¿Puede frustrarse la esperanza? Una clase magistral del filósofo alemán Ernst Bloch

Ernst Bloch

A continuación el texto de la clase inaugural en la Universidad de Tubinga, en 1961, impartida por el filósofo alemán Ernst Bloch (1885-1977).

Hablemos sobre una cuestión especialmente actual. Se trata, dicho sea en dos palabras, de si la esperanza, cualquier tipo y categoría de esperanza, puede frustrarse.

Y qué fácil es que ocurra algo así. Sucede constantemente; cualquier vida está llena de sueños que no llegan a madurar. Esto es incluso inevitable cuando se trata del esperar como mero wishful thinking; de castillos en el aire cuyos costes de adquisición son, como se sabe, muy escasos. Carecen de terreno, se quedan en demasiado subjetivos y ni siquiera en eso son de lo mejor. Sobre todo, a esa esperanza de baja estofa, que permanece sin mediación, casi nunca le sale nada al encuentro desde fuera. En un soñar que sólo en sí mismo lleva puro placer y en ello también la penitencia, no se pregunta tampoco por el afuera, ya sea el obstaculizante o el que está en boga. Por ello, algo total o principalmente imaginado fracasa, y además no importa. Tal vez sea mejor que nada, pero se extingue una y otra vez, y al final con amargura o desconsuelo. Sólo aquí, pero aquí necesariamente, las manos, esas manos que de todos modos no hacen nada, permanecen vacías.

Incluso cuando el esperar se dirige siempre sólo a pequeneces: a mí, a ti y a nadie más.

Sin embargo, cuan a menudo los movimientos del sueño alerto, no ya particulares sino públicos, han estado nadando sin meterse siquiera en el agua. Cuántas veces la juventud, y no sólo ella, resulta seducible por los cazarratas, debido a una esperanza ciegamente escapista, extraviada y simpatizante. Cuánta brasa y falsa degradación se invirtió en ello; qué vacía decepción fue el lógico fin, lo único consecuente en todo ello. Aquí encaja todo romántico autoengaño, junto con la estafa que de él se aprovecha. Hubo un hombre que vendía billetes de banco de propia cosecha en los que se leía: pagadero en moneda del reino de Dios el día del juicio final. Lo cual parece un modelo del gigantesco engaño del imperio de los mil años, la más terrible etapa en la historia del gran derroche de credulidad. Delatado por criminales de talla shakespeariana y al mismo tiempo con el olor a orina de las mesillas de noche pequeñoburguesas. Fue la más repugnante caricatura del adventismo, del falso Mesías, de la espera del advenimiento del Cristo pasado mañana, y no llegó nada más que sangre. Dios llega el próximo martes a las 11.25 a la estación central de Illinois, apresuraos a recibirle: así se puso en marcha una vez una psicosis religiosa y, por decirlo así, utópica. Eso fue pura tontería, pero no se puede pasar por alto que hasta una seria imaginería de salvación, si se lleva de un modo abstracto o incluso sin un constante control al paso de lo real, puede conducir a su contrario. Esto, precisamente, cuando el propósito es elevado, como por ejemplo un puro humanismo antes del almuerzo y en la meta (a diferencia del fascismo, en cuanto tal -asesinato y destrucción desde el principio-), y que en la práctica no se puede desacreditar. Sin embargo, en todas las claras mejoras del mundo, al menos en las más claras, cuando los ojos están bien abiertos hacia el cielo, sin planificación ni un proporcionado escepticismo, está cerca el proverbio: la espera y la impaciencia llevan a algunos a la demencia.

Así, pues, la pura ensoñación puede ser y será siempre frustrada, ya sea en privado o en un ámbito mayor y público. Ahora bien, la esperanza fundada, mediada, sabedora del camino ¿presenta aquí un rostro suficientemente distinto?

Bueno, también ella puede, incluso debe, por su honor, resultar frustrable; de lo contrario no sería esperanza. 

