiciabilidad de los derechos humanos, en el ámbito internacional, se encuentran bloqueadas.

Al reinterpretarse continuamente en favor de las élites y las grandes corporaciones, las diferentes categorías materiales y formales de los derechos humanos se están desacoplando y destruyendo. A su vez, los negocios corporativos disponen de una protección jurídica que se va perfeccionando en los espacios locales, nacionales, regionales y globales, a costa de desregular, vaciar y extinguir los derechos colectivos. Los Estados y las organizaciones económico-financieras internacionales, columna vertebral de la arquitectura jurídica de la impunidad, contribuyen por acción u omisión a toda esta atrofia y disolución de derechos. La transversalidad de los derechos humanos se va sustituyendo por la transversalidad de la impunidad.

Derechos desde abajo

Afrontar los desafíos descritos requiere construir espacios globales donde disputar la hegemonía a las élites, donde rediseñar el sistema internacional de tutela de los derechos humanos. Y mientras tanto, utilizar todas las grietas normativas que el Sistema Internacional de Derechos Humanos y los ordenamientos nacionales permiten, a la vez que se proponen alternativas de control del poder corporativo.

En cualquier caso, los derechos colectivos requieren de una nueva reinterpretación que responda a las propuestas de los movimientos sociales y las comunidades en resistencia. Así, la dignidad de los seres humanos ha de quedar fuera de visiones coloniales, patriarcales y capitalistas, asumiendo las agendas propuestas por las organizaciones populares. Estas miradas basculan entre los derechos individuales y los colectivos, entre los derechos de la naturaleza y los derechos de las personas, entre los valores inmanentes y trascendentes de los pueblos, entre los nuevos “pueblos transnacionales” de migrantes y la ciudadanía concedida vía nacionalidad. También sitúan en el centro de las relaciones humanas la sostenibilidad de la vida, la diversidad sexual, los derechos sexuales y reproductivos, el derecho a una vida libre de violencias machistas.

El feminismo, el ecologismo, el movimiento LGTBI, el sindicalismo, las comunidades indígenas y afrodescendientes, los movimientos campesinos, anticoloniales, antirracistas y antimilitaristas han de establecer diálogos y convertirse en los protagonistas de una nueva conceptualización de los derechos humanos, con la que reapropiarse de los mismos mediante categorías alejadas de las lógicas corporativas y del mercado. Su contexto es el de una larga lucha contra el derecho internacional, elaborado desde arriba, desde las élites políticas y económicas. Ese derecho que nunca se ha preocupado de los movimientos sociales y de los pueblos, a los que ha considerado por fuera del Estado y por tanto como sujetos ilegales e ilegítimos. Ese derecho de las grandes corporaciones y de los acuerdos de comercio e inversión, que se mueven en la armonía neoliberal del progreso, crecimiento y desarrollo.

Los pueblos, las comunidades y los movimientos han de ser sujetos, no meros objetos de derecho. Y los Estados no pueden ser la única categoría, principio y fin del derecho internacional. El reconocimiento de las organizaciones sociales y pueblos en resistencia tiene que ocupar el protagonismo que le corresponde, reconstruyendo formas de acción colectiva que trasciendan la visión clásica del Estado. El Derecho Internacional de los Derechos Humanos necesita una reconceptualización “desde abajo”, tal y como algunos de los procesos constituyentes latinoamericanos y pueblos originarios han planteado. Estos procesos han construido espacios de utopía jurídica, han desbordado el pensamiento jurídico liberal y han contribuido a debilitar los pilares de la arquitectura de la impunidad, frenando el realismo jurídico capitalista, racista y patriarcal.

“Se tiene que infringir la ley para llamar la atención sobre situaciones muy lesivas para el bien general”, dice con razón Jorge Riechmann. Y es que la utopía jurídica resulta imposible sin movilizaciones masivas y de contrapoder en defensa de los derechos colectivos, sin acciones de desobediencia civil que coloquen los derechos humanos por encima de los derechos corporativos patriarcales y coloniales, y sin la construcción de proyectos cotidianos que disputen la institucionalidad capitalista basada en la especulación. Redes contrahegemónicas transnacionales que rompan en mil pedazos los viejos imperialismos y la geoestrategia estatal de la acumulación de fuerzas al precio que sea.

Es cierto que nos encontramos muy lejos de la construcción de un uso alternativo del derecho. Pero la defensa de los valores y los bienes colectivos exige romper con la lógica de lo posible, porque los derechos humanos se están difuminando en la profunda crisis estructural que atraviesa el modelo de dominación. El Sistema Internacional de Protección de los Derechos Humanos necesita una profunda y radical reconfiguración, tan alejada de la vieja expertocracia lobista como vinculada a los colectivos y comunidades situadas en los márgenes del derecho oficial. Una utopía jurídica construida desde las luchas y resistencias comunitarias como formas de vida, lejos de los dictados del realismo político y el orden institucional.

@JuanHZubiza

@pramiro_

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