Naturalmente, este tipo y estos varios tipos de frustración aquí más contundentes no tienen nada que ver con la de oropel antes mencionada. Puede, claro está, tomar parte en ésta, como en todas las horas débiles, digamos, en los vuelos del ensueño o en los arrebatos de la hazaña heroica. Pero esto no forma parte de la específica frustrabilidad de la sabedora docta spes, sabedora también de sí misma. Lo frustrable es lo que constituye en ella precisamente, en ciertos casos, su creadora negatividad, a diferencia de la falsa positividad de una mera confianza subjetiva y abstracción objetiva.

En cuanto tal hace pender sobre el presente un cielo lleno de violines, tan inmediado como problemático, o bien hace que el presente limite con él directamente. No sin propósito se halla a la entrada de El Espíritu de Utopía la ilustrada advertencia de Don Quijote. Esto, lo mismo en cuanto a la necesaria mediación con la marcha de las cosas, como, sobre todo -tras esa ineludible condición previa-en el asunto de la esperanza misma en cuanto algo que, no obstante, no pacta con el mundo existente.

Así, la esperanza tiene que ser absolutamente frustrable; primera, porque está abierta hacia delante, al futuro, y no se refiere a lo ya dado. Al estar, pues, en suspenso, apunta no a la repetición sino a lo modificable, teniendo esto en común con lo aleatorio, sin lo cual no hay ningún Novum.

Con este componente de azar, por muy suficientemente que se pudiera determinar, lo abierto queda al mismo tiempo sin decidir; al menos, mientras la esperanza, que tiene ahí su campo, se arriesgue a apostar, para no darse por jubilada.

En segundo lugar, y muy en relación con esto, la esperanza tiene que ser frustrable, ya que ella, en cuanto concretamente mediada, jamás podrá serlo con hechos fijos. Éstos son sólo momentos subjetivamente cosificados o interrupciones objetivamente cosificadas de la marcha histórica de las cosas. Histórica y procesual es esta marcha pero precisamente porque nada está todavía decidido como hecho irreversible, es decir, como ser devenido. De ahí que no sólo el afecto esperanza (con su correlato el temor), sino más bien el metodológico esperanza (con su correlato el recuerdo) se halla en el campo de un todavía-no, de una todavía duradera indecisión de la entrada y sobre todo del contenido último. Con otras palabras, directamente relacionado con lo frustrable: la esperanza lleva en sí eo ipso la precariedad del fracaso: no es seguridad. Para eso se halla demasiado cerca de la indecisión del proceso de la historia y del mundo, en cuanto proceso, desde luego, no fallido aún en ninguna parte, pero tampoco victorioso todavía en ninguna. Se halla demasiado en pleno topos de la posibilidad real objetiva, así como también circunda lo existente como un peligro, no sólo como posible salvación. Pues lo posible es ante todo parcial condicionalidad, no ya completa, o sea, garantizada, tal como se da en el fundamento de lo real existente (de suerte que llega a ser algo realmente existente). Este no-garantizado no significa, desde luego, nada simplemente inseguro -es decir, también parcialmente no condicionado, según lo cual cualquier espera y sobre todo cualquier espera con esperanza tendría que proyectarse hacia lo irracional-, del tipo de aquel topos posibilidad que, entonces, tal como Kafka tan terriblemente lo ha mostrado, sería para nosotros un caos simplemente incongruente: se cree uno bienvenido y se siente uno rechazado; se espera una conversación y resulta uno condenado a muerte, o también: se calcula una catástrofe y recibe uno un abrazo.

Así, sería ya como espera y no sólo como esperanza una conjuración de algo totalmente insensible, caótico o incluso demoníaco; lo cual, sin embargo, contradice a las condiciones existentes, parcialmente determinantes en el reino de la posibilidad real objetiva. No obstante, lo cierto en lo relativamente incongruente es que las condiciones para el cumplimiento de las expectativas e incluso de lo esperado sólo se dan parcialmente, es decir, que están aún muy lejos de una seguridad garantizada, y que lo así condicionado se realiza desde lo posible. Incluso cuando las activaciones del factor subjetivo intervienen como nuevos complementos parciales, según un exacto conocimiento de la serie objetiva de condiciones existentes, también entonces conserva la esperanza la cualidad pionera de la no-garantía que es menester superar. Aquí, pues, la utopía concreta hace profesión de fe en el difícil estaren-camino, donde se halla el mismo «ser verdadero», aún sin encontrar, o esencia de lo que el mundo «propiamente» o «en sí» podría, sin duda, ser.

Tampoco semejante utopía procesual simula ninguna perfección para sí misma, y esto tanto menos cuanto que lo frustrable depende en último término no sólo de la permanente ausencia de seguridad y garantía, sino que además incluye lo aparentemente dado y pagado en el acto de un ser-ahí y no ya sólo de un ser posible. Pues ¿no ocurre que lo realizador mismo, en cuanto algo conseguido que aún está en la oscuridad, enturbia de tal modo que eso no es como lo antes esperado, incluso aunque sus contenidos pasen a ser realizados sin modificación? Queda, sin embargo, un resto; esta vez sólo a causa del «ser verdadero y perfecto», aún inencontrado. Y también la frustración ante tal minus realizador pertenece finalmente al honor de la esperanza fundada, muestra su derecho tan existencial como esencial.

Todo esto presenta ya un aspecto distinto al de la mala suerte, que trae consigo la pura ensoñación. Tanto más cuanto que la esperanza concreta no cesa ante los fracasos, antes bien de un modo pertinaz (o sea, otra vez abstractamente) apuesta del todo a lo hasta ahora negado. La auténtica frustración se vuelve más bien cuerda por los daños que sufre de un modo también inmanente a ella misma. Cuerda, no sólo por los meros nudos hechos; al contrario, para éstos vale siempre (visto desde la esperanza fundada) el dicho: tanto peor para los hechos bloqueadores. En cambio, la esperanza fundada se vuelve cuerda gracias a la fiel consideración de la tendencia, en la cual los llamados hechos no están, sino que discurren y se escurren; en ella la esperanza se vuelve a menudo terrible, pero siempre corregida en cada detalle según la tendencia. Asimismo vale también, por otra parte, para la totalidad del asunto: la esperanza fundada no se vuelve cuerda de ningún modo por los daños que experimenta. Pues contiene lo esencial del asunto, de modo que una mala facticidad devenida, en lugar de corregir es juzgada por la latencia de lo que en la tendencia se oculta. Y será juzgada más a fondo aquella facticidad que se doblega al contenido de la meta de esa latencia de un modo enmascarado, a fin de traicionarlo con mayor alevosía. Y es justamente ese latente contenido de la meta el que juzga su orientación de un modo peculiar, es decir, inmanente, sobre todo tratándose de la utopía fundada. Y si es un no-ser-todavía por excelencia -tampoco existente ya de un modo experimentable y absolutamente determinable-, a la vista del contenido de la meta, como el del humanismo real, la dirección hacia allá es, sin embargo, determinable y tan invariante como inalienable. Incluso cuando los contenidos de ese «ser verdadero» que se encuentra aún en la latencia no se pueden todavía predecir, no obstante bastan para determinar lo que no es humanismo real, sino exactamente su contrario, como, por ejemplo, Hitler o el último Stalin, es decir, el fenómeno primigenio «Nerón» en conjunto. Esto, según aquel principio de Spinoza que, tras la inserción de futuro y latencia, puede formularse así: Verum nondum index sui, sed sufficienter iam index falsi. Si, por consiguiente, el contenido orientador de la meta del humanismo real resulta herido por la mala facticidad, entonces la utopía fundada, inmanente y orientadora, se emancipa de lo falso de la facticidad. No sólo la frustración propia, incesante en cuanto apertura, la sólo parcial determinación de cualquier enunciado de tendencia-latencia y de su objeto mismo pertenece a la esperanza; sino también la frustración que mira alrededor, bien ortodoxa en el reincidente producto transformado hasta la desfiguración o incluso hasta la cognoscibilidad, pertenece a la esperanza, en cuanto imposibilidad de desfallecer, en cuanto a su deber de servir de norma, según el contenido de la meta, que se llama reino de la libertad. Cierto que al aparecer la esterilidad es urgente en primer lugar un análisis socioeconómico. Pero precisamente en estos análisis del De-Dónde tiene que estar presente (para que la sal no se desvirtúe) el totum utópico del Adonde. Y esto se halla significado en el más antiguo sueño alerto de la humanidad: en la subversión (en lugar de una reinstalación hipócrita) de todas las condiciones en las que el hombre es un ser oprimido, encadenado, abandonado y despreciado. El que esta fórmula proceda del mismo Marx (Introducción a la Crítica de la Filosofía del De- recho, de Hegel) la hace inconfundible como veredicto de esperanza. Era el poder últimamente indicado de una utopía fundada, en cuanto imposibilidad de desfallecer, frustrable de muy distinto modo, a saber: en el producto.

Pero al suceder no desmesuradamente, sino con medida, al final ese poder gana sólo una fuerza explosiva no frustrante; pues desde fuera, desde lo extraño de una perversión, no puede ser adecuadamente percibido, mucho menos gestionado. De ello forma parte el modelo original del asunto, tan desagradable a sus pervertidores o desacertados gestores. Así como, por ejemplo, y también ejemplarmente, no fue Haeckel o la certeza de que el hombre procede del mono lo que resultaba peligroso para el santo sínodo del zar, sino Tolstoi, es decir, el recuerdo del cristianismo primitivo. De este modo, para poner otro ejemplo, cualquier aniversario conmemorativo socialista, por ejemplo de Rosa Luxemburg, de las esperanzas y principios que mantuvieron el socialismo ante rem, puede servir también de nivel segurísimo al régimen para saber hasta dónde se ha avanzado. Por consiguiente, la esperanza fundada no es fácilmente frustrable como escala misma y tampoco como obligación para ello. Si hubiera que aniquilarla, entonces jamás habría sido tan insoportable a los tiranos de su contrario. Esta novena sinfonía no se puede ya retirar, y la verdad de sus esperanzas no pudo aún ser sepultada; justamente: ella juzga y mantiene abiertos los caminos jamás desacreditables. Sucede aquí como con el genio y lo genial en la humanidad; si hubiera que reprimirlo, decía Jean Paul, entonces jamás habría habido alguno. En cambio, la historia de nuestra cultura está llena de otros distintos de Nerón y Moloch; incluso hasta el fin de Cristo fue de todos modos su comienzo.

Nada es más humano que el traspasar lo que existe. Que los sueños en flor casi nunca maduran es archiconocido. La esperanza probada sabe eso mejor que nadie; tampoco en esto es ella ninguna garantía. Ella sabe sobre todo también, por su propia definición, por decirlo así, que no sólo donde hay peligro surge la salvación, sino también que donde hay un salvador allí crece también el peligro. Ella sabe que lo frustrante recorre el mundo como función de la nada, que también lo en-vano se halla latente en la posibilidad real objetiva, que lleva en sí, sin decidir aún, tanto la salvación como la perdición.

El proceso del mundo no está decidido todavía en ninguna parte; claro que también es cierto que no está todavía frustrado en ninguna; y los seres humanos pueden ser en la tierra los guardaagujas de su vía, no decidida aún hacia la salvación, pero tampoco hacia la perdición. El mundo sigue siendo en su conjunto un laboriosísimo laboratorium possibilis sa- lutis. De ahí que se pueda decir: «Es un día y sigue también muy adelantado, tan imposible de pasar por alto que incluso a los buitres y a los que han doblado la rodilla ante Baal les aterra la inmortalidad prometeica».

Pero Heráclito dice: «Quien no espera lo inesperado jamás lo encontrará».

Todo esto sobre el llamamiento según el cual ser hombre en el sentido trascendental que constituye su fundamento significa traspasar. Este llamamiento no se aviene mal con la dignidad humana y abre el acceso a aquel mar de lo posible real objetivo que el positivismo no puede desecar ni la especulación surcar indebidamente. ítem, la esperanza del futuro requiere un estudio que no olvida la necesidad y mucho menos el éxodo. El traspasar tiene muchas formas; la filosofía las recoge y considera todas: nil humani alienum.

Imágenes: Gustav Klimt

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